Por uno de esas casualidades o paradojas que tiene la vida, en el insignificante intervalo de un par de días, se han marchado del complejo mundo que nos ha correspondido habitar dos personajes singulares y antinómicos. Dos italianos con relevante proyección internacional (es verdad que uno bastante más que el otro), dos muestras canónicas de sendas concepciones existenciales marcadamente contradictorias. Me refiero a Silvio Berlusconi y a Nuccio Ordine. El primero, un octogenario que se va pleno, tras consumir una trayectoria personal y política que ejemplifica como pocas la farsa de los modos de vida actuales. El otro, sexagenario y, como tal, corto de años, cuyo recorrido personal y legado intelectual le adscriben con pleno derecho a la vetusta e imperecedera corriente del pensamiento ilustrado, que debió cultivar algunos lustros más. Pero ya sabemos que en la vida la llegada y la partida son así: bastante imprevisibles.
La muerte de Berlusconi cierra provisionalmente una etapa que abarca treinta años de la reciente vida pública italiana. Gran comunicador y figura carismática, más actor (alzas en los zapatos, bronceado eterno, aires de galán antiguo…) que político, quizá su principal éxito fue ganarse la confianza de millones de italianos, que en determinados momentos representaron la mayoría de la población. Su mensaje populista sintonizó con lo que se ha denominado el alma italiana profunda, logrando que millones de sus compatriotas se identificasen con él. Sus demagógicas propuestas propiciaron que el ciudadano medio (ese ser inexistente e indefinible) encontrase en Il Cavaliere capacidades, atributos y actitudes que sintió como propias, entre ellas: la desconfianza hacia la izquierda política, el Estado, las autoridades fiscales o el poder judicial. También el desparpajo, los escarceos sentimentales, el dinero… Como alternativa a la vaciedad ambiental de la Italia finisecular, Berlusconi supo «vender» la idea de que con él todo era posible: la inquietud permanente, la energía, la impaciencia con las reglas, la capacidad de emprender, la impunidad... Ese impreciso conglomerado alimentaba una especie de «sueño italiano», que influenció ampliamente a la sociedad y a la cultura de aquel país durante años, aunque finalmente devino falaz cuando llegaron las primeras grandes crisis del siglo actual, abonando la infelicidad y el desencanto de quienes ansiaron alcanzarlo y no lo lograron. Andrea Camilleri explicó magistralmente el fenómeno: «Los italianos se reconocen en él. Cuando ven a un tipo que es imputado tantas veces y no lo condenan nunca porque el delito prescribe o porque cambia la ley a su favor, la gente piensa: qué listo, qué grande, yo quiero ser como él».
Hartos de las viejas fórmulas y de los tímidos y distantes liderazgos que ofrecían la Democracia Cristiana (DC), el Partido Comunista (PCI) o el Partido Socialista (PSI), los italianos se dispusieron a presenciar el espectáculo que les proponía Berlusconi. Se acabaron los dirigentes timoratos y anémicos: el líder emergente es el protagonista absoluto y su partido (Forza Italia) constituye su expresión directa, gobernado como una empresa. Un show concebido para su mayor gloria, con el objetivo no confeso de multiplicar su fortuna y su poder, sirviéndose de la televisión y de los medios de comunicación en general para perpetrar todo tipo de excesos legales y morales. Y todo, desde la más absoluta impunidad. Por desgracia, lo que Berlusconi comenzó en Italia se ha ido extendiendo por Europa y aun más allá. Sus desvaríos han engrosado una factura cuyo importe deberán saldar varias generaciones de italianos. Y lo mismo sucederá en otros países europeos y del mundo. Porque no puede ni debe olvidarse que fue Berlusconi quien sembró la semilla populista en la política de nuestro tiempo. Sí, el arrojó a la arena política, y por ende al espacio público, el cinismo extremo, la vulgaridad, la zafiedad y la mentira, males para los que todavía no se ha encontrado remedio. Llegó al gobierno en 1994, convirtiéndose en una pieza fundamental de la política italiana, donde jamás fue vencido por la razón o la ley, como hubiese sido deseable, sino por el interés de la Unión Europea y el suyo propio.
Ha sido un actor de primera magnitud, que lo mismo se ha disfrazado de payaso que de hombre de Estado. Esa cualidad de farsante le ha ayudado a mantener en candelero el vigor de sus proyectos a lo largo de los años. En esa dilatada etapa, ha logrado doblegar sistemáticamente la política entendida como noble oficio ejercido por líderes decentes, que ofrecen propuestas creíbles y programas sensatos y esperanzadores. Por lo que escucho y leo, me parece que acabará con éxito sus incontables funciones de comediante porque será despedido con un funeral de Estado a la altura de las circunstancias, que a buen seguro presidirá la ultraderechista señora Meloni, presidenta del Gobierno y una de sus mejores alumnas. «Murió el actor, pero no la farsa», como bien ha dicho Pablo Ordaz en su columna de El País.
