martes, 11 de abril de 2017

¡Ay, de los viandantes!

Decía Wittgenstein que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Por otro lado, Habermas asegura que el hombre es sujeto de palabra y acción, y de ahí su argumentada "razón comunicativa", fundamental en el carácter intersubjetivo y consensual del saber que, en su opinión, devuelve a la sociedad el control crítico y la orientación consciente de los fines y valores respecto de sus propios procesos. Esencialmente, estoy de acuerdo con ambos. Es más, creo que están en lo cierto y me atrevo a concluir que la riqueza del vocabulario es una ayuda imprescindible para apreciar los infinitos matices de la vida que tan a menudo se esfuman imperceptiblemente. Mencionaré un solo ejemplo: el gallego incluye más de setenta vocablos para designar la lluvia, ¿cuántos conocemos? O, lo que todavía es peor, ¿cuántos desconocen los propios gallegos? Obviamente, este ejemplo no es la única anomalía. El castellano, sin ir más lejos, ofrece centenares de términos tan bellos como ignotos. Existen quinientos millones de hispanohablantes, ¿cuántos de ellos conocerán el significado de palabras como nefelibata, ataraxia, limerencia, arrebol, serendipia, inmarcesible, calistenia, mandrágora o conticinio?, por mencionar algunas. Dejo la respuesta al albur de la imaginación de cada cual.

Pero no es mi intención enfrascarme en diatribas semánticas o filosóficas porque lo que deseo es situarme a pie de calle. Y para ello nada mejor que echar mano de uno de esos preciosos vocablos a los que me refería: viandante. El DRAE contempla tres acepciones para él. La primera alude a la persona que viaja a pie; la segunda lo hace sinónimo de peatón (término más común en la actualidad); y la tercera lo equipara con vagabundo, es decir, con la persona que pasa la mayor parte del tiempo por los caminos. Viandante es palabra que me parece campechana y amable, además de ser muy antigua en nuestras lenguas romances. Tan es así que existen registros de ella desde el siglo XIII. Posteriormente, aparece reseñada, por ejemplo, en el Diccionario latino-español, de Nebrija (1495), que la define como viator, viatoris. También se contempla, bajo la forma “viandant” en otras lenguas romances como el occitano, el catalán, el portugués o el italiano.

Desde que apareció sobre la Tierra el Homo erectus o, lo que es lo mismo, desde hace dos millones de años, la condición natural de los homínidos, y la de los propios humanos, es la de viandantes. Todos somos  seres que viajamos a pie, peatones, o como se prefiera, de manera característica y diferencial a como lo hacen la mayoría de las criaturas existentes. Bien es verdad que siempre ha sido una ansiada aspiración de los humanos desplazarse con recursos que remedan los característicos de otras especies, sea volando, nadando o propulsados por motores o detonaciones, y cualesquiera otros. Hemos llevado hasta tal punto la obsesión por utilizar modos extraordinarios para movernos que hoy en día ejercitar la primigenia condición de viandantes se ha convertido en una experiencia ciertamente arriesgada, particularmente en las ciudades y poblaciones de alguna entidad.

Tan es así que los municipios ya instalan en sus calles pasos de peatones inteligentes, que funcionan con sensores de presión y detectan a las personas que se acercan con intención de cruzar, encendiendo en tal caso unas luces LED situadas en placas verticales o sobre el asfalto, alertando a los conductores para que paren y eviten atropellarlos. En otras ciudades, en las que han proliferado percances graves provocados por el inadecuado proceder de los peatones, la policía local sanciona con multas cuantiosas a quienes atraviesan los pasos con el semáforo en rojo o transitan las vías por zonas no habilitadas específicamente. Por otro lado, especialmente en los últimos y críticos años, en pueblos y ciudades son patentes algunas zonas de tránsito pobladas de indigentes que voluntaria e involuntariamente generan incidentes con los viandantes. No es inhabitual verlos hacer sus necesidades en plena calle, ser reprendidos por ello y, a partir de ahí, desencadenarse un rosario de increpaciones, insultos, desavenencias, etc., que suelen concluir con la intervención de las llamadas fuerzas del orden.

Hasta hace relativamente poco tiempo, los conflictos que afectaban a los ciudadanos viandantes se reducían prácticamente a estos esporádicos rifirrafes. Pero están surgiendo nuevas formas de riesgo y conflictividad. Muchas de ellas ocasionadas por el uso inadecuado de las aceras y otros espacios peatonales por parte de los ciclistas, que están induciendo un cambio sustancial en el concepto de espacio peatonal por la vía de los hechos .

La crisis económica, la conciencia mediambiental y otras motivaciones han impulsado la eclosión de una legión de nuevos usuarios de la bicicleta, con poca o nula experiencia, que timoratos, por inexpertos en el uso de las nuevas formas de movilidad, tienden a eludir los espacios que perciben como peligrosos, sustituyendo las calzadas por las aceras en determinados tramos de sus recorridos circulando por estas como si estuviesen en aquellas y viceversa.  Es cierto que la mayoría de las ciudades no están preparadas para acoger a estos nuevos actores de la movilidad, dado que el trazado de los viales responde a ideas y comportamientos motorizados de velocidades mayores, de la misma manera que hay que reconocer la escasa sensibilidad de los demás actores para acoger a los nuevos vehículos. La realidad es que, entre unos y otros, ejercer la vieja condición de viandante en muchas de nuestras ciudades es una auténtica apuesta por el riesgo. Cada día suceden multitud de atropellos causados por ciclistas, a veces con consecuencias gravísimas. Y se criminaliza a estos como se reprochan los comportamientos de los peatones, que pronto perderán, si es que no lo han hecho ya, su derecho a deambular despistadamente por las aceras, so pena de invadir un carril bici y ser víctimas de la impericia de algún ciclista inexperto o innecesariamente veloz.

Debe reconocerse que la incidencia de la movilidad en bicicleta es escasamente relevante en conjunto del tráfico urbano, alcanzando tasas que apenas representan el 5 % de los desplazamientos en el mejor de los casos. Pero al tráfico ciclista se han añadido nuevas modalidades de desplazamiento mecanizado que invaden los espacios tradicionalmente reservados a los viandantes. Monopatines, patinetes, magic wheel, sillas motorizadas, motoristas, etc. Gentes sobre artilugios variopintos que han surgido en cantidad y calidad; unos espontáneamente, otros al amparo de presuntas nuevas concepciones de la vida ciudadana, como las smart cities, o ciudades inteligentes.

En fin, en estos tiempos las cosas corren que se las pelan. Y, por unas u otras razones, ejercitar algo tan sencillo como la primigenia condición de viandante se hace cada vez más complicado. Tal vez estamos más próximos de lo que creemos a  alcanzar las viejas aspiraciones de Ícaro o de los hombres torpedo. Aunque lo consigamos saltando por los aires cualquier soleada mañana, mientras paseamos distraídamente nuestra doliente osamenta por una acera o por el sendero de un parque.

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