jueves, 18 de junio de 2015

Postureo.

“Nada es lo que parece, ni nadie es quien dice ser”, reza un viejo dicho presente en el repertorio léxico de muchas colectividades. Una versión actualizada de este viejo adagio impregna las redes sociales, aunque no solo a ellas. Definitivamente, se ha impuesto el “postureo”, que no es otra cosa que la penúltima versión de la tendencia que tenemos las personas a aparentar lo que no somos. Triunfa la imperiosa necesidad de darnos a conocer al mundo y a compartir con el género humano lo felices que somos. Tanto es así que, si no lo logramos, nos embarga el abatimiento y nos hundimos en la infelicidad más profunda.

Precisamos comunicar que somos inmensamente felices y que estamos extremadamente sanos, que nos seduce ir al gimnasio y nos encantan los animales, las causas benéficas, viajar, las pelis y las series, cocinar, tocar el piano o navegar en velero. Declaramos con vehemencia que tenemos centenares de amigos y una novia o un marido que nos quiere incondicionalmente. Naturalmente, nos hechiza la poesía -y todas las artes, por supuesto- y sabemos de casi todo. Y si no es exactamente así, pues buscamos en Google o en Wikipedia y se acabaron los problemas.

Esto es, aproximadamente, lo que se viene en llamar ‘postureo’. Una tendencia que se ha instalado en la cotidianidad y que practicamos todas las capas sociales en Facebook, Instagram o Twitter. Y quiénes pueden en los top bar, lounges, terrazas, ‘baretos’, tiendas, mercados ‘customizados’ o festivales…,  sin distinción de edad ni condición. A la legión que hemos sucumbido a esta moda nos chifla ‘clickar’ el botón "me gusta". Incluso algunos vamos más allá y añadimos comentarios del tipo "sígueme y te sigo", llevados de nuestra disposición a ofrecer lo que sea a cambio de lograr un nuevo seguidor para nuestras cuentas. Y, ¿qué decir cuando lo perdemos? Una catástrofe, que atribuimos a nuestra impericia con el último tuit o a cualquier dramático error cometido al utilizar la aplicación de turno.

Según la ley de los términos medios –que, obviamente, no existe-, la mayoría de los humanos somos muy promediados. De modo que para conseguir destacar en algo tenemos que fingir lo contrario, instalándonos en una farsa que cuesta un horror mantener equilibrada. La tendencia natural a guardar las apariencias se corresponde con actitudes defensivas que nos hacen culpar a los demás de nuestros fracasos, en lugar de aceptarlos como propios y reconocer la parte de responsabilidad que nos incumbe cuando algo no ha ido bien. Esto segundo no suele darse porque exige dos premisas que raramente son atribuibles a la condición humana: que estamos dispuestos o somos capaces de cambiar, y que podemos razonar sobre nosotros mismos. Habitualmente, ambas son falsas, particularmente la primera. Así que no queda otra que decantarnos por las medias verdades interesadas, con las que construimos historias o inventamos relatos para guardar las apariencias, que son fundamentales para sobrevivir.

A veces, en situaciones extremas, me he sorprendido convenciéndome a mi mismo de lo estupendo, guapísimo y fenomenal que soy; animándome a practicar mis pasiones ocultas y mis vicios inconfesables; exhortándome a defender mis periclitadas aficiones y mis absurdos convencimientos. Y, con la perspectiva de la distancia y el tiempo, debo confesar que no me ha ido mal con semejante recurso. Por eso, con la mejor de mis intenciones, me atrevo a animar a quienes hoy ataca la viruela del ‘postureo’ a seguir viajando, cocinando, yendo al gimnasio, tocando el piano, tomando gintonics en las terrazas o haciendo las miles de cosas que pueden imaginarse, sin más, a hacer lo que les apetezca en cada momento, disfrutándolo, aunque no logren compartirlo con el resto del mundo porque ello no es nada malo: es lo que ha sucedido siempre. Los muchachos y las muchachas, las parejas felices y las que lo son menos tienen sus problemas. También las guapísimas y guapísimos chicas y chicos de Facebook tienen sus imperfecciones, como todos los amigos inseparables de Twitter han tenido y seguirán teniendo sus broncas.

¡C’est la vie! Vivámosla, pues, en vivo y en directo; aunque no tengamos a quien contársela.

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