Casi a la par que Berlusconi se ha marchado Nuccio Ordine, nacido en Diamante (Calabria), sin duda el ensayista transalpino más conocido en el mundo, premiado y doctorado honoris causa en numerosos países (también de lengua española). Un especialista en el arte y la literatura del Renacimiento y muy singularmente en el pensamiento de Giordano Bruno. En los últimos años ha sido una personalidad relevante de la cultura internacional, a la altura de pensadores e intelectuales como Habermas, Steiner, Nussbaum, Vattimo, Sloterdijk y otros.
Limitándome a sus publicaciones en castellano, recordaré que entre 2008 y 2022 han visto la luz El umbral de la sombra, La utilidad de lo inútil: Manifiesto, Los retratos de Gabriel García Márquez, Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal, Una escuela para la vida, Tres coronas para un rey. La empresa de Enrique III y sus misterios y Los hombres no son islas. Muestra sobrada de su fertilidad intelectual, inabordable en el estrecho margen que delimitan estas reflexiones. De cuantos conozco, confieso mi debilidad por La utilidad de lo inútil, considerado por el autor como una especie de manifiesto que concluye con un pensamiento definitivo, a propósito de un párrafo que toma prestado a Lessing en el que insiste en la necesidad de buscar la verdad, que dice:
«La valía del ser humano no reside en la verdad que uno posee o cree poseer, sino en el sincero esfuerzo que realiza para alcanzarla. Porque las fuerzas que incrementan su perfección solo se amplían mediante la búsqueda de la verdad, no mediante su posesión. La posesión aquieta, vuelve perezoso y soberbio. Si Dios tuviera encerrada en la mano derecha la verdad completa y en la mano izquierda nada más que el continuo impulso hacia ella, aun con la condición de equivocarse siempre y eternamente, y me dijera: ¡Elige!, yo me inclinaría con humildad hacia su izquierda, y diría Dame esto, Padre; la verdad, pura solo te corresponde a ti».
Apostilla Ordine, como conclusión de su obra, que:
«Estas palabras de Lessing, capaces de hacernos vibrar las cuerdas del corazón, de testimoniar hasta qué punto la pretendida inutilidad de los clásicos puede rebelarse, por el contrario, como un utilísimo instrumento para recordarnos (a nosotros y a las futuras generaciones, a todos los seres humanos abiertos a dejarse entusiasmar) que la posesión y el beneficio matan, mientras que la búsqueda, desligada de cualquier utilitarismo, puede hacer a la humanidad, más libre, más tolerante y más humana».
Por evidente, renuncio a argumentar la oposición esencial del utilitarismo subyacente a la vida y a la práctica política de Berlusconi y la ferviente reivindicación de la utilidad de lo inútil que hace Ordine. Pienso que el texto que reproduzco a continuación resume meridianamente la confrontación entre las miradas de un norteño milanés y un sureño calabrés. Es la última aportación que escribió en español Nuccio Ordine, recogida en el prólogo del libro La conversación infinita. Encuentros con la escritura y el pensamiento, del periodista Borja Hermoso. En él se dice que «Recopilar entrevistas publicadas en las páginas de un periódico significa sustraer del olvido pensamientos que no habrían podido evitar el destino de la obsolescencia, impuesto por el ritmo apremiante de la crónica y de la novedad. Pero significa también ratificar, a través de las palabras de los ilustres entrevistados, la importancia del arte y de la filosofía, de la literatura y de la música, de la arquitectura y de la investigación, de la ciencia y del cine, del teatro y de la pintura, para entendernos a nosotros mismos y entender el mundo en el que vivimos. Sin estos destellos de luz, como nos recordaba Italo Calvino en una bellísima página de Ciudades invisibles, sería para nosotros imposible distinguir aquello que, en el infierno de la vida cotidiana y de la historia, no es infierno, para hacerlo durar y darle espacio. El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio». En eso radica la utilidad de lo inútil de que nos habla Ordine, y que yo también reivindico.
Un formidable artículo.Me uno a tu reivindicación. UN ABRAZO.Diego
ResponderEliminarEducar para la vida... digna, solidaria y en paz!
ResponderEliminarUn article magnífic.
ResponderEliminarPerdre tant jove a Nuccio Ordine, estic segura, ens priva de noves i bones reflexions.
La seua "utilidad de lo inutil" es uno dels meus llibres de capsalera.
Gràcies Vicent.
Disculpa tan greu retard en la resposta. Coincidim. Gràcies per llegir-me.
Eliminar