martes, 18 de abril de 2017

Horizonte 2050.

Sabemos que los economistas son una especie de versión instruida de los antiguos visionarios. En cierto modo, son los nuevos iluminados, en tanto que adivinadores del futuro. Hace muchos años que estos chamanes ilustrados, supuestamente especializados en descifrar el sentido de los ires y venires de la Economía, alertan a los agentes sociales, a las instituciones, a los gobiernos y a la ciudadanía, del futuro que se avecina, de lo que acaecerá inevitablemente si no se actúa sobre determinadas cosas.

Uno de esos insignes gurús, con especial predicamento, es Robert Skidelsky, el mejor biógrafo del célebre John M. Keynes y, quizá por ello, uno de los más fervientes creyentes en una de sus profecías, aquella que aseguraba, allá por los años treinta del pasado siglo, que sus nietos trabajarían quince horas semanales en lugar de las sesenta o setenta que debían completar los trabajadores de entonces.

Concuerdo con Skidelsky en que la tecnologización del mundo se está produciendo a una velocidad vertiginosa, infinitamente mayor que la propagación de cualquier avance tecnológico anterior, siendo por ello mucho más destructiva que las innovaciones acontecidas a lo largo y ancho de la historia de la humanidad. Para explicarlo tomaré prestado un ejemplo del mencionado economista. Asegura, y creo que tiene razón, que la aparición del coche o del ferrocarril significó una mejora muy importante para la movilidad de las personas porque supuso un adelanto espectacular respecto a las posibilidades que ofrecía la utilización de la fuerza de los animales. Ahora bien, este avance era justa y solamente eso, un significativo progreso propiciado por un nuevo sistema de transporte que se reveló mucho más eficiente para rentabilizar la actividad humana. Pero lo que ahora sucede es diferente. Hoy la inteligencia artificial ha conseguido computarizar, además de cuantiosísimos trabajos escasamente cualificados, ingentes cantidades del denominado “empleo cognitivo”, es decir, de las capacidades que proveen de contenido a muchas de las ocupaciones que desempeñan las clases medias, que en pocos años serán plenamente automatizables. Dicho de otro modo, se han disipado los obstáculos para mecanizar muchas de las tareas –poco cualificadas y muy cualificadas– que han constituido la esencia del trabajo desempeñado por decenas y decenas de generaciones a lo largo de la historia.

Así de rotunda es la nueva situación: la tecnología se ha revelado como un artificio excepcional para destruir empleo y para generar nuevos condicionamientos económicos que, en los próximos años, afectarán tanto a los desempeños profesionales como a las relaciones laborales, e incluso al ordenamiento estructural de la sociedad. En cierto modo, está sucediendo algo parecido a lo que ocurrió en otras épocas. Se avecina un crecimiento exponencial del desempleo, que de hecho ya se está manifestando, solapándose y confundiéndose con los efectos de la última crisis económica, pero que irá mucho más allá de su conclusión. Probablemente estemos viviendo el inicio de una tendencia de destrucción del empleo formidable, que alcanzará una intensidad y dimensiones jamás experimentadas antes en la historia de la humanidad. Y con una diferencia, que es a la vez una dificultad añadida, que las viejas recetas para reconducir la situación ya no sirven. La historia demuestra que la sociedad ha resuelto las grandes crisis del desempleo fundamentalmente con dos recursos: las guerras o la emigración de millones de personas a territorios por colonizar, llámense Sudamérica, Norteamérica o Australia. El problema es que esos lugares mínimamente habitables, y por tanto susceptibles de poblarse con legiones de desocupados, escasean en la Tierra. Se dirá que los astrónomos nos sorprendían hace unas semanas con el descubrimiento de nuevas estrellas y planetas, que se presume que pueden remedar las condiciones terrestres y que, por tanto, serían susceptibles de ser poblados por humanos. Sin negar que ello sea una eventualidad verosímil, todavía deben transcurrir unas cuantas décadas para que se convierta en una realidad plausible. Sin embargo, la revolución tecnológica ya está aquí, haciendo su trabajo, tan imparable como incapaz de esperar los años necesarios para descubrir definitivamente y comprobar que esos hipotéticos nuevos territorios pueden acoger a las víctimas de la desocupación, del cambio climático, o de ambas cosas, para que reorienten o reinventen sus vidas en ellos.

