Hay
días en los que no te apetece ni mirarte. Lo mejor sería eludir la proeza de levantarte
de la cama y dejarte secuestrar definitivamente por el seductor sopor de las sábanas.
Pero casi siempre el dolor de los huesos, de las articulaciones, de los músculos,
o de todos ellos a la vez, es aliciente que te disuade con contundencia de
permanecer en el lecho. Prefieres levantarte, esforzarte en expandir
tus carnaduras y mirar tu triste figura que seguir postrado y dolorido.
No
se por qué, de vez en cuando, se presentan estos días proclives al
ensimismamiento, al abatimiento, al dejarse llevar hacia no
sabemos dónde. Son jornadas en las que el sueño parece que no alcanza a reponer
las fuerzas y el empuje vital, ni evita que se nos disipen los objetivos
inmediatos, los mejores propósitos y las ilusiones más urgentes. Son días en
los que tienes la impresión de que antes de incorporarte de la cama ya te has colocado
las gafas que agrisan los colores y que casi ciegan la luz. Son pocos, pero
existen. Hoy es uno de ellos.
Apenas
un par de horas en pie y suena el teléfono. Francia al otro lado. Tenemos
noticias. Lo de Valerie es serio: metástasis. Empieza un nuevo ciclo:
radioterapia a mansalva. Parece que no tuvo bastante con el anterior de
quimioterapia. Apenas cuarenta y tantos años. Otra vez la familia en vilo, una
persona muy joven en el disparadero. Un nueva desdicha.
Mediodía.
Nueva llamada. En este caso es Javi. Teresa acabó la semana pasada con la
quimio y debe prepararse para las sesiones de radio que empezará esta misma
semana. Cuestión de protocolo. La intervención dejó claro que el mal estaba
encapsulado y que no había metástasis, pero por si acaso. Javi asegura que lo
lleva bien, que está un poco flojita pero bastante animosa. Él, como José, lo
está menos, aunque ambos aparenten lo contrario y peleen sin desmayo por salir
adelante con solvencia.
Pongo
rumbo a la calle porque necesito caminar y sentir el aire a mi alrededor,
aunque esté contaminado y purulento. La Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba
de alertarnos de que la calidad del aire que respiramos en la mayoría de las
ciudades del mundo empeora y de que aumenta el riesgo de que padezcamos
enfermedades respiratorias, coronarias y otras patologías relacionadas con la
contaminación. Pero ello no me disuade en absoluto. Necesito respirar y sentir
la vida en primera persona.
Afortunadamente
me encuentro pronto con ella. Apenas avanzo unos metros por la acera y casi se
estampa contra mi una bicicleta que montan dos mozalbetes a velocidad
vertiginosa, recorriendo el carril bici en sentido contrario al establecido por
la señalética que pintaron los munícipes hace cuatro o cinco años, cuando
querían hacer de Alicante la abanderada del proyecto ONU-Habitat, liderando un grupo de cien ciudades del mundo destacadas
por sus buenas prácticas en sostenibilidad urbana. ¿A que parece increíble?.
Pues es real. Bueno, lo dicho, uno conduce el biciclo llevando al otro de
paquete, recostado acrobáticamente sobre el manillar. No puedo por menos que
preguntarme, ¿cómo verá la vida ese muchacho desde su privilegiada atalaya?
Seguro que vertiginosamente, sin percibir obstáculos insalvables en el delgadísimo
filo del audaz itinerario que devoran, asustando personas, sorteando
automóviles y disfrutando de la transgresión continua y alocada de normas y
lógicas de circulación vial. Un subidón, como dicen ellos, que puede pararles
en empeñar su crisma y hasta la de algún fiado peatón.
Apenas
avanzo unos centenares de metros y la realidad se supera a sí misma. Observo un
muchacho veinteañero lanzado en su monopatín como un poseso, cuesta abajo, ocupando el centro de una calle
y circulando en sentido contrario al de los vehículos, que lo sortean como
buenamente pueden. Ajeno a los bocinazos, advertencias e imprecaciones de
conductores y viandantes se desliza zigzagueando por el asfalto, salta los
bordillos e invade ocasionalmente las aceras, regresa a la calzada, se salva
por centímetros de la embestida de varios automóviles… y desaparece de mi vista
sin que apenas pueda dar crédito a la escena presenciada. Este, más que
surfeando un subidón, parecía estar bien puesto con algo porque difícilmente se
entiende su osadía, interpretada a palo seco.
Son
las paradojas de la existencia. Algunos de los que la disfrutamos en plenitud
la arriesgamos gratuita e inconscientemente. Otros, teniéndola hipotecada o en proceso de desahucio,
daríamos cualquier cosa por retenerla. Condición humana. La vida misma.
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