Muchas
veces una instantánea, una simple fotografía, desencadena un torrente de pensamientos
y emociones. Ese trozo de papel, en el que fortuitamente aparece impresionado
un determinado momento, nos recuerda –y hasta revela- alguna experiencia vital
irrepetible. Tengo en mis manos un puñado de fotos que un concreto propósito y el
mero azar han puesto a mi alcance. La muestra es variopinta: unas son en blanco
y negro y otras en color; algunas están nítidas y otras desvaídas; la mayoría
me parecen interesantes y casi ninguna inocua o carente de enjundia.
Prácticamente todas reflejan momentos importantes en mi vida, estando la
mayoría bien conservadas aunque no falta alguna astrosa, como en toda muestra
que se precie. En todo caso, cualquiera de ellas me parece seductora. Concretamente,
reparo en una que carece de fecha, pero que debe corresponder al año 1968 ó 69
y que refleja el Mannix, un
‘pseudogarito’ en la calle Díaz Moreu que podría definirse como lugar de
encuentro para jóvenes desorientados en las tardes/noches de sábados y domingos,
e incluso otros inconcretos días no feriados.
Primera temporada de la serie Mannix. |
Un ‘bareto’
que adoptó el nombre de una serie norteamericana de los años 60, que fue el principio del fin del paradigma del
clásico detective privado. Joe Mannix,
combatiente en Corea, graduado universitario y con licencia de investigador
privado, se caracterizaba mucho más por su resistencia física que por la
agudeza de sus deducciones. Vivía en el 17, Paseo Verdes, al oeste de Los
Ángeles, de modo que el escenario de sus investigaciones era el ambiente
californiano, por el que transitaba sin complejos, afeitándose mientras conducía
su deportivo. Y es que Bruce Geller, el
creador de la serie, se había propuesto añadir a la figura del guapo investigador
al uso toda la tecnología de mediados de los años 60. Tampoco descuidó la
proyección social de su obra porque Peggy,
la fiel asistente de Mannix, no era la típica rubia inútil o la pelirroja
insulsa, sino una eficiente chica "de color". Mannix fue la primera serie ‘blanca’ norteamericana que aupó al rol
de partenaire a una mujer de raza negra. Como no podía ser de otro modo, Mannix le ponía el pecho a las balas,
hasta el punto de que fue herido en más de una docena de veces durante el
transcurso de la serie. Cuando se zambullía en uno de sus espectaculares descapotables
podía esperarse cualquier cosa: que le disparasen desde otro automóvil, que participase
en una persecución o que encontrase su vehículo saboteado. Otro logro de la
serie fue su música, tan genial como adictiva, obra de un crack de la
época, Lalo Schiffrin, que
compuso también las bandas sonoras de Harry
el Sucio y Misión Imposible.
El
bar era un espacio mínimo al que se accedía atravesando una puerta recortada en
un decorado que remedaba pacatamente una cantina del far west, con troncos puntiagudos, alineados por mitades, parodiando
el aspecto de los muros que enmarcaban el celebérrimo Fort Apache, de Juguetes Miralles. A la izquierda un mostrador nimio,
detrás del cual encontrabas siempre la sonrisa de un holandés, cuyo nombre he
olvidado pero cuya cara era el vivo retrato de Van Nistelrooy, el goleador del
PSV Eindhoven, del Manchester United y del Madrid. Al fondo, la máquina de
discos, un artilugio indefectiblemente asociado a las películas norteamericanas,
en la que introduciendo unas monedas podías elegir el single deseado utilizando las teclas que ofrecía su frontal.
Entonces eran recurrentes la banda de los Fogerty,
Creedence Clearwater Revival, y su
inefable Susy Q., como lo eran Los Módulos y Todo tiene su fin o Armando
Manzanero, con el que todos fuimos Novios
cuando las copillas empezaban a hacer su efecto y, en el ‘pseupostureo’ del
momento, trocábamos la energía adolescente por la pose melancólica.
Allí,
apalancados en los taburetes que rodeaban las cuatro recias mesas alineadas a
la derecha del local poníamos nuestras posaderas durante largas horas. Allí
hablábamos de lo divino y de lo humano. Allí especulábamos hasta la saciedad sobre
lo permitido y lo prohibido, sobre lo conveniente y lo inconveniente, sobre las
reformas y las revoluciones pendientes y/o posibles. Eran tiempos de compartir sublevaciones
y soflamas mezcladas con afectos, cervezas, copas de coñac y hasta algún canutillo
que el tal Nistelroy les proporcionaba a algunos.
La
foto que tengo en mis manos me trae a la memoria aquel tiempo y a muchas de las
personas que lo vivimos, entre las que cuento buena parte de mis amigos y
amigas, que entonces forjábamos nuestra adictiva relación. Como
dice mi hijo en una de sus canciones, cuando miro las fotos antiguas, como esta que sostengo, puedo ver qué cerca está el ayer, aunque los años nos
separen y no haya quién los pare, porque son mis recuerdos los que atrapan esas
instantáneas.
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