Venecia
es un destino clásico del turismo romántico. Centenares de trasatlánticos, decenas
de miles de vuelos con destino al aeropuerto que lleva el nombre de su hijo más
ilustre y varios millones de visitantes anuales lo avalan. Se ha escrito tanto
de ella que más que una realidad casi parece una fantasía producto del lucrativo
espíritu comercial que caracteriza a los venecianos. Y debe reconocerse que un
poco de ello hay. Pese a todo, tienen razones de sobra para sentirse orgullosos
y para reivindicar el título de ciudad romántica por excelencia. A mí, particularmente,
hasta me resultan sugerentes por su musicalidad los nombres de algunos de sus sestiere: Canareggio, Dorsodouro…, como me seduce el exclusivo sistema de
numeración de las viviendas, que no desmerece la natural complejidad del
callejero.
Venecia
es una postal en cada esquina. No importa a dónde o cómo enfoques la cámara
fotográfica porque siempre aciertas con la instantánea. La ciudad acoge infinitos
y maravillosos rincones distribuidos aleatoriamente entre las miles de
callejuelas, esquinas, plazas, puentes y canales que la conforman, que tienen
denominaciones genéricas evocadoras de regustos novelescos y románticos: fondamenta, campiello, corte, ramo...
Podría desgranar nombres propios de calles, rincones, puentes y espacios sugerentes e inspiradores hasta cansarme. Obviamente, no es mi
intención porque hoy me interesa exclusivamente uno de los iconos venecianos
por antonomasia: el puente de los suspiros.
Antes
de conocer la ciudad, las imágenes que me forjaron en la mente los libros, el cine y
la televisión asociaron el puente de los suspiros con los resuellos
que el imaginario popular atribuye a las personas enamoradas. Como supongo que
tantos otros, cuando visité Venecia descubrí sorprendido que esos suspiros no tienen relación alguna con el amor sino con el
sufrimiento, la preocupación y los congojos que embargaban a los reos cuando
transitaban desde el lugar donde habían sido juzgados (el Palacio Ducal, en
este caso) a otro colindante (la prisión de la ciudad) donde cumplirían sus
penas. Aquellos suspiros amorosos, que tan gratuitamente imaginé, sin fundamento
alguno y llevado por los prejuicios, se trocaron en algo tan decepcionante y
prosaico como el lamento del malhechor cuando inicia el cumplimiento de su condena.
Pero
afortunadamente las cosas no son monocromáticas ni unidireccionales. Hace unos
años descubrí con complacencia que ese puente elevado que atraviesa el Río de Canonica, visible desde la góndola, el vaporetto o desde el viaducto que
conduce a la Riva degli Schiavoni, tiene
su réplica en Alicante. Con matices, naturalmente, porque el nuestro no une
edificios o vías de una ciudad inundada. Es una simple pasarela metálica, que se
alza en las áridas y solitarias tierras que contornean los barrios de Rabasa y
Divina Pastora atravesando la carretera que conecta la ciudad con la
Universidad. Un espacio al noroeste, despoblado y bastante abandonado, que
acoge los suspiros más románticos, visibles y ecológicos de los alicantinos.
La
pasarela que enlaza la calle Penáguila con el Camí Fondo Piqueres es el lugar
que aprovechan los ciudadanos y ciudadanas de ambos barrios para declararse a
sus amados o amadas (que parecen mayoría, todo hay que decirlo, según la estimación que hago a tanto alzado de las
rúbricas que recuerdo). Desde hace años, sobre esa especie de frontera que
cruza el puente, los enamorados de uno y otro barrio cuelgan lienzos y
pancartas de todo color y condición, haciéndolos pender de sus pretiles. Los he
visto blancos, rojos, azules y hasta verde esmeralda. He leído en ellos mensajes
personales primorosamente escritos con
letra caligráfica y redondilla y otros que he logrado descifrar, no sin
esfuerzo, ocultos en graffitis casi inescrutables. Independientemente de su
formato, calidad artística o riqueza léxica, todos ellos incluían un único
mensaje: el amor que una persona expresa a otra, anónimamente o con firma, y hasta
rúbrica. He leído y disfrutado declaraciones ingenuas, rebuscadas, artísticas y
desmadejadas, directas, indirectas, anónimas, intituladas, etc., que unas veces me han
recordado otros tiempos y otras me han provocado una sonrisa cómplice y
complacida.
En
esa pasarela he comprobado semana tras semana, mes tras mes y año tras año que
en ciertos aspectos las cosas apenas han cambiado. Allí visualizo que la vida
sigue su curso, que las personas timoratas expresan y publicitan sus
sentimientos con recursos sencillos, lenguajes educados y medios naturales. Y
lo hacen de manera espontánea y ecológica, sin manchar ni desmerecer los espacios
privativos o comunes que, contrariamente a lo que suele ocurrir, quedan
preservados de sus arrebatados impulsos. Y todo ello lo hacen utilizando paños y
tejidos que son banderas auténticas, que expresan emociones y sentimientos
verdaderos, y no ideas y prejuicios interesados.
Allí
compruebo que la vida se ha congelado en un formato primordial, que conjuga la expresión de los sentimientos y el respeto al
entorno, a las construcciones sociales y a las precarias condiciones en que
vivimos. Y me congratula admirar esas sentidas, efímeras, tradicionales, educadas
y maravillosas declaraciones.
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