“Nada
es lo que parece, ni nadie es quien dice ser”, reza un viejo dicho presente en
el repertorio léxico de muchas colectividades. Una versión actualizada de este
viejo adagio impregna las redes sociales, aunque no solo a ellas.
Definitivamente, se ha impuesto el “postureo”, que no es otra cosa que la penúltima
versión de la tendencia que tenemos las personas a aparentar lo que no somos. Triunfa
la imperiosa necesidad de darnos a conocer al mundo y a compartir con el género
humano lo felices que somos. Tanto es así que, si no lo logramos, nos embarga
el abatimiento y nos hundimos en la infelicidad más profunda.
Precisamos
comunicar que somos inmensamente felices y que estamos extremadamente sanos,
que nos seduce ir al gimnasio y nos encantan los animales, las causas
benéficas, viajar, las pelis y las series, cocinar, tocar el piano o navegar en
velero. Declaramos con vehemencia que tenemos centenares de amigos y una novia o
un marido que nos quiere incondicionalmente. Naturalmente, nos hechiza la poesía
-y todas las artes, por supuesto- y sabemos de casi todo. Y si no es
exactamente así, pues buscamos en Google o en Wikipedia y se acabaron los
problemas.
Esto
es, aproximadamente, lo que se viene en llamar ‘postureo’. Una tendencia que se ha instalado en la
cotidianidad y que practicamos todas las capas sociales en Facebook, Instagram o Twitter. Y quiénes pueden en los top
bar, lounges, terrazas, ‘baretos’, tiendas,
mercados ‘customizados’ o festivales…, sin
distinción de edad ni condición. A la legión que hemos sucumbido a esta moda
nos chifla ‘clickar’ el botón "me gusta". Incluso algunos vamos más
allá y añadimos comentarios del tipo "sígueme y te sigo", llevados de
nuestra disposición a ofrecer lo que sea a cambio de lograr un nuevo seguidor
para nuestras cuentas. Y, ¿qué decir cuando lo perdemos? Una catástrofe, que
atribuimos a nuestra impericia con el último tuit o a cualquier dramático error cometido al utilizar la
aplicación de turno.
Según
la ley de los términos medios –que, obviamente, no existe-, la mayoría de los
humanos somos muy promediados. De modo que para conseguir destacar en algo tenemos
que fingir lo contrario, instalándonos en una farsa que cuesta un horror
mantener equilibrada. La tendencia natural a guardar las apariencias se
corresponde con actitudes defensivas que nos hacen culpar a los demás de
nuestros fracasos, en lugar de aceptarlos como propios y reconocer la parte de
responsabilidad que nos incumbe cuando algo no ha ido bien. Esto segundo no
suele darse porque exige dos premisas que raramente son atribuibles a la condición
humana: que estamos dispuestos o somos capaces de cambiar, y que podemos razonar
sobre nosotros mismos. Habitualmente, ambas son falsas, particularmente la primera. Así que no queda otra que decantarnos
por las medias verdades interesadas, con las que construimos historias o
inventamos relatos para guardar las apariencias, que son fundamentales para
sobrevivir.
A
veces, en situaciones extremas, me he sorprendido convenciéndome a mi mismo de lo
estupendo, guapísimo y fenomenal que soy; animándome a practicar mis pasiones
ocultas y mis vicios inconfesables; exhortándome a defender mis periclitadas
aficiones y mis absurdos convencimientos. Y, con la perspectiva de la distancia
y el tiempo, debo confesar que no me ha ido mal con semejante recurso. Por eso,
con la mejor de mis intenciones, me atrevo a animar a quienes hoy ataca la
viruela del ‘postureo’ a seguir viajando, cocinando, yendo al gimnasio, tocando
el piano, tomando gintonics en las terrazas o haciendo las miles de cosas que
pueden imaginarse, sin más, a hacer lo que les apetezca en cada momento,
disfrutándolo, aunque no logren compartirlo con el resto del mundo porque ello no
es nada malo: es lo que ha sucedido siempre. Los muchachos y las muchachas, las
parejas felices y las que lo son menos tienen sus problemas. También las guapísimas
y guapísimos chicas y chicos de Facebook tienen sus imperfecciones, como todos
los amigos inseparables de Twitter han tenido y seguirán teniendo sus broncas.
¡C’est
la vie! Vivámosla, pues, en vivo y en directo; aunque no tengamos a quien contársela.
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