Hace
algún tiempo que tengo la convicción de que mi reino no es de este mundo, como
se suele decir. Cada vez son más los indicios que me ponen en la pista de que
muchas de mis convicciones, de mis pensamientos, de mis creencias, de mis costumbres
y de tantas otras cosas no están en sintonía con lo que prima en la sociedad,
con lo que está de moda. He ido percibiendo, cada vez con más intensidad, que
bien por mi propia historia -que me ha hecho ser quien soy-, bien por mis
inclinaciones o prejuicios, bien por el inexorable paso de los años, lo cierto
es que, en general, las cosas no son como a mi me lo parecen, ni como me
gustaría que fuesen.
Sin
embargo, he de reconocer que esta percepción, que casi llega a ser
convencimiento, se ha quebrado últimamente. Las recientes contiendas electorales
y lo que han acarreado -entre otras cosas, la concurrencia a ellas de
personajes singulares- han dejado en evidencia algunos de mis prejuicios o, al
menos, han contribuido a que los ponga en cuarentena. Me refiero, en concreto,
a la aparición en la escena pública de personas como Ángel Gabilondo o Manuela
Carmena, y de otros ciudadanos ajenos a la dinámica partidista, reorientando
los focos y ayudando a recuperar el
auténtico sentido de la política. Lo que dicen y lo que leo acerca de lo que
dicen me llevan a reconocerme de nuevo en un territorio del que me creía absolutamente
erradicado. Me alienta que grandes personas, como Emilio Lledó, un intelectual
habitualmente ajeno a los destellos del circo mediático, aparezca en las
televisiones aportando algo tan sencillo como sensatez, sosiego y cordura. Y
que lo haga en prime time y con la
reverencia cómplice de quienes lo entrevistan.
Si
bien Manuela Carmena es jurista, tanto Gabilondo como Lledó son filósofos. Y
ello no es baladí en relación con lo que aportan a la coreografía social. Es
importantísimo lo que proponen porque es imprescindible volver a poner de moda
la filosofía. Y si ello viene de la mano de gentes de la talla personal e
intelectual de Lledó, Carmena o Gabilondo muchísimo mejor, porque ayudarán a
que la pléyade de atrevidos 'deméritos' que copan los medios de comunicación y
(des)orientan la opinión pública queden relegados a las cochas de donde no
debieron salir.
Hace
demasiado tiempo que no está de moda lo que ha ocupado a los profesores Lledó y
Gabilondo durante casi toda su vida, que no es otra cosa que reflexionar sobre
la filosofía y la metafísica, e intentar enseñarlas. A la “civilización” que se
ha impuesto en las últimas décadas no le han interesado en absoluto semejantes
diatribas porque el único eje motriz de su evolución ha sido la valía de lo
útil y de lo fugaz. Se ha idolatrado la materia en transformación al tiempo
que se han ido postergando radicalmente las denominadas realidades universales
trascendentales. Se ha instalado en la sociedad el vicio vital de la frivolidad,
que es una pseudocorriente de pensamiento que enaltece las cosas irrelevantes y
no presta interés alguno a las realmente importantes. La frivolidad se ha situado
en el centro de casi todas las manifestaciones de la conducta humana cualquiera que sea la dimensión que atendamos: medios de comunicación, artes, política, publicidad, religión, educación, etc.
Esta
preeminencia del pensamiento débil corre paralela a la pérdida de interés por
la metafísica, dejando huero el andamiaje que sustenta la solvencia intelectual
y ética de cualquier civilización. Ciertamente, la sociedad contemporánea ha neutralizado
el interés por las realidades trascendentales desplazando el foco desde la
metafísica al positivismo estricto, que ha atrapado nuestra mente, enredándola en
la inabarcable capacidad de conocimiento que inscribe la materia en su propia
estructura. Hace décadas que la sociedad ha dejado atrapar su pensamiento en la compleja
simplicidad de la materia, abandonando radicalmente la metafísica científica,
ese trabajo que emprendió Aristóteles cuando abogaba por el encuentro entre la física y la filosofía, disciplinas
que estudian la misma realidad pero que contemplan verdades distintas, que deben adicionarse
en lugar de oponerse.
Creo
que si atendiésemos un poco lo que nos dicen los profesores Gabilondo y Lledó,
si siguiésemos sus consejos -en el sentido de exigir que la metafísica no sea interesada- lograríamos que con su desarrollo y difusión la sociedad escapase a
la preeminencia de la frivolidad. Quiénes pierden, como nosotros, el hábito del
juicio y del pensamiento, quiénes tienen como único norte el gusto por la moda,
por lo perentorio, por lo perecedero, terminan siendo individuos sin criterio
que engrosan una masa social que vive exclusivamente pendiente del esnobismo.
Cuantas
veces he recordado a don Fernando Puig, aquel hombre que nos enseñó los
rudimentos de la metafísica en el instituto Jorge Juan allá por los años 60. Aquella
persona de salud quebradiza que sentada en un sillón vetusto conseguía,
mientras se liaba un cigarrillo, concitar la atención de 35 ó 40 adolescentes hablándonos
de la importancia que tiene el rigor y la solvencia frente a la trivialidad de la frivolidad y los sofismas. Hoy, cuando veo a Gabilondo, a Carmena o a Emilio Lledó en los
los medios, dirigiéndose a la ciudadanía de manera sosegada, tranquila, documentada,
sin aspavientos, con trascendencia y educación, no puedo sino recordar a aquel
viejo profesor que me inculcó el interés por algunas de las cosas auténticas que tiene la vida.
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