Decía
Wittgenstein que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro
mundo. Por otro lado, Habermas asegura que el hombre es sujeto de palabra y
acción, y de ahí su argumentada "razón comunicativa", fundamental en
el carácter intersubjetivo y consensual del saber que, en su opinión, devuelve
a la sociedad el control crítico y la orientación consciente de los fines y
valores respecto de sus propios procesos. Esencialmente, estoy de acuerdo con
ambos. Es más, creo que están en lo cierto y me atrevo a concluir que la
riqueza del vocabulario es una ayuda imprescindible para apreciar los infinitos
matices de la vida que tan a menudo se esfuman imperceptiblemente. Mencionaré
un solo ejemplo: el gallego incluye más de setenta vocablos para designar la
lluvia, ¿cuántos conocemos? O, lo que todavía es peor, ¿cuántos desconocen los
propios gallegos? Obviamente, este ejemplo no es la única anomalía. El
castellano, sin ir más lejos, ofrece centenares de términos tan bellos como
ignotos. Existen quinientos millones de hispanohablantes, ¿cuántos de ellos conocerán
el significado de palabras como nefelibata, ataraxia, limerencia, arrebol,
serendipia, inmarcesible, calistenia, mandrágora o conticinio?, por mencionar
algunas. Dejo la respuesta al albur de la imaginación de cada cual.
Pero
no es mi intención enfrascarme en diatribas semánticas o filosóficas porque lo
que deseo es situarme a pie de calle. Y para ello nada mejor que echar mano de
uno de esos preciosos vocablos a los que me refería: viandante. El DRAE
contempla tres acepciones para él. La primera alude a la persona que viaja a
pie; la segunda lo hace sinónimo de peatón (término más común en la
actualidad); y la tercera lo equipara con vagabundo, es decir, con la persona
que pasa la mayor parte del tiempo por los caminos. Viandante es palabra que me
parece campechana y amable, además de ser muy antigua en nuestras lenguas
romances. Tan es así que existen registros de ella desde el siglo XIII.
Posteriormente, aparece reseñada, por ejemplo, en el Diccionario latino-español, de Nebrija (1495), que la define como viator, viatoris. También se contempla, bajo la forma “viandant” en otras
lenguas romances como el occitano, el catalán, el portugués o el italiano.
Desde
que apareció sobre la Tierra el Homo
erectus o, lo que es lo mismo, desde hace dos millones de años, la
condición natural de los homínidos, y la de los propios humanos, es la de
viandantes. Todos somos seres que viajamos
a pie, peatones, o como se prefiera, de manera característica y diferencial a
como lo hacen la mayoría de las criaturas existentes. Bien es verdad que
siempre ha sido una ansiada aspiración de los humanos desplazarse con recursos que
remedan los característicos de otras especies, sea volando, nadando o propulsados
por motores o detonaciones, y cualesquiera otros. Hemos llevado hasta tal punto
la obsesión por utilizar modos extraordinarios para movernos que hoy en día
ejercitar la primigenia condición de viandantes se ha convertido en una
experiencia ciertamente arriesgada, particularmente en las ciudades y
poblaciones de alguna entidad.
Tan
es así que los municipios ya instalan en sus calles pasos de peatones
inteligentes, que funcionan con
sensores de presión y detectan a las personas que se acercan con intención
de cruzar, encendiendo en tal caso unas luces LED situadas en placas verticales
o sobre el asfalto, alertando a los
conductores para que paren y eviten atropellarlos. En otras ciudades, en
las que han proliferado percances graves provocados por el inadecuado proceder de
los peatones, la policía local sanciona con multas cuantiosas a quienes
atraviesan los pasos con el semáforo en rojo o transitan las vías por zonas no
habilitadas específicamente. Por otro lado, especialmente en los últimos y
críticos años, en pueblos y ciudades son patentes algunas zonas de tránsito pobladas
de indigentes que voluntaria e involuntariamente generan incidentes con los
viandantes. No es inhabitual verlos hacer sus necesidades en plena calle, ser
reprendidos por ello y, a partir de ahí, desencadenarse un rosario de
increpaciones, insultos, desavenencias, etc., que suelen concluir con la
intervención de las llamadas fuerzas del orden.
Hasta
hace relativamente poco tiempo, los conflictos que afectaban a los ciudadanos viandantes
se reducían prácticamente a estos esporádicos rifirrafes. Pero están surgiendo nuevas
formas de riesgo y conflictividad. Muchas de ellas ocasionadas por el uso
inadecuado de las aceras y otros espacios peatonales por parte de los
ciclistas, que están induciendo un cambio sustancial en el concepto de espacio
peatonal por la vía de los hechos .
La
crisis económica, la conciencia mediambiental y otras motivaciones han
impulsado la eclosión de una legión de nuevos usuarios de la bicicleta, con
poca o nula experiencia, que timoratos, por inexpertos en el uso de las nuevas
formas de movilidad, tienden a eludir los espacios que perciben como peligrosos,
sustituyendo las calzadas por las aceras en determinados tramos de sus
recorridos circulando por estas como si estuviesen en aquellas y viceversa. Es cierto que la mayoría de las ciudades no
están preparadas para acoger a estos nuevos actores de la movilidad, dado que
el trazado de los viales responde a ideas y comportamientos motorizados de
velocidades mayores, de la misma manera que hay que reconocer la escasa
sensibilidad de los demás actores para acoger a los nuevos vehículos. La realidad
es que, entre unos y otros, ejercer la vieja condición de viandante en muchas
de nuestras ciudades es una auténtica apuesta por el riesgo. Cada día suceden
multitud de atropellos causados por ciclistas, a veces con consecuencias
gravísimas. Y se criminaliza a estos como se reprochan los comportamientos de
los peatones, que pronto perderán, si es que no lo han hecho ya, su derecho a
deambular despistadamente por las aceras, so pena de invadir un carril bici y
ser víctimas de la impericia de algún ciclista inexperto o innecesariamente
veloz.
Debe
reconocerse que la incidencia de la movilidad en bicicleta es escasamente relevante
en conjunto del tráfico urbano, alcanzando tasas que apenas representan el 5 %
de los desplazamientos en el mejor de los casos. Pero al tráfico ciclista se
han añadido nuevas modalidades de desplazamiento mecanizado que invaden los
espacios tradicionalmente reservados a los viandantes. Monopatines, patinetes, magic wheel, sillas motorizadas,
motoristas, etc. Gentes sobre artilugios variopintos que han surgido en
cantidad y calidad; unos espontáneamente, otros al amparo de presuntas nuevas
concepciones de la vida ciudadana, como las smart
cities, o ciudades inteligentes.
En
fin, en estos tiempos las cosas corren que se las pelan. Y, por unas u otras
razones, ejercitar algo tan sencillo como la primigenia condición de viandante
se hace cada vez más complicado. Tal vez estamos más próximos de lo que creemos
a alcanzar las viejas aspiraciones de
Ícaro o de los hombres torpedo. Aunque lo consigamos saltando por los aires cualquier
soleada mañana, mientras paseamos distraídamente nuestra doliente osamenta por
una acera o por el sendero de un parque.
No hay comentarios:
Publicar un comentario