martes, 13 de mayo de 2014

Puente de los suspiros.

Venecia es un destino clásico del turismo romántico. Centenares de trasatlánticos, decenas de miles de vuelos con destino al aeropuerto que lleva el nombre de su hijo más ilustre y varios millones de visitantes anuales lo avalan. Se ha escrito tanto de ella que más que una realidad casi parece una fantasía producto del lucrativo espíritu comercial que caracteriza a los venecianos. Y debe reconocerse que un poco de ello hay. Pese a todo, tienen razones de sobra para sentirse orgullosos y para reivindicar el título de ciudad romántica por excelencia. A mí, particularmente, hasta me resultan sugerentes por su musicalidad los nombres de algunos de sus sestiere: Canareggio, Dorsodouro…, como me seduce el exclusivo sistema de numeración de las viviendas, que no desmerece la natural complejidad del callejero.

Venecia es una postal en cada esquina. No importa a dónde o cómo enfoques la cámara fotográfica porque siempre aciertas con la instantánea. La ciudad acoge infinitos y maravillosos rincones distribuidos aleatoriamente entre las miles de callejuelas, esquinas, plazas, puentes y canales que la conforman, que tienen denominaciones genéricas evocadoras de regustos novelescos y románticos: fondamenta, campiello, corte, ramo... Podría desgranar nombres propios de calles, rincones, puentes y espacios sugerentes e inspiradores hasta cansarme. Obviamente, no es mi intención porque hoy me interesa exclusivamente uno de los iconos venecianos por antonomasia: el puente de los suspiros.

Antes de conocer la ciudad, las imágenes que me forjaron en la mente los libros, el cine y la televisión asociaron el puente de los suspiros con los resuellos que el imaginario popular atribuye a las personas enamoradas. Como supongo que tantos otros, cuando visité Venecia descubrí sorprendido que esos suspiros no tienen relación alguna con el amor sino con el sufrimiento, la preocupación y los congojos que embargaban a los reos cuando transitaban desde el lugar donde habían sido juzgados (el Palacio Ducal, en este caso) a otro colindante (la prisión de la ciudad) donde cumplirían sus penas. Aquellos suspiros amorosos, que tan gratuitamente imaginé, sin fundamento alguno y llevado por los prejuicios, se trocaron en algo tan decepcionante y prosaico como el lamento del malhechor cuando inicia el cumplimiento de su condena.

Pero afortunadamente las cosas no son monocromáticas ni unidireccionales. Hace unos años descubrí con complacencia que ese puente elevado que atraviesa el Río de Canonica,  visible desde la góndola, el vaporetto o desde el viaducto que conduce a la Riva degli Schiavoni, tiene su réplica en Alicante. Con matices, naturalmente, porque el nuestro no une edificios o vías de una ciudad inundada. Es una simple pasarela metálica, que se alza en las áridas y solitarias tierras que contornean los barrios de Rabasa y Divina Pastora atravesando la carretera que conecta la ciudad con la Universidad. Un espacio al noroeste, despoblado y bastante abandonado, que acoge los suspiros más románticos, visibles y ecológicos de los alicantinos.  

La pasarela que enlaza la calle Penáguila con el Camí Fondo Piqueres es el lugar que aprovechan los ciudadanos y ciudadanas de ambos barrios para declararse a sus amados o amadas (que parecen mayoría, todo hay que decirlo, según la  estimación que hago a tanto alzado de las rúbricas que recuerdo). Desde hace años, sobre esa especie de frontera que cruza el puente, los enamorados de uno y otro barrio cuelgan lienzos y pancartas de todo color y condición, haciéndolos pender de sus pretiles. Los he visto blancos, rojos, azules y hasta verde esmeralda. He leído en ellos mensajes personales primorosamente escritos con  letra caligráfica y redondilla y otros que he logrado descifrar, no sin esfuerzo, ocultos en graffitis casi inescrutables. Independientemente de su formato, calidad artística o riqueza léxica, todos ellos incluían un único mensaje: el amor que una persona expresa a otra, anónimamente o con firma, y hasta rúbrica. He leído y disfrutado declaraciones ingenuas, rebuscadas, artísticas y desmadejadas, directas, indirectas, anónimas, intituladas, etc., que unas veces me han recordado otros tiempos y otras me han provocado una sonrisa cómplice y complacida.

En esa pasarela he comprobado semana tras semana, mes tras mes y año tras año que en ciertos aspectos las cosas apenas han cambiado. Allí visualizo que la vida sigue su curso, que las personas timoratas expresan y publicitan sus sentimientos con recursos sencillos, lenguajes educados y medios naturales. Y lo hacen de manera espontánea y ecológica, sin manchar ni desmerecer los espacios privativos o comunes que, contrariamente a lo que suele ocurrir, quedan preservados de sus arrebatados impulsos. Y todo ello lo hacen utilizando paños y tejidos que son banderas auténticas, que expresan emociones y sentimientos verdaderos, y no ideas y prejuicios interesados.

Allí compruebo que la vida se ha congelado en un formato primordial, que conjuga  la expresión de los sentimientos y el respeto al entorno, a las construcciones sociales y a las precarias condiciones en que vivimos. Y me congratula admirar esas sentidas, efímeras, tradicionales, educadas y maravillosas declaraciones.


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