Como
he dicho en otras ocasiones, ese ha sido mi cometido durante muchos años. Una
ocupación cuyos entresijos, más allá de las evidencias que me proporcionó la
condición de alumno, desconocía inicialmente, y cuyos rudimentos aprendí por
pura casualidad. Pese a todo, casi siempre la he desempeñado con razonable
satisfacción.
Quiero
hacer de nuevo alguna reflexión sobre este vetusto oficio, que algunos logran que
alcance la condición de arte. Ello sucede cuando se revela como aptitud que atesoran
determinadas personas. Me refiero, claro está, a la condición de maestro que incluyen
dos definiciones que me satisfacen especialmente; la primera pertenece al eximio
profesor Emilio Lledó, que dijo aquello de que “ser maestro es una forma de
ganarse la vida, pero sobre todo es una forma de ganar la vida de los otros”. La
segunda es autoría de Mari Carmen Díez, exalumna y colega, que reza algo así
como: “el oficio de maestro es aprender”. Esencialmente, estoy de acuerdo con
ambos.
De
la misma manera que han corrido ríos de tinta y se han completado centenares de
folios para atestar las bondades y piedades de maestros y profesores, también
han proliferado las críticas y censuras que denuncian y reprueban sus
ineficiencias y consunciones. Unas y otras creo que arraigan en la esencia de una
profesión que la sociedad ha patrimonializado en cierto modo, no en vano se
ejerce a base de seleccionar y transmitir a las nuevas generaciones lo más
sustancial de su acervo. Naturalmente, misión tan trascendente no escapa al
escrutinio general, que de vez en cuando aflora con cierta aspereza para general
disgusto de los docentes.
Como
se sabe, existe una distinción entre maestros y profesores que, implícitamente,
supedita la relevancia profesional de los primeros a la mayor cualificación de
los segundos. Particularmente, he logrado subsumir ambas categorías en mi
persona y, desde esa perspectiva, me parece que sobran tales gentilezas, que probablemente
se sustentan más en fatuas imposturas que en motivaciones fundamentadas. Por
ello, considero que más valdría empeñar los esfuerzos en mejorar la formación
de ambos y, de paso, asegurar su reconocimiento social, premisas ambas que me
parecen imprescindibles para que logren desplegar eficientemente su labor educativa.
No
voy a abundar sobre las características que definen a los grandes maestros y
profesores, aunque me resisto a pasar por alto ciertos aspectos de su
idiosincrasia. Por ejemplo, que los buenos maestros y profesores conocen
extremadamente bien su materia y son personas que están al día en sus avances y
novedades. Pero no solo eso; además, leen otras muchas cosas que no se
corresponden con su ámbito de especialización porque saben que, de ese modo,
logran algo fundamental: simplificar y clarificar conceptos complejos y pensar
sobre la propia manera de razonar en la disciplina que enseñan. Naturalmente,
sostengo lo anterior porque parto del supuesto de que los buenos profesionales no
aspiran exclusivamente a que sus alumnos obtengan buenos resultados académicos;
al contrario, su mayor anhelo es influir de manera importante y duradera en la
manera en que ellos pensarán, actuarán y sentirán cuando no estén en su presencia.
Sí, aunque parezca grandilocuente es así, los grandes maestros y profesores son
capaces de crear lo que se denominan entornos para el aprendizaje crítico
natural. Ello no es otra cosa que poner a los alumnos en situación de
enfrentarse a los problemas reales, aquellos que son importantes, atractivos e
intrigantes, y que les motivan, les responsabilizan y les trasladan la
sensación de que tienen un cierto control sobre su propia formación. O, dicho
de otro modo, hacen desaparecer de sus propuestas educativas los objetivos
arbitrarios y superfluos, y favorecen los que llenan de significado las formas
de razonar y actuar.
Otro
rasgo característico de los buenos profesores es la gran confianza que tienen
en sus discípulos. No dudan de que quieren aprender y, como no debe ser de otro
modo, les facilitan esa tarea, compartiendo con ellos los obstáculos que han
encontrado para dominar su asignatura y también algunos de sus principales
secretos. No temen compartir conjeturas, preocupaciones, dificultades y
diatribas, ni tampoco confesar que no saben ciertas cosas, sino todo lo contrario. Por otro lado, eluden
cualquier arbitrariedad cuando los evalúan, estando dispuestos a revisar sus
propios criterios y procedimientos de evaluación para asegurar que se ajustan a
sus méritos y capacidades, y no responden a factores que nada tienen que ver
con ellos.
Paradójicamente,
este resumido compendio competencial de los buenos maestros y profesores es
contradictorio con una de las atribuciones que se les reconocen abiertamente,
de la que muchos presumen e incluso hacen ostentación, y que, en mi opinión, es
tan real como fatua: su vocación exhibicionista. Exhibir no es mostrar, sino
mostrarse. Exhibirse no es exponer u ofrecer el conocimiento sino mostrarse
conociendo. De tal manera que quien se exhibe propicia la evitación, es decir,
imposibilita que el que aprende pueda conectarse con el conocimiento, que pueda
conocer por sí mismo, porque contempla a quien le enseña como si fuese el
propio conocimiento. Y no, no es eso lo que deben ansiar los buenos maestros y
profesores. Al menos es lo que pienso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario