Ocasionalmente me he preguntado por qué los erotómanos prestan tanta atención a los pies, pues me parecen uno de los componentes menos estéticos de la morfología humana. Otras veces me ha interesado la prolongación de esa propensión fetichista hacia elementos propincuos, como los zapatos —especialmente los de tacón— y las medias. Cuando he investigado esos asuntos (siempre breve y superficialmente) he descubierto que la seducción por los pies (nos parezca atractiva o aberrante) es una pulsión que motiva por igual a artistas y onanistas. Pero no solo los pies, también el calzado estimula su fascinación, hasta el punto de llegar a ser uno de los fetiches más populares. Quizá ello lo convierte en uno de los complementos más tradicionales de la moda erótica. Obviamente, aludo a una idolatría de sesgo varonil, pues escasean las mujeres interesadas por los pies de los hombres. De hecho, en los foros dedicados a este asunto, confiesan abiertamente que no les prestan atención, aun cuando admiten que un hombre descalzo puede resultarles sexy, pero siempre considerado en su conjunto. Es más, aseguran apreciar mucho más las manos de una determinada persona que sus pies.
Así pues, aunque aparente ser una banalidad, la historia del calzado es mucho más relevante de lo que pudiera imaginarse. Es difícil suponer cómo sería nuestra vida sin una prenda que nos protege los pies y que nadie sabe quién la inventó, ni cuándo lo hizo. Pese a ello, no cabe duda que ocurrió en la prehistoria, pues pinturas rupestres con una antigüedad de 15.000 años representan varones ataviados con una especie de botines y una mujer que calza algo parecido a unas botas de piel.
Por otro lado, predomina la opinión de quienes consideran que el origen del calzado fueron las sandalias. En el Antiguo Egipto se confeccionaban con paja trenzada y hojas de palmera y eran de exclusivo uso masculino, estando vedadas para las mujeres y los esclavos. Sin embargo, solo tenían un uso ceremonial, pues la tendencia a caminar descalzos perduró durante muchos siglos. Sin embargo, en Mesopotamia, cuna de la civilización sumeria, constituyeron el calzado por antonomasia.
Homero describe a los héroes griegos con lujosas sandalias y, posteriormente, el historiador Pausanias insiste en que solo los dioses debían calzarlas doradas. Por su parte, los ciudadanos del imperio romano utilizaban una especie de chinelas para desplazarse por el interior de sus casas. Eran las denominadas solae, unas simples suelas de cuero unidas al pie mediante correas y sujetas con lazos y cintajos. Por cierto, los romanos acostumbraban a combinar el calzado con el atuendo. Así, por ejemplo, con la toga usaban el calceus, que es una especie de borceguí de empeine recortado en varias tiras de cuero, que se anudaba sobre el tobillo y que puede apreciarse en un sinnúmero de las estatuas de la época. Y los patricios calzaban el mulleus de cuero rojo, anudado a la pantorrilla, con su media luna decorativa sobre el cuello del pie.
Durante el clasicismo, el zapato rojo de mujer era atuendo característico de las cortesanas romanas. Así fue hasta que, en el siglo III, el emperador Aureliano decidió compartir esa costumbre, iniciando una tradición que adoptarían posteriormente los papas que, como sabemos, todavía calzan sus características babuchas coloradas.
En todo caso, cuanto vengo relatando alude a una categoría de calzado que pudiera denominarse abierto, ajena a lo que hoy conocemos como zapato. Este comenzó su larga y ubérrima evolución a finales del siglo IV, consolidándose en el mundo bizantino tras la caída del Imperio Romano de Occidente. Allí florecieron los zapatos cerrados y las chinelas de cuero marrón o negro. Pero esto es harina de otro costal. De modo que volvamos al tiempo presente.
Hace menos de un año que el matrimonio Biden llegaba a Madrid para participar, él, en una cumbre de la OTAN; y, ella, para llevar a cabo otros actos protocolarios. La primera dama de los EE. UU. quiso aprovechar su tiempo libre para ir de compras por el genuino barrio de Salamanca. Calzaba unas zapatillas con cuñas negras anudadas al tobillo, de una de las marcas que conforman el armario de la reina Letizia: la firma española Castañer. La reina no es la única royal que utiliza las alpargatas por las que ahora se decanta la primera dama de los EE. UU.; Kate Middleton, Meghan o la princesa Sofía de Suecia las han lucido en más de una ocasión. De modo que los diseños de Castañer se han convertido en un imprescindible para las casas reales y también para una larga lista de celebridades. Su origen se remonta a 1776, cuando el artesano Rafael Castañer empezó a elaborar y vender alpargatas. No fue hasta 1927 cuando Luis Castañer fundó la firma con su primo Tomás Serra, en un pequeño taller de Bañolas, diseñando el calzado que tradicionalmente llevaban los payeses para trabajar en el campo. En los años cincuenta, la siguiente generación empezó a experimentar con el modelo clásico y a reinventar su estética, logrando hacerse un hueco entre la clase media catalana y entre el exclusivo turismo europeo que visitaba entonces las costas españolas. De hecho, Salvador Dalí se paseaba por Figueres con un par de alpargatas de la firma; y actrices como Grace Kelly y Catherine Deneuve también comenzaron a usar sus diseños. El gran salto llegó en los años setenta, cuando conocieron a Yves Saint Laurent, que buscaba algún artesano que le hiciera un modelo específico de alpargata. Elaboraron uno de color rojo con cuña (la primera alpargata con cuña de la historia), que Saint Laurent subió a la pasarela y supuso el despegue definitivo de la marca, que además ha fabricado alpargatas para firmas como Chanel, Hermès, Christian Dior o Louis Vuitton, vendiendo sus propias colecciones en diferentes países. Ciertamente, poco queda en los nuevos diseños de los detalles característicos de las alpargatas que calzaban los agricultores de antaño, excepto el uso de materiales naturales, la producción artesanal y la tradición, que siguen siendo sus señas de identidad. También en Cataluña, han surgido otras firmas, como Naguisa, que contribuyen a revalorizar la alpargata difundiéndola en los mercados coreanos, italianos y estadounidenses.
A estas alturas de la carrera, mi lascivia se prodiga con escasez y no encuentra especial atractivo en los terrenos podológicos. Al contrario, diría que los atributos que exhibe esa parcela anatómica (juanetes, callos, durezas, verrugas…), tan evidentes como abundantes, no son precisamente abalorios que estimulen mis apetitos carnales. Tal vez por eso entiendo, y hasta comparto, el nuevo frenesí zapatillero. Nada mejor que unas buenas zapatillas, cómodas, frescas y estilosas, para distraer con su encanto tan inevitables e indeseadas anomalías. Lo que sí me atrapa a menudo es la propensión a recorrer descalzo tanto los espacios domésticos como los asilvestrados. Y hasta parece que mi familia ha heredado ese inveterado gusto, pues tanto mi hijo como mis nietos, cuando llegan a su casa, sea verano o invierno, haga frío o calor, lo primero que hacen es quitarse los zapatos o las zapatillas.
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