Alguien
dijo que toda generación cree que vive un periodo de cambios trascendentales. En
eso, la nuestra no se diferencia de las demás. También nosotros estamos
convencidos de que las tecnologías de la información están transformando nuestras
vidas profundamente, como las generaciones que nos precedieron creyeron que lo
hacían la máquina de vapor, los vuelos de las aeronaves o la electricidad.
Ahora
bien, si es verdad que lo que sucedió en el pasado se parece bastante a lo que ocurre
actualmente, no lo es menos que vivimos en un comienzo de siglo en el que todo
está en tela de juicio, tal es el abrumador poder de las transformaciones
contemporáneas. Son de tal calado que el cambio económico, social y cultural propiciado
por la innovación tecnológica tiene alcance mundial, impulsando un capitalismo
de dimensión global con una velocidad, una inevitabilidad y una fuerza que
jamás hemos conocido.
Entre
otras consecuencias, el mundo que vivimos ha originado una reinvención de la
percepción cultural del universo de la empresa y del capitalismo, hasta el punto de que las compañías relacionadas con
las nuevas tecnologías se consideran la esencia de la actual modernidad. Incluso
han conseguido liberarse de aquella vieja imagen que las identificaba como corporaciones productivas intrínsecamente explotadoras. Esta situación tiene su reflejo en la
economía política del mundo occidental. Gobiernos y estados han perdido la
confianza en las posibilidades y en el significado del sector público y dejan crecientemente
la iniciativa en manos del sector privado o buscan cómo asociarse con él.
Cada
vez aumenta más la percepción de que debe reinventarse la gobernanza y las
estructuras de participación social. Por otro lado, las acciones de los
escalones inferiores del sistema productivo se impregnan cada vez más de un
espíritu más activista. Los nuevos pobres se organizan en estructuras de
autoayuda, que recurren al antiguo trueque y a las viejas formas de lucha para
salir de su condición. Decrece progresivamente el papel del estado del
bienestar y las presiones competitivas de la parte baja del mercado de trabajo
hacen que la vida sea cada vez más dura, pareciéndose gradualmente a los periodos
menos regulados del siglo XIX. Son muchas las vertientes que podrían abordarse,
pero lo que parece incuestionable es que la situación actual es compleja e
impredecible.
No
hace muchas semanas leía una entrevista que le hicieron a Dan Dennett, que es
un respetado filósofo estadounidense, catedrático en la Universidad de Tufts
(Boston, Massachusetts) y reconocida
autoridad en el ámbito de las ciencias cognitivas, de la inteligencia
artificial y de la memética. También ha hecho importantes aportaciones acerca
de la significación actual del darwinismo y la religión. El profesor Dennett es
famoso por sus teorías sobre la conciencia y la evolución y se le considera uno
de los grandes teóricos del ateísmo.
Dennet
está convencido de que Internet se vendrá abajo y de que viviremos oleadas de
pánico mundial. Decía en la aludida entrevista que si queremos evitarlo debemos
construir botes salvavidas que, según él, no son otra cosa que los recursos del
antiguo tejido social, los que tenían organizaciones
de todo tipo, que Internet ha ido aniquilando. Las nuevas tecnologías han
conseguido hacernos dependientes absolutos: todo está subordinado a la red. Por ello se pregunta qué pasaría si se viniese
abajo. Y no duda en responder que todo se iría al garete en pocas horas. Sin
móvil, sin TV, sin tarjetas de crédito, sin gasolina, sin identidad digital, etc., no sería posible
hacer nada, al menos en su país.
Lejos
de lo que pudiera parecer, el veterano profesor no intenta alarmar cargando las
tintas, sino que elude intencionadamente el alarmismo y el catastrofismo. Pero ello
no resta un ápice de firmeza a su convicción de que es cuestión de tiempo
que la red caiga, como también aseguran la mayoría de los expertos en globalización.
Él añade una propuesta que considero indispensable: deberíamos prepararnos
antes de que ello suceda. Porque en
tiempos pretéritos había organizaciones sociales, congregaciones laicas,
iglesias, sociedades filantrópicas, etc., etc. Como sabemos, todo este armazón
de protección social ha desaparecido ya en nuestras sociedades o está en vías
de hacerlo. Cada vez son menos las redes de apoyo y solidaridad. Y cada vez es
mayor la intranquilidad porque apenas existe alguien en quien poder confiar
cuando vengan las cosas peor dadas de lo que ya están.
Si
lo pensamos fríamente, no deja de ser irónico que lo que nos ha traído hasta
aquí nos pueda llevar también de vuelta a la Edad de Piedra. Tiempo al tiempo.
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