No
sé si la venganza debe servirse fría, pero no tengo la menor duda de que la
emoción hay que vivirla al instante. Domingo, 7 de julio, San Fermín. Primer
encierro de 2013. Toros de Alcurrucén, con fama de nobles y rápidos. Un encierro
peligroso por multitudinario, con un toro castaño, de nombre Deseadito, que se
quedó solo y alargó la carrera hasta los cuatro minutos y seis segundos, aunque
sin embestir a los mozos. “Perdonavidas” le apodaron algunos, vista su cordura frente
a la montonera que se encontró poco antes de enfilar el callejón de acceso a la
plaza. Los vio tan indefensos que se detuvo, los asustó más de lo que estaban, miró
hacia atrás y, cuando se despejó un poco el paso, prosiguió su camino hacia el
ruedo. Ni hubo heridos por asta de toro. Sin duda, milagros del Santo, patrón
del capote, especialista en atender sobresaltos, tumultos, disparates y locuras.
Deseadito, en Pamplona. |
Alternativamente,
Gestalgar, años cincuenta. Febrero, los fríos y, a veces, las nieves. San Blas.
Los cuatro cantones, los altavoces provisionales colgados de leves cáncamos en
las esquinas. Manolo Escobar sonando en la lejanía: "¡Ay, que llueve, que llueve...!. El sitio de Zaragoza
anunciando a bombo y platillo el inicio de los festejos. Cuatro vaquillas y
algún novillo deshecho de tienta. Pasacalles con músicos del tres al cuatro y
estruendo de boletas fallutas. Dos reales en el bolsillo, uno para los puros de
la tía Rocacha y el otro para la caseta del tiro al blanco y el cigarrillo
emboquillado.
Medio
siglo separa la exuberancia incontenible de la precariedad improvisada, el
espectáculo en plenitud y su imposible imitación, el drama auténtico y el
ensayo para aficionados, la niñez imaginada y la madurez reflexiva. Cincuenta y
tantos años como si nada: el mismo gusanillo, la misma impaciencia, idéntica
emoción. Por aquí no pasan los años. ¡Olé!
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