El
viernes, 28 de abril, fiesta de San Vital, patrón de la Rávena de
Teodorico, amaneció torvo y oscuro.
Alfonso era el anfitrión, y como tal ofició. Encantador y húmedo recibimiento
en su casa de Benilloba: fabes acabadetes
de collir, sobrassada de la bona, hueva de tonyina, ni blaneta ni encostrada,
cerveseta i bon vi… Más allá de paladear en el breve almuerzo tan
magníficas y apetitosas viandas, ante todo, tres virtudes de la casa: hospitalidad,
afecto y amistad. Manjares impagables.
De
una casa pasamos a la de al lado, no sin antes saludar a Alfonso junior y a su
abuela, y a Alicia, su inseparable compañera. Todo ello con permiso de Sacha, un airedale terrier tan educado que no aparenta ser can. Los cuatro forzosamente
aherrojados en una templada estancia, al amparo de las inclemencias
atmosféricas, por mor de este día insolente y gris, intruso en la primavera. Apenas
docena y media de pasos sirvieron para atravesar, tan apresurada como
inmerecidamente, la planta baja de una magnífica morada, la de los padres de
Paqui, colindante a la casa que habita Maria Català, que queríamos ver para
admirar el valioso legado de Pepe Julià. Dos excepcionales hogares, con mérito
sobrado para exigir ser recorridos con despaciosidad y atención, atributos ambos
de los que carecíamos quienes los transitábamos.
Casa museu de Pepe Julià i Maria Català |
Todos
los días son diferentes. El de anteayer fue uno de esos que parecen hechos ex
profeso para recorrer caminos angostos y sinuosos, de los que se parecen a los senderos
de tierra apelmazados por el transcurso del tiempo y los rigores del clima. Esos que secularmente han compactado los chapines, abarcas y borceguíes
de los humanos y las herraduras de las bestias, que a veces, inesperadamente, nos llevan al corazón de la tierra
y nos empujan a perdernos imaginariamente entre las oquedades que deja la niebla
en la maraña que perfilan arboledas y matojos. Sugerentes sendas y
atajos que galantemente nos ofrecen el disfrute de las fuentes, manantiales,
runares y selvas que se desparraman generosamente en sus rebordes.
Sí, el viernes fue día propicio para entretener la mirada en esos pagos, para imaginar largos y remotos caminos, desgalichados y desvaídos en su trazado por las nubles bajas, que abrazaban la montaña y que desvelaban el olvido de los antiguos y obligados caminantes, y también la reverencia escasamente hacendosa que les profesan los nuevos y voluntariosos andarines. Ahí continúan, impertérritos, en sus inconfundibles tálamos, garabateando caprichosamente con sus aristas las vertientes de las imponentes moles calcáreas que cincelan el añil que remata nuestros primaverales paisajes.
Volvíamos ascendiendo la insustancial carretera que lleva desde Alcoleja a Sella a través del Port dels Tudons. La Vila era el destino de Tomás y nosotros sus acompañantes. Todavía henchidos –pese a consumir el relajo que nos proporcionaron las postreras copas y canciones– de la opípara e interminable comida que descerrajamos en el bar Aitana, admirábamos con ojos como platos la riqueza paisajística que se ofrecía a ambos lados de la carretera. Observábamos atónitos las reliquias que dejó la laboriosa vida de quienes domeñaron con su esfuerzo estos escarpados territorios, preñados de riscos y muelas, de barrancos y vertientes imposibles, que conquistaron para la supervivencia.
Apenas habíamos rebasado el Port dels Tudons y emprendido el abrupto descenso, perdida la mirada en los oscuros barrancos, antes de que se revelara el horizonte que anuncia la mar cada mañana con el despuntar del día, acordonado entre los mil recodos y arrullado por el imaginario canto de inexistentes ruiseñores y cardelinas, adulterado por el runrún del motor del vehículo que conducía Pascual, me perdí definitivamente. Llevado de mi propio frenesí, me adentré en el sendero que sugería una rama torcida del arbusto que empavesaba el penúltimo recodo del camino. Allí descubrí una oquedad portentosa por la que accedí a un paraíso perdido, habitado por las hadas y los duendes que alimentan la infinita curiosidad y la capacidad de sorprenderse que tienen los niños, y la imprescindible magia de la vida, que esta tarde noche me enseñaron dos viejos amigos: Gloria Fuertes y Miguel Hernández. Armado con el valor que me infundieron, me disfracé de vate y me imaginé junto a ellos –vaya atrevimiento el mío– y, aunque en arte menor, aquí os dejo, amigos, este pequeño homenaje.
