viernes, 18 de abril de 2014

El pan nuestro de cada día.

En estos tiempos de desregulación y de capitalismo feroz, el pan, ese alimento secular de primera necesidad, parece que ha dejado de serlo. Ya no es un producto de precio tasado, sino que está sometido a la libre competencia (?) del mercado. Últimamente han proliferado establecimientos que practican un dumping muy particular con el que están reventando el comercio. A menudo, franquicias de nueva implantación brindan ofertas que dejan en mantillas a los hornos tradicionales, arruinándolos en pocas semanas. Dos ejemplos de esa atroz competitividad han sido una pequeña cadena de panaderías oriunda de un pueblo del área metropolitana de Valencia y los supermercados Mercadona. Ambos ofrecen cuatro o cinco barras de pan por un euro, arrasando, sin paliativos, el negocio de un montón de pequeños comerciantes que vivían de sus empresas familiares, más bien que mal, hasta que sobrevino esta plaga.

Supongo que porque hay que denominarlo así, el producto que encontramos en los nuevos establecimientos sigue llamándose pan, aunque albergo dudas razonables de que realmente sea tal cosa. Se han popularizado tantas variedades de ‘pseudopanes’ y son tan incontables los prefabricados del producto que, en realidad, no sabes si lo que estás comprando es chusco, bollo, mollete, panecillo, otra cosa o algo que se le parezca.

Qué diferente era el pan que se hacía en el horno de mi tío Bernardo. Aquel pariente mío regentaba una panadería que heredó de su padre, el abuelo Manuel. Era un horno auténtico, legítimo acreedor de su nombre, no como la mayoría de las actuales panaderías, que son simples dispensarios de pan, o de lo que nos venden como si lo fuese. Entonces, los hornos eran tales y los horneros –como les gustaba calificarse-  eran profesionales que, además de trabajar doce o catorce horas diarias, tenían devoción y vocación por lo que hacían.

En aquellos pequeñas empresas la jornada empezaba aproximadamente a las diez de la noche, incluidos sábados y domingos. El dueño, que solía ser el máximo responsable del negocio familiar, se levantaba a esa hora (al menos así lo hacía mi tío). Cenaba, visitaba el bar El Madrileño para tomar su diario café, e inmediatamente se disponía a preparar la “levadura”, que era el fermento necesario para la elaboración del pan. Esta tarea y otros preliminares le ocupaban un par de horas. Así que, alrededor de la una de la madrugada, completaba la siguiente rutina: despertar a los mozos que le ayudaban. Una vez despiertos y desayunados, (es un decir, lo uno y lo otro) se ponían a la faena, que iniciaban disponiendo la levadura junto con la harina, el agua y la sal en las máquinas de amasar que había en el sótano. Eran unos artilugios eléctricos, conformados por un amplio recipiente de hierro que incluía unas palas mezcladoras que lograban transformar los mencionados ingredientes en una masa uniforme que, una vez que adquiría la consistencia deseada, era trasladada al piso superior. Allí, se depositaba en una caja de madera enharinada, donde se troceaba y se pesaba en lotes de cuatro, seis, ocho… kilogramos.  Esos grandes trozos se introducían en otra máquina que los fragmentaba con sus cuchillas en porciones del mismo peso, que heñían inmediatamente los trabajadores, amasándolas sobre un gran tablero comunitario, que era el núcleo vital de la panadería.

Mientras unos sobaban el pan, más o menos, según la textura deseada, otros estiraban los bollos transformándolos en barras o dándoles la forma semiesférica característica de las hogazas. Los más jóvenes colocaban con mimo las primeras en cajas de madera específicas que, una vez completas, superponían y apilaban para economizar espacio. Tenían suficiente profundidad para que las piezas no se uniesen, rozasen y estropeasen cuando crecía la masa por efecto de la levadura. Las cajas se revestían interiormente con largos manteles, que se doblaban en pliegues paralelos entre los que se depositaban desahogadamente las barras y panecillos, que quedaban así separados e individualizados durante las dos o tres horas que requería su maduración antes de ser horneados. Por su parte, las hogazas se disponían sobre tableros planos, bien enharinados, que se colocaban en estanterías verticales que había en el ‘alcabón’, una especie de desván situado encima del horno, cuya elevada temperatura aceleraba su gestación.

Cuando la masa llegaba a su cenit empezaba la cocción, una tarea de la que solía encargarse una persona joven y experta, que manejaba con habilidad y rapidez la pala y controlaba simultáneamente la temperatura del horno. De ese modo lograba introducir el pan en el momento oportuno y extraerlo cuando la cocción era perfecta. En el horno de mi tío, tal menester lo desempeñaba Manolo, su hijo y mi padrino. Un profesional enormemente diestro con la pala que en un tris disponía en ella las piezas que tomaba de las cajas y tableros, cuya superficie rasgaba a velocidad de vértigo con una navajita que tenía dispuesta en un pequeño recipiente con agua. Una vez seccionada la superficie del pan, lo introducía en el horno aprovechando hasta el último rincón. Vigilaba muy atentamente la cocción  y extraía limpiamente cada una de las piezas sin que se le quemase ninguna. Aquel horno podía tener una superficie de doce o quince metros cuadrados y en él cabía muchísimo pan. Al menos a mí me lo parecía, como me parecía milagroso que mi primo fuese capaz de coger con sus manos, sin quemarse, las piezas recién salidas del horno.

Por encima de todo, la casa que acogía la industria que menciono era un lugar de concurrencia, que daba empleo a buena parte de la familia y era escuela de aprendizaje profesional y personal para todos sus miembros. Ofrecía empleo estable y decente a otras personas de la población y ayuda, desinteresada y discreta, a muchos necesitados. Era un espacio comunitario y de concordia, un lugar donde las mujeres cocían sus arroces los jueves, donde llevaban a asar las verduras que preparaban para las cenas, o las calabazas y los cacahuetes para los postres. Un lugar que estaba abierto para la clientela veinticuatro horas al día, trescientos treinta y cinco días al año (mi tío siempre cerraba un mes el horno, aunque fuesen tiempos en los que la regulación laboral no existía). No solo era un lugar de abastecimiento sino un último recurso para cualquier contingencia que le sobreviniese a cualquier vecino o transeúnte.

Paradójicamente, hoy ya no hay hornos ni en los pueblos. Y, en el mejor de los casos, las panaderías se han convertido en parte de la trastienda de algunas gasolineras, en rincones irrelevantes de algunos colmados, en parcelas apartadas de ciertos restaurante o en franquicias que abren por horas y ofertan precios que arrasan la competencia. Menos mal que el médico me ha prohibido el pan. Ventajas de ser mayor.

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