miércoles, 15 de enero de 2020

Elogio del taco

Quienes me conocen saben de mi natural propensión a soltar tacos, palabra polisémica donde las haya, pues nada más y nada menos que tiene veintisiete acepciones en el DRAE. Mi mujer, cada vez que alude a esta particularidad, suele apostillar que cuando me conoció de cinco palabras que pronunciaba tres de ellas eran tacos. Exagera, sin duda, pero no le falta razón en lo tocante a mi prodigalidad con semejantes expresiones. Puedo asegurar sin ambages que siempre las he usado a discreción, pese a que desconocía la acreditada amplitud de sus bondades. Ha sido una práctica que me ha acompañado desde la más tierna infancia, seguramente porque en el lenguaje coloquial de las gentes de mi pueblo la presencia de los tacos es extraordinariamente habitual y a veces no menos creativa, y en consecuencia también lo era en mi casa, siendo mi padre persona espontáneamente proclive al taco. Y ya se sabe, de tal palo...

Verdaderamente es este un asunto que no me preocupó demasiado hasta el nacimiento de mi hijo; o mejor dicho, hasta que empezó a expresarse oralmente.  Tengo una anécdota al respecto que hemos contado infinidad de veces. Cuando se iniciaba la década de los ochenta, por imperativo de la DGT, los bebés viajaban en silletas que anclábamos en el asiento trasero de los coches. Entonces los niños viajaban mirando hacia delante, plenamente conscientes del sentido de la marcha, no como ahora, que van al revés, al menos hasta que alcanzan cierta edad, dicen que por seguridad, aunque dudo si viajando en un vehículo automóvil puede considerarse tal realidad. Decía que entonces los niños contemplaban la conducción en un balcón privilegiado desde el que, además de ver cuanto se ofrecía a través de la luna delantera, controlaban a sus familiares interpuestos entre el horizonte viario y su propia entidad: un lujo, ¡vamos! Aquella sí era una infancia feliz y placentera, vivida con perspectiva y acompañamiento, recursos ideales para observar y estar al tanto de lo que pasaba en el exterior del vehículo y de cuanto decían y hacían en su interior los viajeros adultos.

Aquellas silletas las complementábamos con distintos artilugios para favorecer el entretenimiento de los niños durante las travesías. De la misma manera que ahora los padres colocan pantallas y tablets en los respaldos de los asientos delanteros o les prestan sus teléfonos móviles para que vean series de dibujos animados y otras zarandajas, entonces les instalábamos pequeños artilugios con la misma finalidad: distraerlos. Uno de ellos era una especie de volante en miniatura, que a sus ojos remedaba el del propio automóvil. En cierta ocasión instalé uno de ellos en la sillita de mi hijo. Fue verlo y tomarlo entre sus manos profiriendo inmediatamente enfáticas exclamaciones, en las que se adivinaba perfectamente su contenido: ¡hostia!, ¡hostia!, ¡hostia!.... Aquella señal me alarmó, poniéndome en la pista de que debía cuidar más el lenguaje porque la criatura, que apenas había sobrepasado la edad del balbuceo, empezaba a incorporar los tacos a sus habilidades lingüísticas, acreditando explícitamente la adquisición de una herencia que creía firmemente que se extinguiría conmigo. Desde entonces empecé a reprimir mi natural propensión a emplear los tacos. De manera que he pasado cuarenta años reprimiendo mi casi connatural debilidad en aras de un patrón comunicativo más políticamente correcto y, desde luego, más acorde con mi principal desempeño profesional.

Pero, mira por donde, a estas alturas de la vida descubro que la utilización de los tacos reduce el estrés y aparenta ser una evidencia de salud emocional, de inteligencia práctica y de no sé cuántas cosas más. He leído recientemente un artículo periodístico de Rocío Carmona, aparecido en La Vanguardia con el rótulo Estos son los sorprendentes beneficios de decir palabrotas, incluso en el trabajo, en el que asegura que un estudio liderado por el profesor de psicología Richard Stephens, de la Keele University, en el que se invitó a los participantes a introducir una mano en agua helada mientras proferían una lista de palabrotas a su elección o una lista de palabras neutrales. Los investigadores observaron que las personas que soltaban tacos mientras se les congelaba la mano aguantaban mejor el dolor del frío extremo que las que se limitaban a decir palabras sin ninguna carga negativa. De esta manera, los tacos actuaban como una especie de analgésico natural. En otro estudio, publicado por la revista Social Psychological and Personality Science, se llega a la conclusión de que decir palabrotas en ciertos contextos nos hace parecer más honestos, convincentes y genuinos. Soltar un taco en un contexto positivo nos presenta como personas auténticas, asertivas, que dicen lo que piensan sin autocensurarse.

Algunos expertos, como Emma Byrne, afirman que los tacos son una parte fundamental del lenguaje, que ha jugado un papel vital en nuestro desarrollo como especie porque actúan como válvulas de escape en ciertas situaciones. Asegura que probablemente nuestros ancestros inventaron los insultos como forma de expresar ira y enfado, sin que la cosa pasara a mayores y se convirtiera en agresión física. Además, otras investigaciones suyas sugieren que las palabras gruesas mejoran la productividad y ayudan a crear cohesión social.

Por otro lado, un estudio que se llevó a cabo en la Universidad East Anglia, en Norwich, refiere que decir tacos en la oficina reduce el estrés y fomenta la moral y la camaradería en la empresa. Y otro realizado en el Marist College y en la Massachusetts College of Liberal Art concluyó que los participantes en la investigación que fueron capaces de decir más tacos en un minuto también demostraron tener mayores habilidades lingüísticas en general. De modo que, contrariamente a lo que se suele pensar, decir palabrotas no es un signo de pobreza léxica, sino una muestra de inteligencia lingüística y de comunicación efectiva.

Así que en estas nos encontramos. Parece que, mal que nos pese, los tacos constituyen un recurso lingüístico muy poderoso. Tan es así que podrá cambiar el contexto en el que podemos proferirlos, o el tipo de exabrupto que emplearemos en cada caso, pero siempre existirá un conjunto de palabras o expresiones que sirvan para intentar dañar a los demás, para provocar su reacción, o simplemente para expresar nuestras emociones más sentidas. En definitiva, me parece que un mundo sin palabrotas sería mucho más aburrido y desde luego menos sincero, más teatral y también más hipócrita. 

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