miércoles, 22 de enero de 2020

Sobre el oficio de maestro

Como he dicho en otras ocasiones, ese ha sido mi cometido durante muchos años. Una ocupación cuyos entresijos, más allá de las evidencias que me proporcionó la condición de alumno, desconocía inicialmente, y cuyos rudimentos aprendí por pura casualidad. Pese a todo, casi siempre la he desempeñado con razonable satisfacción.

Quiero hacer de nuevo alguna reflexión sobre este vetusto oficio, que algunos logran que alcance la condición de arte. Ello sucede cuando se revela como aptitud que atesoran determinadas personas. Me refiero, claro está, a la condición de maestro que incluyen dos definiciones que me satisfacen especialmente; la primera pertenece al eximio profesor Emilio Lledó, que dijo aquello de que “ser maestro es una forma de ganarse la vida, pero sobre todo es una forma de ganar la vida de los otros”. La segunda es autoría de Mari Carmen Díez, exalumna y colega, que reza algo así como: “el oficio de maestro es aprender”. Esencialmente, estoy de acuerdo con ambos.

De la misma manera que han corrido ríos de tinta y se han completado centenares de folios para atestar las bondades y piedades de maestros y profesores, también han proliferado las críticas y censuras que denuncian y reprueban sus ineficiencias y consunciones. Unas y otras creo que arraigan en la esencia de una profesión que la sociedad ha patrimonializado en cierto modo, no en vano se ejerce a base de seleccionar y transmitir a las nuevas generaciones lo más sustancial de su acervo. Naturalmente, misión tan trascendente no escapa al escrutinio general, que de vez en cuando aflora con cierta aspereza para general disgusto de los docentes.

Como se sabe, existe una distinción entre maestros y profesores que, implícitamente, supedita la relevancia profesional de los primeros a la mayor cualificación de los segundos. Particularmente, he logrado subsumir ambas categorías en mi persona y, desde esa perspectiva, me parece que sobran tales gentilezas, que probablemente se sustentan más en fatuas imposturas que en motivaciones fundamentadas. Por ello, considero que más valdría empeñar los esfuerzos en mejorar la formación de ambos y, de paso, asegurar su reconocimiento social, premisas ambas que me parecen imprescindibles para que logren desplegar eficientemente su labor educativa.

No voy a abundar sobre las características que definen a los grandes maestros y profesores, aunque me resisto a pasar por alto ciertos aspectos de su idiosincrasia. Por ejemplo, que los buenos maestros y profesores conocen extremadamente bien su materia y son personas que están al día en sus avances y novedades. Pero no solo eso; además, leen otras muchas cosas que no se corresponden con su ámbito de especialización porque saben que, de ese modo, logran algo fundamental: simplificar y clarificar conceptos complejos y pensar sobre la propia manera de razonar en la disciplina que enseñan. Naturalmente, sostengo lo anterior porque parto del supuesto de que los buenos profesionales no aspiran exclusivamente a que sus alumnos obtengan buenos resultados académicos; al contrario, su mayor anhelo es influir de manera importante y duradera en la manera en que ellos pensarán, actuarán y sentirán cuando no estén en su presencia. Sí, aunque parezca grandilocuente es así, los grandes maestros y profesores son capaces de crear lo que se denominan entornos para el aprendizaje crítico natural. Ello no es otra cosa que poner a los alumnos en situación de enfrentarse a los problemas reales, aquellos que son importantes, atractivos e intrigantes, y que les motivan, les responsabilizan y les trasladan la sensación de que tienen un cierto control sobre su propia formación. O, dicho de otro modo, hacen desaparecer de sus propuestas educativas los objetivos arbitrarios y superfluos, y favorecen los que llenan de significado las formas de razonar y actuar.

Otro rasgo característico de los buenos profesores es la gran confianza que tienen en sus discípulos. No dudan de que quieren aprender y, como no debe ser de otro modo, les facilitan esa tarea, compartiendo con ellos los obstáculos que han encontrado para dominar su asignatura y también algunos de sus principales secretos. No temen compartir conjeturas, preocupaciones, dificultades y diatribas, ni tampoco confesar que no saben ciertas cosas,  sino todo lo contrario. Por otro lado, eluden cualquier arbitrariedad cuando los evalúan, estando dispuestos a revisar sus propios criterios y procedimientos de evaluación para asegurar que se ajustan a sus méritos y capacidades, y no responden a factores que nada tienen que ver con ellos.

Paradójicamente, este resumido compendio competencial de los buenos maestros y profesores es contradictorio con una de las atribuciones que se les reconocen abiertamente, de la que muchos presumen e incluso hacen ostentación, y que, en mi opinión, es tan real como fatua: su vocación exhibicionista. Exhibir no es mostrar, sino mostrarse. Exhibirse no es exponer u ofrecer el conocimiento sino mostrarse conociendo. De tal manera que quien se exhibe propicia la evitación, es decir, imposibilita que el que aprende pueda conectarse con el conocimiento, que pueda conocer por sí mismo, porque contempla a quien le enseña como si fuese el propio conocimiento. Y no, no es eso lo que deben ansiar los buenos maestros y profesores. Al menos es lo que pienso.

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