Hay
días que no resulta nada fácil ejercitar el oficio de cronista que hace algunos
años cayó en mis manos. En cierta manera, todo sucedió por arte de
birlibirloque, aunque no fue ajeno a ello ni vuestra intencionada complicidad
ni mi connivente aceptación. En días como hoy, en los que me incomoda la
espesura del pensamiento, solo me anima a persistir en la escritura la
convicción de que debe contarse la historia que se quiere compartir, porque al
fin y al cabo es lo que realmente importa. Me obliga más, si cabe, la posición
ventajosa que supone contrastar que en cada uno de los encuentros surge un caudal
argumental más que suficiente para trabar un relato generalmente más que
aceptable. Juego, además, con la ventaja de saber que la crónica por escribir, no
importa lo afortunada o infausta que resulte, concitará el interés de un público
incondicional, como el que vosotros conformáis. Por tanto, ¿qué os puedo decir?
La certeza de encontrar lectores no tiene precio para quien escribe porque si pocas
veces hablamos con nosotros mismos –excepción sea hecha de quienes han
alcanzado el monacato, la santidad o la beatitud–, todavía son menos los que escriben
para sí. Es más, aún en el caso de que no fuese así, que lo es, yo seguiría
escribiendo, porque tengo el convencimiento de que todas y cada una de nuestras
historias merecen ser contadas y preservarse del olvido, de la misma manera que
constituyen acicates para redactar las siguientes.
Tenía
razón quien dijo aquello de que cuando un tema atrapa la atención del que escribe no debe someterse a la duda. Aunque
existan días en los que se aborrezca reflexionar sobre las cosas que interesan,
preocupan o emocionan, son muchos más aquellos en los que se celebra haberse
ocupado en ellas. Porque quienes escribimos sabemos que la indolencia o el
bloqueo son gajes del oficio, que no representan otra cosa que la constatación
de que nos tomamos en serio la tarea. Y ello obliga en ocasiones a tomar aire, a
poner distancia, que también es una forma de escribir, como lo es volver sobre las
voces de los maestros y oírlas atentamente. Y no solo eso. Intentar escribir,
narrar o hacer crónicas significa, también, mirar al mundo que nos circunda, el
inmediato y el remoto, con insaciable curiosidad, recorriendo y desbrozando el sinuoso
camino que solo contadas veces conduce al encuentro con una voz genuina. El itinerario
que exploro con estas modestas aportaciones solo aspira a intentar poner rostro
y sentimiento al efímero repertorio de lo cotidiano, siempre desde la
presunción de que vosotros, cuando las leéis, también anheláis algo más que atragantaros
con las anécdotas que en ellas se cuentan.
Los
caminos convergían este 29 de noviembre en Benilloba, nuestro lugar de destino,
que decidimos como alternativa a Agres por imperativos sobrevenidos a Elías, el
anfitrión inicialmente acordado. Hace años que, motivado por mi amistad con
Alfonso y con otros paisanos suyos, leí una tesis doctoral que compuso sobre la
localidad en los años noventa Ana
Sanz de Bremond y Mayans, rotulándola Benilloba
morisca y cristiana: historia de una evolución social, cuya lectura
recomiendo. Un sesudo trabajo sobre la historia de la localidad, con especial
incidencia en el origen y desarrollo del señorío desde la era morisca hasta
finales de la Edad Moderna. Orillaré los detalles de ese profundo estudio sobre
el secular señorío de los Condes de Aranda y Revillagigedo para rememorar una simple
anécdota, recogida en sus páginas, que es aportación de J. Domenech
Boronat y que incluyó la Revista de las fiestas de Benilloba del año 1989 con
el título El Rey Lobo: ¿origen de
Benilloba? En este trabajo, el autor sugiere que el nombre de la localidad
podría llegar a explicarse acudiendo a una leyenda, según la cual procedería de
“hijos del lobo o de la loba”. Pues cuentan que, hacia finales del siglo XI,
cuando procedentes del norte de África los almorávides llegaron a la península
