Sabemos
que los economistas son una especie de versión instruida de los antiguos
visionarios. En cierto modo, son los nuevos iluminados, en tanto que
adivinadores del futuro. Hace muchos años que estos chamanes ilustrados,
supuestamente especializados en descifrar el sentido de los ires y venires de
la Economía, alertan a los agentes sociales, a las instituciones, a los
gobiernos y a la ciudadanía, del futuro que se avecina, de lo que acaecerá
inevitablemente si no se actúa sobre determinadas cosas.
Uno
de esos insignes gurús, con especial predicamento, es Robert Skidelsky, el
mejor biógrafo del célebre John M. Keynes y, quizá por ello, uno de los más
fervientes creyentes en una de sus profecías, aquella que aseguraba, allá por los
años treinta del pasado siglo, que sus nietos trabajarían quince horas
semanales en lugar de las sesenta o setenta que debían completar los
trabajadores de entonces.
Concuerdo
con Skidelsky en que la tecnologización del mundo se está produciendo a una
velocidad vertiginosa, infinitamente mayor que la propagación de cualquier avance
tecnológico anterior, siendo por ello mucho más destructiva que las
innovaciones acontecidas a lo largo y ancho de la historia de la humanidad. Para
explicarlo tomaré prestado un ejemplo del mencionado economista. Asegura, y creo
que tiene razón, que la aparición del coche o del ferrocarril significó una
mejora muy importante para la movilidad de las personas porque supuso un
adelanto espectacular respecto a las posibilidades que ofrecía la utilización de
la fuerza de los animales. Ahora bien, este avance era justa y solamente eso, un significativo progreso propiciado por un nuevo sistema de
transporte que se reveló mucho más eficiente para rentabilizar la actividad
humana. Pero
lo que ahora sucede es diferente. Hoy la inteligencia artificial ha conseguido computarizar, además de cuantiosísimos trabajos escasamente cualificados, ingentes cantidades del denominado “empleo cognitivo”, es decir, de las
capacidades que proveen de contenido a muchas de las ocupaciones que desempeñan las clases medias, que en pocos años serán plenamente automatizables. Dicho de
otro modo, se han disipado los obstáculos para mecanizar muchas de las
tareas –poco cualificadas y muy cualificadas– que han constituido la esencia del
trabajo desempeñado por decenas y decenas de generaciones a lo largo de la
historia.
Así
de rotunda es la nueva situación: la tecnología se ha revelado como un artificio
excepcional para destruir empleo y para generar nuevos condicionamientos económicos
que, en los próximos años, afectarán tanto a los desempeños profesionales como
a las relaciones laborales, e incluso al ordenamiento estructural de la
sociedad. En cierto modo, está sucediendo algo parecido a lo que ocurrió en otras
épocas. Se avecina un crecimiento exponencial del desempleo, que de hecho ya se está manifestando,
solapándose y confundiéndose con los efectos de la última crisis económica,
pero que irá mucho más allá de su conclusión. Probablemente estemos viviendo el inicio de una
tendencia de destrucción del empleo formidable, que alcanzará una intensidad y dimensiones jamás
experimentadas antes en la historia de la humanidad. Y con una diferencia, que
es a la vez una dificultad añadida, que las viejas recetas para reconducir la
situación ya no sirven. La historia demuestra que la sociedad ha resuelto las grandes
crisis del desempleo fundamentalmente con dos recursos: las guerras o la emigración de millones
de personas a territorios por colonizar, llámense Sudamérica, Norteamérica o
Australia. El problema es que esos lugares mínimamente habitables, y por tanto
susceptibles de poblarse con legiones de desocupados, escasean en la Tierra. Se
dirá que los astrónomos nos sorprendían hace unas semanas con el descubrimiento
de nuevas estrellas y planetas, que se presume que pueden remedar las condiciones
terrestres y que, por tanto, serían susceptibles de ser poblados por humanos. Sin
negar que ello sea una eventualidad verosímil, todavía deben transcurrir unas
cuantas décadas para que se convierta en una realidad plausible. Sin embargo,
la revolución tecnológica ya está aquí, haciendo su trabajo, tan imparable como
incapaz de esperar los años necesarios para descubrir definitivamente y comprobar que esos
hipotéticos nuevos territorios pueden acoger a las víctimas de la desocupación,
del cambio climático, o de ambas cosas, para que reorienten o reinventen sus vidas en ellos.
