Quienes
me conocen saben de mi natural propensión a soltar tacos, palabra polisémica
donde las haya, pues nada más y nada menos que tiene veintisiete acepciones en
el DRAE. Mi mujer, cada vez que alude a esta particularidad, suele apostillar
que cuando me conoció de cinco palabras que pronunciaba tres de ellas eran
tacos. Exagera, sin duda, pero no le falta razón en lo tocante a mi
prodigalidad con semejantes expresiones. Puedo asegurar sin ambages que siempre
las he usado a discreción, pese a que desconocía la acreditada amplitud de sus
bondades. Ha sido una práctica que me ha acompañado desde la más tierna
infancia, seguramente porque en el lenguaje coloquial de las gentes de mi
pueblo la presencia de los tacos es extraordinariamente habitual y a veces no
menos creativa, y en consecuencia también lo era en mi casa, siendo mi padre persona
espontáneamente proclive al taco. Y ya se sabe, de tal palo...
Verdaderamente
es este un asunto que no me preocupó demasiado hasta el nacimiento de mi hijo; o
mejor dicho, hasta que empezó a expresarse oralmente. Tengo una anécdota al respecto que hemos
contado infinidad de veces. Cuando se
iniciaba la década de los ochenta, por imperativo de la DGT, los bebés viajaban
en silletas que anclábamos en el asiento trasero de los coches. Entonces los
niños viajaban mirando hacia delante, plenamente conscientes del sentido de la
marcha, no como ahora, que van al revés, al menos hasta que alcanzan cierta
edad, dicen que por seguridad, aunque dudo si viajando en un vehículo automóvil
puede considerarse tal realidad. Decía que entonces los niños contemplaban la
conducción en un balcón privilegiado desde el que, además de ver cuanto se
ofrecía a través de la luna delantera, controlaban a sus familiares interpuestos
entre el horizonte viario y su propia entidad: un lujo, ¡vamos! Aquella
sí era una infancia feliz y placentera, vivida con perspectiva y acompañamiento,
recursos ideales para observar y estar al tanto de lo que pasaba en el exterior
del vehículo y de cuanto decían y hacían en su interior los viajeros adultos.
Aquellas
silletas las complementábamos con distintos artilugios para favorecer el
entretenimiento de los niños durante las travesías. De la misma manera que
ahora los padres colocan pantallas y tablets en los respaldos de los asientos
delanteros o les prestan sus teléfonos móviles para que vean
series de dibujos animados y otras zarandajas, entonces les instalábamos pequeños
artilugios con la misma finalidad: distraerlos. Uno de ellos era una especie de volante en
miniatura, que a sus ojos remedaba el del propio automóvil. En cierta ocasión instalé
uno de ellos en la sillita de mi hijo. Fue verlo y tomarlo entre sus manos profiriendo
inmediatamente enfáticas exclamaciones, en las que se adivinaba perfectamente
su contenido: ¡hostia!, ¡hostia!, ¡hostia!.... Aquella señal me alarmó,
poniéndome en la pista de que debía cuidar más el lenguaje porque la criatura, que apenas había sobrepasado la edad del balbuceo, empezaba a
incorporar los tacos a sus habilidades lingüísticas, acreditando explícitamente
la adquisición de una herencia que creía firmemente que se extinguiría conmigo. Desde entonces empecé a reprimir mi natural propensión a emplear los
tacos. De manera que he pasado cuarenta años reprimiendo mi casi
connatural debilidad en aras de un patrón comunicativo más políticamente
correcto y, desde luego, más acorde con mi principal desempeño profesional.
Pero,
mira por donde, a estas alturas de la vida descubro que la utilización de los
tacos reduce el estrés y aparenta ser una evidencia de salud emocional, de
inteligencia práctica y de no sé cuántas cosas más. He leído recientemente un
artículo periodístico de Rocío Carmona, aparecido en La Vanguardia con el
rótulo Estos son los sorprendentes
beneficios de decir palabrotas, incluso en el trabajo, en el que asegura
que un estudio liderado por el profesor de psicología Richard Stephens, de la
Keele University, en el que se invitó a los participantes a introducir una mano
en agua helada mientras proferían una lista de palabrotas a su elección o una
lista de palabras neutrales. Los investigadores observaron que las personas que
soltaban tacos mientras se les congelaba la mano aguantaban mejor el dolor del
frío extremo que las que se limitaban a decir palabras sin ninguna carga
negativa. De esta manera, los tacos actuaban como una especie de analgésico
natural. En otro estudio, publicado por la revista Social Psychological
and Personality Science, se llega a la conclusión de que decir palabrotas en ciertos contextos nos hace parecer más honestos, convincentes
y genuinos. Soltar un taco en un contexto positivo nos presenta como personas
auténticas, asertivas, que dicen lo que piensan sin autocensurarse.
Algunos
expertos, como Emma Byrne, afirman que los tacos son una parte fundamental del
lenguaje, que ha jugado un papel vital en nuestro desarrollo como especie porque
actúan como válvulas de escape en ciertas situaciones. Asegura que
probablemente nuestros ancestros inventaron los insultos como forma de expresar
ira y enfado, sin que la cosa pasara a mayores y se convirtiera en agresión
física. Además, otras investigaciones suyas sugieren que las palabras gruesas
mejoran la productividad y ayudan a crear cohesión social.
Por
otro lado, un estudio que se llevó a cabo en la Universidad East Anglia, en
Norwich, refiere que decir tacos en la oficina reduce el estrés y fomenta la
moral y la camaradería en la empresa. Y otro realizado en el Marist College y en
la Massachusetts College of Liberal Art concluyó que los participantes en la
investigación que fueron capaces de decir más tacos en un minuto también
demostraron tener mayores habilidades lingüísticas en general. De modo que,
contrariamente a lo que se suele pensar, decir palabrotas no es un signo de
pobreza léxica, sino una muestra de inteligencia lingüística y de comunicación
efectiva.
Así
que en estas nos encontramos. Parece que, mal que nos pese, los tacos
constituyen un recurso lingüístico muy poderoso. Tan es así que podrá cambiar el
contexto en el que podemos proferirlos, o el tipo de exabrupto que emplearemos
en cada caso, pero siempre existirá un conjunto de palabras o expresiones que
sirvan para intentar dañar a los demás, para provocar su reacción, o
simplemente para expresar nuestras emociones más sentidas. En definitiva, me
parece que un mundo sin palabrotas sería mucho más aburrido y desde luego menos
sincero, más teatral y también más hipócrita.
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