jueves, 8 de mayo de 2014

Paradojas.

Hay días en los que no te apetece ni mirarte. Lo mejor sería eludir la proeza de levantarte de la cama y dejarte secuestrar definitivamente por el seductor sopor de las sábanas. Pero casi siempre el dolor de los huesos, de las articulaciones, de los músculos, o de todos ellos a la vez, es aliciente que te disuade con contundencia de permanecer en el lecho. Prefieres levantarte, esforzarte en expandir tus carnaduras y mirar tu triste figura que seguir postrado y dolorido.

No se por qué, de vez en cuando, se presentan estos días proclives al ensimismamiento, al abatimiento, al dejarse llevar hacia no sabemos dónde. Son jornadas en las que el sueño parece que no alcanza a reponer las fuerzas y el empuje vital, ni evita que se nos disipen los objetivos inmediatos, los mejores propósitos y las ilusiones más urgentes. Son días en los que tienes la impresión de que antes de incorporarte de la cama ya te has colocado las gafas que agrisan los colores y que casi ciegan la luz. Son pocos, pero existen. Hoy es uno de ellos.

Apenas un par de horas en pie y suena el teléfono. Francia al otro lado. Tenemos noticias. Lo de Valerie es serio: metástasis. Empieza un nuevo ciclo: radioterapia a mansalva. Parece que no tuvo bastante con el anterior de quimioterapia. Apenas cuarenta y tantos años. Otra vez la familia en vilo, una persona muy joven en el disparadero. Un nueva desdicha.

Mediodía. Nueva llamada. En este caso es Javi. Teresa acabó la semana pasada con la quimio y debe prepararse para las sesiones de radio que empezará esta misma semana. Cuestión de protocolo. La intervención dejó claro que el mal estaba encapsulado y que no había metástasis, pero por si acaso. Javi asegura que lo lleva bien, que está un poco flojita pero bastante animosa. Él, como José, lo está menos, aunque ambos aparenten lo contrario y peleen sin desmayo por salir adelante con solvencia.

Pongo rumbo a la calle porque necesito caminar y sentir el aire a mi alrededor, aunque esté contaminado y purulento. La Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba de alertarnos de que la calidad del aire que respiramos en la mayoría de las ciudades del mundo empeora y de que aumenta el riesgo de que padezcamos enfermedades respiratorias, coronarias y otras patologías relacionadas con la contaminación. Pero ello no me disuade en absoluto. Necesito respirar y sentir la vida en primera persona.

Afortunadamente me encuentro pronto con ella. Apenas avanzo unos metros por la acera y casi se estampa contra mi una bicicleta que montan dos mozalbetes a velocidad vertiginosa, recorriendo el carril bici en sentido contrario al establecido por la señalética que pintaron los munícipes hace cuatro o cinco años, cuando querían hacer de Alicante la abanderada del proyecto ONU-Habitat, liderando un  grupo de cien ciudades del mundo destacadas por sus buenas prácticas en sostenibilidad urbana. ¿A que parece increíble?. Pues es real. Bueno, lo dicho, uno conduce el biciclo llevando al otro de paquete, recostado acrobáticamente sobre el manillar. No puedo por menos que preguntarme, ¿cómo verá la vida ese muchacho desde su privilegiada atalaya? Seguro que vertiginosamente, sin percibir obstáculos insalvables en el delgadísimo filo del audaz itinerario que devoran, asustando personas, sorteando automóviles y disfrutando de la transgresión continua y alocada de normas y lógicas de circulación vial. Un subidón, como dicen ellos, que puede pararles en empeñar su crisma y hasta la de algún fiado peatón.

Apenas avanzo unos centenares de metros y la realidad se supera a sí misma. Observo un muchacho veinteañero lanzado en su monopatín como un poseso, cuesta abajo, ocupando el centro de una calle y circulando en sentido contrario al de los vehículos, que lo sortean como buenamente pueden. Ajeno a los bocinazos, advertencias e imprecaciones de conductores y viandantes se desliza zigzagueando por el asfalto, salta los bordillos e invade ocasionalmente las aceras, regresa a la calzada, se salva por centímetros de la embestida de varios automóviles… y desaparece de mi vista sin que apenas pueda dar crédito a la escena presenciada. Este, más que surfeando un subidón, parecía estar bien puesto con algo porque difícilmente se entiende su osadía, interpretada a palo seco.

Son las paradojas de la existencia. Algunos de los que la disfrutamos en plenitud la arriesgamos gratuita e inconscientemente. Otros, teniéndola hipotecada o en proceso de desahucio, daríamos cualquier cosa por retenerla. Condición humana. La vida misma.

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