Frente
a una realidad tan categórica, Skidelsky lanza una idea que me parece
interesante: ¿por qué no ralentizar la tecnologización? Al fin y al cabo, ¿qué
prisa tenemos?, se pregunta. Y añado, efectivamente, ¿qué urgencia tenemos en
autodestruirnos, en declararnos inútiles absolutos, o en convertirnos en los
nuevos parias de la tierra? Se me dirá que la evolución de la humanidad es
imparable, que las personas somos insaciables, que no renunciamos a nada de lo
conseguido o de lo que ansiamos lograr, que esto no tiene remedio, etc., etc.
Se dirá que el trabajo a cambio de un salario es la forma canónica de articular
las relaciones laborales y que la aspiración de cualquiera es ganar cada vez
más para lograr tener más. Naturalmente, replicaré que esa es la lógica de la
sociedad consumista impulsada por el capitalismo de última generación, que en
la penúltima pirueta de su paroxismo conduce a que algunos de sus principales beneficiarios
no sepan ni siquiera los recursos poseen.
Obviamente,
semejante dislate puede combatirse desde diferentes perspectivas. Quizá la más
sencilla, y a la vez menos aparentemente revolucionaria, sea aquella que enuncia este interrogante: ¿por qué no reinventar una nueva “sociedad del trabajo y del
ocio”, en la que vivir con menores recursos pero con mayor felicidad? O, dicho
de otro modo, ¿por qué no repartir una ocupación crecientemente menguante,
trabajar y cobrar menos, y recuperar e inventar formas de disfrute vital
alternativas al feroz consumismo, que sean compatibles con ritmos de vida naturalizados
y con actitudes y comportamientos respetuosos con el desarrollo sostenible, sin
comprometer los derechos y la satisfacción de las necesidades propios y los de las
futuras generaciones?
Lo que se plantea a continuación es cómo financiar esta nueva perspectiva vital que combina
el desarrollo sostenible con las nuevas formas de redistribución del trabajo y de la riqueza. Evidentemente, el punto de partida no puede ser otro que la gravedad de que lo que está en juego, es decir, la supervivencia de todos,
inclusive la de quiénes lo poseen casi todo. Y ellos lo saben. Y por eso, cada vez
resuenan con mayor intensidad en los mentideros económicos las propuestas para
asegurar una renta básica universal, que emerge como un complemento
imprescindible de los componentes fundamentales de la sociedad del bienestar (salud,
educación, derechos sociales) que se acompaña de la propuesta de una jornada
laboral de 15 horas semanales (que refrenda vieja profecía keynesiana).
Sé
que cuanto antecede podría encuadrarse en el llamado “decrecentismo económico” de la izquierda ecologista que, por
cierto, poco a poco va siendo más común entre las gentes de Silicon Valley, donde muchos
insignes ingenieros retoman y transforman ciertas ideas de los sesenta, asegurando que hoy la
tecnología puede hacer que consumamos menos recursos, que se produzcan menos emisiones contaminantes, que la mayoría
de los bienes se fabriquen solos y que los precios de los productos
bajen enormemente. En definitiva, la tecnología puede conseguir que aumente nuestra calidad
de vida y que, paradójicamente, nuestras
necesidades de trabajo vayan poco a poco tendiendo a cero.
Naturalmente,
hay mucho que debatir, pero resuenan con intensidad las voces en torno a un
mismo axioma: si los robots acaban con parte de los empleos y muchos de los parados no consiguen volver al
mercado laboral, la implantación de una renta básica es una opción que,
como poco, debe tomarse en consideración. Mucho que debatir, desde luego. Eso sí,
sin pretendidos monopolios doctrinales por parte de los economistas. La política (con mayúsculas)
y los ciudadanos tenemos mucho que decir y que hacer al respecto.
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