lunes, 12 de mayo de 2014

Comer bien.

Cuando apenas era un niño viví algunos años en Chiva, en casa de mis tíos Amparo y Bernardo. No sería quien soy sin la ayuda que prestaron a mis padres, al acogerme tan generosamente en su hogar para que pudiese cursar estudios de bachillerato, y sin los cuidados que me procuraron. Una de las muchas cosas que les agradeceré siempre es haber contribuido a perfeccionarme en el arte del bien comer, cuyos secretos me enseñó sustancialmente mi madre.

Yo procedía de un pueblo de apenas 1500 habitantes, en el que las costumbres culinarias eran las que eran: menús sencillos y saludables, generalmente de plato único, poco copiosos y reiterativos. Pese a ello, era un privilegiado porque mi madre, que había pasado sus años mozos sirviendo en una buena casa de Valencia, había aprendido allí no sólo las artes culinarias sino otras muchas habilidades relativas al buen gobierno de la casa. Así que me contaba entre los afortunados que no solo comíamos los guisotes y hervidos habituales en aquellos pagos, sino que conocíamos y tomábamos viandas y elaboraciones que eran inusuales allí. No obstante, no hay capítulo que no tenga su mácula y, en este caso, el recetario de mi madre no incluía los macarrones.

Vivía ya algunas semanas en casa de mis parientes cuando un día mi tía preparó una gran fuente de macarrones con tomate y atún. Como siempre, ocupamos nuestro lugar en una gran mesa que era, a su vez, el tablero donde se heñía el pan. Cada día nos acomodábamos en él las doce o catorce personas, que incluían la familia y otras que trabajaban en el horno. Empezó a servir los macarrones en los respectivos platos, empezando por su marido y siguiendo el orden sistemático que se utilizaba en aquella casa. Cuando me correspondió, me entregó un buen plato de pasta, exquisitamente preparado y con una presencia magnífica. Cuando lo vi, me quedé tan sorprendido que tardé algunos segundos en reaccionar. Finalmente miré a los ojos a mi tía y le dije: “Tía yo no quiero de esto”. Y ella, cariñosamente me replicó: “¿Qué significa eso de que no quieres? Escúchame. Esta comida son macarrones. Es un plato exquisito. Mira cuantos les he puesto al tío, a la tía Dolores, a Manolo, a Emilia… A todos les encantan. Te aseguro que son extraordinarios y que saben estupendamente. Los he preparado con todo el cariño del mundo”.

Yo repetí tozudamente que no los comería porque mi madre no los hacía. Ella insistió pacientemente, explicándome que de la misma manera que ella preparaba comidas que no hacía mi madre, mi madre elaboraba otras que ella no sabía preparar, sin que ello significase que unas y otras no fuesen excelentes. Reiteró con énfasis que probase los macarrones, asegurándome una y otra vez que eran una de sus especialidades y que me agradarían. Yo, que siempre he sido bastante testarudo, me cerré en banda y le dije que no los comería porque no me gustaban. En vista de mi terquedad, hizo una pausa y me dijo muy seria: “Pues no hay otra comida, así es que o comes macarrones o te quedarás sin comer”. Yo le respondí que prefería no comer. Mi tío, mis primos y las demás personas sentadas a la mesa observaron silenciosamente la escena, mientras daban buena cuenta de los macarrones. Llegó el momento de servir el segundo plato, cuyo contenido he olvidado. Lo que no se ha borrado de mi memoria es la respuesta que me dio mi tía cuando me interesé por comerlo. Me dijo con meridiana claridad que en su casa lo que se ponía en la mesa se comía y que quién no tomaba el primer plato no podía comerse el segundo. Así pues, todos disfrutaron de aquel segundo menos yo, que me quedé sin probar ni el uno ni el otro. Puede imaginarse el enfado que me embargó, que fue lo único que coseché porque ella se mantuvo firme y no cedió ni un milímetro.

Concluyó la comida y el plato con los macarrones permanecía ante mí. Ella lo retiró cuidadosamente y nos levantamos todos de la mesa. Llegó la hora de la merienda y se la pedí a mi tía. Me dijo que no tenía derecho a merendar porque quien no comía al mediodía no debía merendar. Así que no quedó otra alternativa que esperar hasta la noche para cenar. Y así fue.

Como puede imaginarse, estaba ansioso porque llegase la noche hambriento como estaba, sin probar bocado en todo el día. Así que a su hora nos volvimos a sentar en el tablero y empezó a servirse la cena. Hervido de verduras, como casi todas las noches. Mi tía sacó la marmita con el hervido y empezó a distribuirlo a las personas que estaban sentadas. Cuando llegó mi turno, se ausento por un momento y sacó de la despensa el plato de macarrones, que colocó frente a mi.

Ante semejante envite, le espeté: “Tía, quiero hervido, como los demás”. Y ella me respondió: “No hijo, en esta casa nadie desprecia la comida que se pone en la mesa; así es que cómete los macarrones y después, si tienes más apetito, yo te pongo un plato de hervido”. Dudé unos segundos, tras los cuales le dije: “ No voy a comerme los macarrones porque mi madre no los hace y no me gustan”. Ella insistió paciente y cariñosa en su argumentario del mediodía, manteniéndose en su posición con la misma firmeza. Así que me fui a la cama sin cenar.

Puede imaginarse con qué hambre me levanté al día siguiente, ansioso por hincarle el diente al desayuno. En el horno de mis tíos era habitual que tomásemos las pastas endurecidas del día o días anteriores con café con leche o con chocolate. Y así lo dispuso mi tía para todos, excepto para mí, que ya se puede imaginar lo que me correspondió. Resultado: la misma obstinación por ambas partes. Así que me encaminé al instituto sin desayunar.

Regresé famélico al mediodía. No me extenderé acerca de lo que sucedió. Lo que cabía esperar: el primer plato de mi comida fueron de nuevo los macarrones. Y ahí me venció mi tía Amparo. Finalmente, consiguió que los probase. Apenas me dejó que comiese dos o tres cucharadas, porque a la tercera me los quito de delante y me ofreció la comida del día. Ella sabía que estaba aprendiendo una importante lección, tanto que no la he olvidado. En síntesis, terminó de enseñarme a comer. Desde entonces, esté donde esté, me sirvan lo que me sirvan, me lo como todo. No tengo remilgo alguno. Y ello, en buena medida se lo debo agradecer a mi tía, que en gloria esté, como ella diría.

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