domingo, 18 de mayo de 2014

Apagón digital.

Alguien dijo que toda generación cree que vive un periodo de cambios trascendentales. En eso, la nuestra no se diferencia de las demás. También nosotros estamos convencidos de que las tecnologías de la información están transformando nuestras vidas profundamente, como las generaciones que nos precedieron creyeron que lo hacían la máquina de vapor, los vuelos de las aeronaves o la electricidad.

Ahora bien, si es verdad que lo que sucedió en el pasado se parece bastante a lo que ocurre actualmente, no lo es menos que vivimos en un comienzo de siglo en el que todo está en tela de juicio, tal es el abrumador poder de las transformaciones contemporáneas. Son de tal calado que el cambio económico, social y cultural propiciado por la innovación tecnológica tiene alcance mundial, impulsando un capitalismo de dimensión global con una velocidad, una inevitabilidad y una fuerza que jamás hemos conocido.

Entre otras consecuencias, el mundo que vivimos ha originado una reinvención de la percepción cultural del universo de la empresa y del capitalismo, hasta el  punto de que las compañías relacionadas con las nuevas tecnologías se consideran la esencia de la actual modernidad. Incluso han conseguido liberarse de aquella vieja imagen que las identificaba como corporaciones productivas intrínsecamente explotadoras. Esta situación tiene su reflejo en la economía política del mundo occidental. Gobiernos y estados han perdido la confianza en las posibilidades y en el significado del sector público y dejan crecientemente la iniciativa en manos del sector privado o buscan cómo asociarse con él.

Cada vez aumenta más la percepción de que debe reinventarse la gobernanza y las estructuras de participación social. Por otro lado, las acciones de los escalones inferiores del sistema productivo se impregnan cada vez más de un espíritu más activista. Los nuevos pobres se organizan en estructuras de autoayuda, que recurren al antiguo trueque y a las viejas formas de lucha para salir de su condición. Decrece progresivamente el papel del estado del bienestar y las presiones competitivas de la parte baja del mercado de trabajo hacen que la vida sea cada vez más dura, pareciéndose gradualmente a los periodos menos regulados del siglo XIX. Son muchas las vertientes que podrían abordarse, pero lo que parece incuestionable es que la situación actual es compleja e impredecible.

No hace muchas semanas leía una entrevista que le hicieron a Dan Dennett, que es un respetado filósofo estadounidense, catedrático en la Universidad de Tufts (Boston, Massachusetts)  y reconocida autoridad en el ámbito de las ciencias cognitivas, de la inteligencia artificial y de la memética. También ha hecho importantes aportaciones acerca de la significación actual del darwinismo y la religión. El profesor Dennett es famoso por sus teorías sobre la conciencia y la evolución y se le considera uno de los grandes teóricos del ateísmo.

Dennet está convencido de que Internet se vendrá abajo y de que viviremos oleadas de pánico mundial. Decía en la aludida entrevista que si queremos evitarlo debemos construir botes salvavidas que, según él, no son otra cosa que los recursos del antiguo tejido social, los que tenían organizaciones de todo tipo, que Internet ha ido aniquilando. Las nuevas tecnologías han conseguido hacernos dependientes absolutos: todo está subordinado a la red. Por ello se pregunta qué pasaría si se viniese abajo. Y no duda en responder que todo se iría al garete en pocas horas. Sin móvil, sin TV, sin tarjetas de crédito, sin gasolina, sin identidad digital, etc., no sería posible hacer nada, al menos en su país.

Lejos de lo que pudiera parecer, el veterano profesor no intenta alarmar cargando las tintas, sino que elude intencionadamente el alarmismo y el catastrofismo. Pero ello no resta un ápice de firmeza a su convicción de que es cuestión de tiempo que la red caiga, como también aseguran la mayoría de los expertos en globalización. Él añade una propuesta que considero indispensable: deberíamos prepararnos antes de que ello suceda. Porque en tiempos pretéritos había organizaciones sociales, congregaciones laicas, iglesias, sociedades filantrópicas, etc., etc. Como sabemos, todo este armazón de protección social ha desaparecido ya en nuestras sociedades o está en vías de hacerlo. Cada vez son menos las redes de apoyo y solidaridad. Y cada vez es mayor la intranquilidad porque apenas existe alguien en quien poder confiar cuando vengan las cosas peor dadas de lo que ya están. 

Si lo pensamos fríamente, no deja de ser irónico que lo que nos ha traído hasta aquí nos pueda llevar también de vuelta a la Edad de Piedra. Tiempo al tiempo.

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