ibérica, avanzando desde el sur hacia el norte, fueron derrotando a su paso a cuantos
se les oponían. No escaseaban las cuadrillas y partidas que lucharon
valientemente contra estos integristas y norteafricanos monjes-soldados, a
quienes habían acudido los dignatarios de las taifas de Sevilla y Badajoz para
intentar unificar nuevamente los territorios del Al-Andalus. Uno de
los más destacados caudillos locales protagonistas de estos enfrentamientos, un
tal Abu Allah Muhamad Ibn Mardanis Ben Hud, al que su arrojo en las batallas le
valió el sobrenombre de Rey Lobo,
parece que fue quien dio nombre al lugar. Sobre él ha escrito el referido cronista
lo siguiente: Temido por sus enemigos,
querido y loado por sus partidarios y amigos, amado y enaltecido por las
mujeres, y tras sus victorias benevolente con los cautivos. Fue amigo de los
cristianos y apreciaba mucho a sus mandos, por los que sentía un gran respeto,
y al igual que sus antepasados pactaba con ellos pagándoles frecuentemente
tributos, evitando con ello conflictos bélicos, que causaban infinidad de
muertes vanas. Parece que este caudillo solía residir en Dénia y en el
castillo del Benicadell, desde donde organizaba las partidas que recorrían estas
montaraces comarcas. La leyenda asegura que dio a una de las alquerías
dependientes de Penáguila –quizá con la intención de cederla en herencia
a uno de sus sucesores– el nombre de “Beni” (hijos de), al que añadiría su apodo
bélico “Lobo”, componiendo así una expresión que bien pudo ser “Beni-Lobo”, que
con el tiempo pasó a ser “Ben a Loba”, nombre que ya aparece registrado en los
documentos fundacionales de la posterior Baronía.
Así
pues, larga es la historia de esta localidad, como notorios son sus recursos
naturales y afamadas sus fiestas de moros y cristianos que protagonizan tres
filás: Moros del Castillo, Cristianos de La Palmera y Moros del Arrabal. Para disfrute de
todos, Alfonso nos ha introducido hoy en el local social de la suya, que es la
última mencionada. Pero no adelantemos acontecimientos. Era poco más del
mediodía cuando Tomás, Pascual, Sofo y quién suscribe entrábamos en su casa.
Pocos minutos después llegaba la expedición procedente de los Valles del
Vinalopó, mermada hoy de efectivos e integrada por los dos Antonios, pues Luis
no podía concurrir y Elías decidió hacerlo a última hora, desplazándose
autónomamente y presentándose poco después, justo cuando concluíamos la visita
al taller que ha montado Alfonso en el sótano. Una instalación amplia y bien
dotada de utillaje en la que desarrolla uno de sus hobbies, el trabajo con la
madera. Lo mismo aborda la construcción de maceteros, pérgolas, armarios u
objetos decorativos, que la emprende con el torno, confeccionando con tablones
y troncos de árboles variopintos (olivo, nogal, enebro rojo, cerezo…)
espléndidas piezas de ebanistería que son un portento de delicadeza y
sensibilidad. Objetos que no solo decoran su casa, sino que nos regala a sus
amigos y que, en mayor medida, ofrece para que se subasten en el Hospital La
Fe, de Valencia, contribuyendo a sufragar el mantenimiento de una asociación de
ayuda a los enfermos.
Concluida
la breve visita, y obviando nuevamente las normas instituidas, Alfonso y Paqui han
dispuesto un espléndido piscolabis a base de una magnífica coca de mollitas
(obra de la anfitriona), sendos platos de jamón y queso (este último rematado
con porciones de dulce de membrillo, también casero), lonchas de sobrasada bien
curada y unas raciones de hueva y mojama. Todo ello acompañado de “pa torrat”
regado con aceite sin filtrar, de primera prensada, acabado de elaborar con
aceitunas alfafarencas, blanquetas y alguna otra variedad autóctona. Un aliño
memorable para unos manjares que se han regado con quintos de Estrella de
Galicia y una botella de Monte Real, reserva de 2014, que no
desmerecieron.
Liquidado
el aperitivo hemos iniciado un pequeño recorrido por las calles del pueblo. Un
día espléndido y una inusual temperatura invitaban a deambular al aire libre.
