He
dicho más de una vez que hay ocasiones en las que sobran las palabras
porque las miradas son más que suficientes
para expresar el caudal de emociones y argumentaciones que
aúna a las personas y a las colectividades. Las miradas nunca mienten. Encuentros como el que
vivimos ayer son la demostración de lo que digo. Tres o cuatro personas
acodadas en la barra de un bar, dos más que se aproximan y, en un santiamén, como por arte de ensalmo, estalla un espontáneo cruce de miradas en tanto que un sinfín de gestos cómplices se
entrelaza con ruidosas exclamaciones. Nace así la propensión irrefrenable al
abrazo, eclosiona una cercanía ineludible que nos lleva a ceñir el preciado don de la amistad, uno de los tesoros que acoge la abigarrada y
corpórea geografía que exudamos la mayoría de quienes compartimos –empieza
a hacer ya muchos años– una parte importante de nuestro respectivo existir.
Apenas
se necesitan cuatro palabras, dos ocurrencias, un improperio y tres
chascarrillos para desencadenar un torrente de risas y complicidades, un raudal
de emociones, un arrollador revivir de recuerdos pretéritos, que no se ofrecen entre actitudes melancolicas y ñonas sino envueltos en papeles de celofán, transparentes, coloreados y variopintos, como
la vida misma, a la que remedan y con cuyos significados propician que nos reencontremos.
Cervecería Los maños, abril 2017 |
Ayer
fraguamos un nuevo reencuentro –que ya es el tercero– ante una mesa abundantemente
servida, en un local decoroso y amenizado por una sonora, abrupta y excesiva
clientela, que ejemplificaba a la perfección el eufórico, insensible e insolidario tropel
que circunstancialmente puebla los alrededores del Mercado Central los fines de
semana, para desdicha de su vecindario. Allí estuvimos una parte de quienes
nos conocimos en los años 80: Valeriano, Coronado, Fela, Pili, Consuelo,
Antonio, Amorós, Manolo y quien suscribe. Siete alumnos y dos profesores. Faltó
la mitad de aquella cohorte. Unos por razones de fuerza mayor, otros por
compromisos sobrevenidos. Algunos, los menos, no estaban porque sus entornos
vitales se tornaron divergentes y no hemos vuelto a encontrarlos. Incluso hubo quiénes no
estando allí, estuvieron. ¡Qué alegría escuchar, siquiera por teléfono, las
voces de Rafa y Eleuterio! Claro que estuvieron con nosotros, aunque fuese en
la distancia, Juana, Juan Manuel Cascales y José Manuel Bermúdez, el Fanta. También Mariángeles, desde su Almería pero siempre tan cercana. Todas y todos, corazones palpitando al unísono, sintonizados con el tiempo que compartimos tan
estrechamente cuando ellos estrenaban la adolescencia y nosotros nos afanábamos
en darles lo mejor que teníamos, empecinados como estábamos en hacerles
prosperar, en ayudarles a crecer y a convertirse en ciudadanos responsables y participativos en una
sociedad que estrenaba de nuevo la democracia, haciéndoles practicar la decencia, la
solidaridad y el civismo.
En aquel
precario e improvisado contexto que significó el desaparecido Colegio Ruperto Chapí cocinamos
el singular menú que paladeamos conjuntamente. Ellos, los muchachos y sus
familias, aportaron la sencillez y su disposición, su energía, su actitud, la
simplicidad de sus comportamientos, la precariedad de sus procedencias y sus
recursos, su generosidad. Nosotros ofrecimos cuanta dedicación y esfuerzo fuimos capaces de acopiar y, también, nuestro compromiso, saber profesional y afecto. En suma, lo que creíamos que eran los mejores ingredientes para ejercer el oficio de maestro.
Así fue, y creo que lo sigue siendo. Maestros y alumnos, alumnos y maestros.
Seres que conviven estrecha y apasionadamente en los reducidos territorios de las aulas. En esos precarios escenarios en los que, sorprendentemente y en poco tiempo, se echan
raigambres compartidas, se tejen relaciones y se conforman urdimbres que perduran indeleblemente
a lo largo de los años. Nada, ni los privativos escenarios familiares, ni las respectivas trayectorias personales, ni los
éxitos o sinsabores profesionales y vitales, atenúa el vigor de los vetustos vínculos y de las extremas
complicidades que los aseguran que, bien al contrario, las anécdotas, los desvaídos
recuerdos o las reinventadas pequeñas grandes aventuras de aquellos años mozos mantienen vivos en la memoria de cuantos fuimos sus protagonistas.
Si
fuese creyente os diría aquello de "¡Dios os bendiga!", pero como no lo soy, os
diré, simplemente: gracias, muchas gracias por hacerme feliz. Eso, salud y
felicidad es lo que os deseo a todas y a todos.
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