Anteayer, mi parienta y yo decidimos dar un paseo aprovechando el fresco de la mañana.
Pusimos rumbo al Motor, cruzamos el río y tomamos el camino que conduce a la
fuente del Morenillo y a la Peña María. La tormenta de la tarde anterior lo
había sembrado de charcos y lodazales, por lo que debimos sortear multitud de
inconvenientes para llegar a nuestro destino: la fuente de la Peña María. Un recorrido
ciertamente entretenido. Para empezar, llevábamos un calzado absolutamente
inadecuado. A partir de ahí, todo lo demás era previsible: unas veces debíamos
apartar las zarzamoras para vadear el barrizal de turno, otras protegernos de
las ramas colgantes de algún chopo o
“ciscla” impertinente, las más resbalábamos al pisar las arcillas humedecidas o
al intentar eludir los balsones o los cantos rodados que salpican el camino.
Sorteando
esas dificultades de menor cuantía logramos alcanzar la pequeña explanada que se
extiende frente a la Peña María, que señala el inicio de las profundas
gargantas que describe el río cuando se adentra en el territorio en dirección a
los Baños de Chulilla. En ese punto oímos el soniquete de las esquilas que
delataban a un rebaño de cabras que pastaba en el majestuoso piedemonte que
enlaza la imponente roca con el cauce del río.
A
estas alturas del paseo los pies de mi mujer pedían con insistencia un merecido
remojo. De modo que, sin más dilación, decidimos atravesar el pontón que lleva
desde la planicie hasta la pequeña senda que conduce a la fuente y, sin
ascender por ella, derivamos el rumbo unos pasos a la derecha, sentándonos
sobre un tronco de chopo, caído sobre el
curso del río. Allí dejó disfrutar a sus pies, refrescándolos en un agua
limpia, fresca y gratísimamente confortable. Aproveché para hacerle un par de
fotos con el teléfono, en las que aparece su silueta recortada sobre el cauce
del río y los cañares que lo enmarcan, destacándose en el fondo el pétreo
sombrero napoleónico que conforman las calizas que remedan en la margen
izquierda la inmensa mole matriz de la Peña María.
El Turia, a los pies de la Peña María. |
A
los pocos minutos decidimos tomar la senda que conduce a la fuente. Una vez en
ella nos refrescamos y bebimos del abundante caudal. Un agua fresquísima
durante el verano y moderadamente templada en el invierno, con una
calcificación idónea y un regustillo especial. Cobijados a la sombra de los
olmos nos sentamos en los pétreos asientos habilitados al efecto y, tras un
breve paréntesis, decidimos invertir el recorrido que nos devolvería al pueblo.
Podíamos
haber regresado por la margen izquierda del río pero, a la vista de las
circunstancias, decidimos deshacer el camino de ida para evitar mayores
sorpresas. A lo largo del paseo proseguimos con nuestra charla. Empezó mi mujer
aludiendo a los efluvios que emergían del contorno, que no eran sino la
consecuencia del tránsito precedente del rebaño avistado. Verdaderamente el
aire impoluto del paraje acentuaba extremadamente la intensidad de unos vapores
que nos recordaban tiempos pretéritos, en los que se fundían en nuestras vidas
con mayor naturalidad que ahora.
Apenas
habíamos recorrido unas decenas de pasos cuando mis ojos, sorprendentemente porque cada vez están más
inservibles, descubrieron un fósil de trilobites disimulado entre la grava del
camino. Mi mujer saludó con relativo alborozo el descubrimiento y justo en este
punto le surgió la pregunta, ¿te imaginas que estuviésemos haciendo este paseo con
alguno de nuestros nietos?
El
interrogante abrió la espita de la imaginación. Empezamos a especular sobre el
sinfín de posibilidades que aportaría un escenario hoy inexistente, pero factible
en el futuro. Y nos decíamos a nosotros mismos: seguro que estarían gritando ¡un
fósil, un fósil!, ¡vamos a buscar a ver si encontramos más! Apenas avanzamos
unos pasos cuando esta vez nos sorprendió una rana apostada a la orilla de un
charco. Al oír nuestras pisadas, dio los saltos característicos y se zambulló en
la orilla contraria, mimetizada entre las cañas y el verdín. ¿Qué es eso, abuelo?,
hubiese preguntado cualquier nieto. Una rana, hubiese sido mi respuesta. Y ¿qué
es una rana?, seguro que repreguntaría. Pues… un pequeño animal que vive en la
tierra o en el agua, según le convenga, probablemente le hubiese replicado. Y tal
vez, en un arrebato de pedantería, él concluyese: no es una rana, es un anfibio.
Esos animales se llaman anfibios, que yo lo he estudiado en el colegio.
Al
hilo de estas reflexiones, sin abandonar el camino, nos asomamos al canal que discurre
paralelo a él en ese tramo y que nutre la central hidroeléctrica de Bugarra. Apenas
llevaba un palmo de agua, probablemente porque lo estarán limpiando o haciéndole
alguna reparación. Casi de inmediato descubrimos una trucha de buen tamaño, inmóvil,
nadando contracorriente, pendiente de atrapar cualquier pequeña presa que arrastrase
el cauce. ¡Mira, mira que trucha!, le hubiésemos susurrado al pequeño para
evitar ahuyentarla. Y él, o ella, probablemente hubiese contestado: ¡vaya
pedazo de trucha!, si mide más de un metro.
El itinerario
siguió descubriéndonos las covachas que dibujan las cañas sobre el cauce del
río, los abrigos que conforman la ramas de los chopos, las zarzamoras cuajadas
de flores azuladas que se transformarán en moras espléndidas, las arañas
tejiendo sus telas entre las aliagas y las jaras, los pájaros carpinteros, los
cucos y sus soniquetes entre los fresnos de la ribera… Un arsenal de
curiosidades, motivaciones y argumentos para otra infinidad de conversaciones,
capaces de estimular la imaginación y la felicidad de niños y mayores, haciéndoles
disfrutar de las realidades, las interpretaciones, las historias o las leyendas.
Incluso de las mentiras interesadas que los viejos solemos contarles y que
ellos creen a pies juntillas o ¿acaso no lo recordáis?
¿Te
imaginas?
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