domingo, 9 de abril de 2017

Aquellos maravillosos años.

He dicho más de una vez que hay ocasiones en las que sobran las palabras porque las miradas son más que suficientes para expresar el caudal de emociones y argumentaciones que aúna a las personas y a las colectividades. Las miradas nunca mienten. Encuentros como el que vivimos ayer son la demostración de lo que digo. Tres o cuatro personas acodadas en la barra de un bar, dos más que se aproximan y, en un santiamén, como por arte de ensalmo, estalla un espontáneo cruce de miradas en tanto que un sinfín de gestos cómplices se entrelaza con ruidosas exclamaciones. Nace así la propensión irrefrenable al abrazo, eclosiona una cercanía ineludible que nos lleva a ceñir el preciado don de la amistad, uno de los tesoros que acoge la abigarrada y corpórea geografía que exudamos la mayoría de quienes compartimos empieza a hacer ya muchos años una parte importante de nuestro respectivo existir.

Apenas se necesitan cuatro palabras, dos ocurrencias, un improperio y tres chascarrillos para desencadenar un torrente de risas y complicidades, un raudal de emociones, un arrollador revivir de recuerdos pretéritos, que no se ofrecen entre actitudes melancolicas y ñonas sino envueltos en papeles de celofán, transparentes, coloreados y variopintos, como la vida misma, a la que remedan y con cuyos significados propician que nos reencontremos.

Cervecería Los maños, abril 2017
Como es costumbre en casi todas las tierras del mundo conocido, siempre existe un mostrador displicente que acoge generosamente los encuentros amistosos. Una mesa, más o menos grande, en la que se suelen preparar opíparos víveres que, paradójicamente y para su desdicha, suelen ser los grandes olvidados mientras duran las celebraciones. Muchos de ellos permanecen tal cual los dispusieron en fuentes, escudillas, platos y bandejas, ajenos a los diálogos y a las complicidades de los comensales y a los timoratos vaivenes de sus mandíbulas, huérfanos de un apetito sorprendentemente retraído. En estos casos interesa mucho más alimentar el espíritu que las tripas porque lo que realmente importa es aprovechar ese pequeño y fugaz resquicio de pocas horas, habilitado al hilo del mediodía, para tejer otra aventura colaborativa, que abone el flujo de los afectos y que alimente la supervivencia de nuestra ya vieja amistad.

Ayer fraguamos un nuevo reencuentro –que ya es el tercero– ante una mesa abundantemente servida, en un local decoroso y amenizado por una sonora, abrupta y excesiva clientela, que ejemplificaba a la perfección el eufórico, insensible e insolidario tropel que circunstancialmente puebla los alrededores del Mercado Central los fines de semana, para desdicha de su vecindario. Allí estuvimos una parte de quienes nos conocimos en los años 80: Valeriano, Coronado, Fela, Pili, Consuelo, Antonio, Amorós, Manolo y quien suscribe. Siete alumnos y dos profesores. Faltó la mitad de aquella cohorte. Unos por razones de fuerza mayor, otros por compromisos sobrevenidos. Algunos, los menos, no estaban porque sus entornos vitales se tornaron divergentes y no hemos vuelto a encontrarlos. Incluso hubo quiénes no estando allí, estuvieron. ¡Qué alegría escuchar, siquiera por teléfono, las voces de Rafa y Eleuterio! Claro que estuvieron con nosotros, aunque fuese en la distancia, Juana, Juan Manuel Cascales y José Manuel Bermúdez, el Fanta. También Mariángeles, desde su Almería pero siempre tan cercana. Todas y todos, corazones palpitando al unísono, sintonizados con el tiempo que compartimos tan estrechamente cuando ellos estrenaban la adolescencia y nosotros nos afanábamos en darles lo mejor que teníamos, empecinados como estábamos en hacerles prosperar, en ayudarles a crecer y a convertirse en ciudadanos responsables y participativos en una sociedad que estrenaba de nuevo la democracia, haciéndoles practicar la decencia, la solidaridad y el civismo.

En aquel precario e improvisado contexto que significó el desaparecido Colegio Ruperto Chapí cocinamos el singular menú que paladeamos conjuntamente. Ellos, los muchachos y sus familias, aportaron la sencillez y su disposición, su energía, su actitud, la simplicidad de sus comportamientos, la precariedad de sus procedencias y sus recursos, su generosidad. Nosotros ofrecimos cuanta dedicación y esfuerzo fuimos capaces de acopiar y, también, nuestro compromiso, saber profesional y afecto. En suma, lo que creíamos que eran los mejores ingredientes para ejercer el oficio de maestro.

Así fue, y creo que lo sigue siendo. Maestros y alumnos, alumnos y maestros. Seres que conviven estrecha y apasionadamente en los reducidos territorios de las aulas. En esos precarios escenarios en los que, sorprendentemente y en poco tiempo, se echan raigambres compartidas, se tejen relaciones y se conforman urdimbres que perduran indeleblemente a lo largo de los años. Nada, ni los privativos escenarios familiares, ni las respectivas trayectorias personales, ni los éxitos o sinsabores profesionales y vitales,  atenúa el vigor de los vetustos vínculos y de las extremas complicidades que los aseguran que, bien al contrario, las anécdotas, los desvaídos recuerdos o las reinventadas pequeñas grandes aventuras de aquellos años mozos mantienen vivos en la memoria de cuantos fuimos sus protagonistas.

Si fuese creyente os diría aquello de "¡Dios os bendiga!", pero como no lo soy, os diré, simplemente: gracias, muchas gracias por hacerme feliz. Eso, salud y felicidad es lo que os deseo a todas y a todos.

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