Sí, el viernes fue día propicio para entretener la mirada en esos pagos, para imaginar largos y remotos caminos, desgalichados y desvaídos en su trazado por las nubles bajas, que abrazaban la montaña y que desvelaban el olvido de los antiguos y obligados caminantes, y también la reverencia escasamente hacendosa que les profesan los nuevos y voluntariosos andarines. Ahí continúan, impertérritos, en sus inconfundibles tálamos, garabateando caprichosamente con sus aristas las vertientes de las imponentes moles calcáreas que cincelan el añil que remata nuestros primaverales paisajes.
Volvíamos ascendiendo la insustancial carretera que lleva desde Alcoleja a Sella a través del Port dels Tudons. La Vila era el destino de Tomás y nosotros sus acompañantes. Todavía henchidos –pese a consumir el relajo que nos proporcionaron las postreras copas y canciones– de la opípara e interminable comida que descerrajamos en el bar Aitana, admirábamos con ojos como platos la riqueza paisajística que se ofrecía a ambos lados de la carretera. Observábamos atónitos las reliquias que dejó la laboriosa vida de quienes domeñaron con su esfuerzo estos escarpados territorios, preñados de riscos y muelas, de barrancos y vertientes imposibles, que conquistaron para la supervivencia.
Apenas habíamos rebasado el Port dels Tudons y emprendido el abrupto descenso, perdida la mirada en los oscuros barrancos, antes de que se revelara el horizonte que anuncia la mar cada mañana con el despuntar del día, acordonado entre los mil recodos y arrullado por el imaginario canto de inexistentes ruiseñores y cardelinas, adulterado por el runrún del motor del vehículo que conducía Pascual, me perdí definitivamente. Llevado de mi propio frenesí, me adentré en el sendero que sugería una rama torcida del arbusto que empavesaba el penúltimo recodo del camino. Allí descubrí una oquedad portentosa por la que accedí a un paraíso perdido, habitado por las hadas y los duendes que alimentan la infinita curiosidad y la capacidad de sorprenderse que tienen los niños, y la imprescindible magia de la vida, que esta tarde noche me enseñaron dos viejos amigos: Gloria Fuertes y Miguel Hernández. Armado con el valor que me infundieron, me disfracé de vate y me imaginé junto a ellos –vaya atrevimiento el mío– y, aunque en arte menor, aquí os dejo, amigos, este pequeño homenaje.
Auca de los amigos
que en la mar coincidimos
venidos de cien postigos,
de los que humildes partimos.
Cada cual con su por qué,
cada uno con su historia,
todas, vidas que encontré
de manera aleatoria
Pese a gozarlo felices
fue tiempo de azulete y sal,
de pavor y cicatrices
por culpa de un general
Pronto aprendimos a ver
las cosas de otra manera
y a interesarnos por ser
astillas de otra madera.
Nos inculcaron las ciencias,
la música y la religión
con pueriles naderías,
sin seso ni imaginación
Hubo próceres más doctos
que destaparon esencias
con discursos ortodoxos
y avezadas experiencias.
Cultivábamos las mentes
y ensanchábamos los cuerpos
practicando los deportes,
sin desdeñar otros fueros.
De la empollada al guateque
se esfumaban las semanas,
apenas en un periquete
cundieron las desbandadas.
Casi todos emprendimos,
con suerte contradictoria,
el oficio que aprendimos
con menos pena o más gloria.
Y así transcurrían los años,
cada cual en su camino.
A veces con desengaños,
otras forzando el destino.
Fue la necesidad virtud
al navegar los desvelos.
Encontramos la quietud
en los años venideros
Bendigo que todavía
perviva nuestra amistad,
y, a la vez, me descojona
disfrutarla de verdad.
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