Alfonso nos ha enseñado y explicado los pormenores de algunos de los lugares
más relevantes antes de que nos introdujésemos en el local de su filá para
emprenderla con el almuerzo. Tampoco se echó a faltar en este caso un generoso
aperitivo a base de tostas de queso con pimiento rojo asado a la leña,
“esclatasangs” a la plancha, calamar a la andaluza, tapas de “magre i fetge”, y
las singulares “coques fregides” acompañadas de anchoas y queso fresco. Una
excelente ensalada de tomate con olivas partidas ha sido la antesala del plato
principal, que era “arròs al forn”. Una especialidad de excelente sabor cuyo
emplatado se dilató excesivamente, desluciendo un tanto la textura del grano.
Unos dulces domésticos y variados han puesto remate dignísimo a una comida
casera, sabrosa y abundante, que se dispensó a excelente precio.
Un
nuevo corto paseo nos devolvió a la terraza de la casa de Alfonso y Paqui,
donde estaba previsto que hiciésemos la sobremesa. Allá se ha dispuesto una más
que selecta bodega, que además de las libaciones habituales, incorporaba sendas
variedades de herbero, como no podía ser de otro modo, estando como estábamos
en la Montaña alicantina. Antonio Antón había preparado con esmero una escaleta
variadísima, que satisfizo a todos los concurrentes y que incluía viejas
melodías como Judy con disfraz (Los
salvajes), La caza (Juan y Junior), Eva María (Fórmula V), La escoba (Los Sirex), Todo tiene su fin (Módulos), Volver (Carlos Gardel), concluyendo la
serenata con Que tinguem sort, de
Lluis Llach, que empieza a ser casi el himno oficial de estos encuentros. Antes
de abandonar la casa de nuestros amigos, los abrazos y los mejores deseos
sellaron la despedida de otra jornada memorable.
Inmediatamente,
unos enfilaron hacia el oeste, mientras otros lo hacíamos en sentido contrario.
Se apagaban las luces del día cuando, tras atravesar Benasau, encarábamos los
primeros repechos de la CV-770 antes de entrar en Alcolecha. Pascual conducía
serena y expertamente un vehículo que se encaramaba a las rampas de la Aitana para
alcanzar el Port dels Tudons y comenzar
el vertiginoso descenso, zigzagueando una ínfima carretera cuyo trazado
transcurre paralelo al río Sella hasta la localidad a la que da nombre. Las
canciones de amor que incluye “La fuerza del corazón”, el primer disco de la
colección “EL PAÍS de música”, que editó el diario homónimo en 2014, nos
acompañaron en un espléndido deslizamiento, que nos permitió ver en el horizonte
la imagen de la Luna creciente con Venus a su vera. Escenarios portentosos e
inspiradores, que estimulan la imaginación y el recuerdo de algunas de las viejas
leyendas que aluden a estos parajes, muy particularmente la del “Tresor Diví”,
que no contaré para que quién tenga curiosidad busque y alcance a saber lo que
le pasó al Agüelo Giner y a su nieto
el Señor Toni. Sobrepasada Sella el
trazado de la vía se suaviza para llegar raudamente a Orcheta y al Pantano del
Amadorio y alcanzar en pocos minutos La Vila. Allí, en las aceras que ocupan
los viejos arcenes de la N-332 despedimos a Tomás para enfilar hacia Alicante,
ahora a golpes de Prokófiev y
Beethoven, no en vano Pascual es quien es y su coche es el que es.
Dijo
Henry D. Thoreau que la amistad no ha establecido institución alguna en la
Tierra: ninguna religión la enseña, ninguna escritura contiene sus máximas, no
tiene templo, ni siquiera una columna solitaria. Y, aún así, está presente en
la vida de millones de personas y, donde falta, hace estragos en la existencia
y en la convivencia humana. Nosotros lo sabemos bien y no desperdiciamos
ocasión para ejercitarla. No olvidamos que el tiempo vuela, que las personas consumimos
raudamente la existencia y que las oportunidades se desvanecen más pronto que
tarde. Así que hablamos, nos reímos, comemos y perdemos el tiempo, muy conscientemente,
cuanto podemos. Porque nos resulta extraordinariamente placentero y porque tal
vez mañana no se tercie la ocasión. Así que lo que va por delante, va por
delante. Hoy lo hemos hecho en Benilloba y apenas debute el nuevo año lo
replicaremos en Elx. Será en las primeras semanas de febrero. La fecha concreta
ya la acordaremos. Un fortísimo abrazo, amigos.
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