Frente a una realidad tan categórica, Skidelsky lanza una idea que me parece interesante: ¿por qué no ralentizar la tecnologización? Al fin y al cabo, ¿qué prisa tenemos?, se pregunta. Y añado, efectivamente, ¿qué urgencia tenemos en autodestruirnos, en declararnos inútiles absolutos, o en convertirnos en los nuevos parias de la tierra? Se me dirá que la evolución de la humanidad es imparable, que las personas somos insaciables, que no renunciamos a nada de lo conseguido o de lo que ansiamos lograr, que esto no tiene remedio, etc., etc. Se dirá que el trabajo a cambio de un salario es la forma canónica de articular las relaciones laborales y que la aspiración de cualquiera es ganar cada vez más para lograr tener más. Naturalmente, replicaré que esa es la lógica de la sociedad consumista impulsada por el capitalismo de última generación, que en la penúltima pirueta de su paroxismo conduce a que algunos de sus principales beneficiarios no sepan ni siquiera los recursos poseen.

Obviamente, semejante dislate puede combatirse desde diferentes perspectivas. Quizá la más sencilla, y a la vez menos aparentemente revolucionaria, sea aquella que enuncia este interrogante: ¿por qué no reinventar una nueva “sociedad del trabajo y del ocio”, en la que vivir con menores recursos pero con mayor felicidad? O, dicho de otro modo, ¿por qué no repartir una ocupación crecientemente menguante, trabajar y cobrar menos, y recuperar e inventar formas de disfrute vital alternativas al feroz consumismo, que sean compatibles con ritmos de vida naturalizados y con actitudes y comportamientos respetuosos con el desarrollo sostenible, sin comprometer los derechos y la satisfacción de las necesidades propios y los de las futuras generaciones? 

Lo que se plantea a continuación es cómo financiar esta nueva perspectiva vital que combina el desarrollo sostenible con las nuevas formas de redistribución del trabajo y de la riqueza. Evidentemente, el punto de partida no puede ser otro que la gravedad de que lo que está en juego, es decir, la supervivencia de todos, inclusive la de quiénes lo poseen casi todo. Y ellos lo saben. Y por eso, cada vez resuenan con mayor intensidad en los mentideros económicos las propuestas para asegurar una renta básica universal, que emerge como un complemento imprescindible de los componentes fundamentales de la sociedad del bienestar (salud, educación, derechos sociales) que se acompaña de la propuesta de una jornada laboral de 15 horas semanales (que refrenda vieja profecía keynesiana).

Sé que cuanto antecede podría encuadrarse en el llamado “decrecentismo económico” de la izquierda ecologista que, por cierto, poco a poco va siendo más común entre las gentes de Silicon Valley, donde muchos insignes ingenieros retoman y transforman ciertas ideas de los sesenta, asegurando que hoy la tecnología puede hacer que consumamos menos recursos, que se produzcan menos emisiones contaminantes, que la mayoría de los bienes se fabriquen solos y que los precios de los productos bajen enormemente. En definitiva, la tecnología puede conseguir que aumente nuestra calidad de vida y que, paradójicamente, nuestras necesidades de trabajo vayan poco a poco tendiendo a cero.

Naturalmente, hay mucho que debatir, pero resuenan con intensidad las voces en torno a un mismo axioma: si los robots acaban con parte de los empleos y muchos de los parados no consiguen volver al mercado laboral, la implantación de una renta básica es una opción que, como poco, debe tomarse en consideración. Mucho que debatir, desde luego. Eso sí, sin pretendidos monopolios doctrinales por parte de los economistas. La política (con mayúsculas) y los ciudadanos tenemos mucho que decir y que hacer al respecto.

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