jueves, 25 de junio de 2015

¿Te imaginas?

Anteayer, mi parienta y yo decidimos dar un paseo aprovechando el fresco de la mañana. Pusimos rumbo al Motor, cruzamos el río y tomamos el camino que conduce a la fuente del Morenillo y a la Peña María. La tormenta de la tarde anterior lo había sembrado de charcos y lodazales, por lo que debimos sortear multitud de inconvenientes para llegar a nuestro destino: la fuente de la Peña María. Un recorrido ciertamente entretenido. Para empezar, llevábamos un calzado absolutamente inadecuado. A partir de ahí, todo lo demás era previsible: unas veces debíamos apartar las zarzamoras para vadear el barrizal de turno, otras protegernos de las ramas colgantes de algún chopo  o “ciscla” impertinente, las más resbalábamos al pisar las arcillas humedecidas o al intentar eludir los balsones o los cantos rodados que salpican el camino.

Sorteando esas dificultades de menor cuantía logramos alcanzar la pequeña explanada que se extiende frente a la Peña María, que señala el inicio de las profundas gargantas que describe el río cuando se adentra en el territorio en dirección a los Baños de Chulilla. En ese punto oímos el soniquete de las esquilas que delataban a un rebaño de cabras que pastaba en el majestuoso piedemonte que enlaza la imponente roca con el cauce del río.

A estas alturas del paseo los pies de mi mujer pedían con insistencia un merecido remojo. De modo que, sin más dilación, decidimos atravesar el pontón que lleva desde la planicie hasta la pequeña senda que conduce a la fuente y, sin ascender por ella, derivamos el rumbo unos pasos a la derecha, sentándonos sobre un tronco de chopo, caído sobre el curso del río. Allí dejó disfrutar a sus pies, refrescándolos en un agua limpia, fresca y gratísimamente confortable. Aproveché para hacerle un par de fotos con el teléfono, en las que aparece su silueta recortada sobre el cauce del río y los cañares que lo enmarcan, destacándose en el fondo el pétreo sombrero napoleónico que conforman las calizas que remedan en la margen izquierda la inmensa mole matriz de la Peña María.

El Turia, a los pies
de la Peña María.
A los pocos minutos decidimos tomar la senda que conduce a la fuente. Una vez en ella nos refrescamos y bebimos del abundante caudal. Un agua fresquísima durante el verano y moderadamente templada en el invierno, con una calcificación idónea y un regustillo especial. Cobijados a la sombra de los olmos nos sentamos en los pétreos asientos habilitados al efecto y, tras un breve paréntesis, decidimos invertir el recorrido que nos devolvería al pueblo.

Podíamos haber regresado por la margen izquierda del río pero, a la vista de las circunstancias, decidimos deshacer el camino de ida para evitar mayores sorpresas. A lo largo del paseo proseguimos con nuestra charla. Empezó mi mujer aludiendo a los efluvios que emergían del contorno, que no eran sino la consecuencia del tránsito precedente del rebaño avistado. Verdaderamente el aire impoluto del paraje acentuaba extremadamente la intensidad de unos vapores que nos recordaban tiempos pretéritos, en los que se fundían en nuestras vidas con mayor naturalidad que ahora.

Apenas habíamos recorrido unas decenas de pasos cuando mis ojos, sorprendentemente porque cada vez están más inservibles, descubrieron un fósil de trilobites disimulado entre la grava del camino. Mi mujer saludó con relativo alborozo el descubrimiento y justo en este punto le surgió la pregunta, ¿te imaginas que estuviésemos haciendo este paseo con alguno de nuestros nietos?

El interrogante abrió la espita de la imaginación. Empezamos a especular sobre el sinfín de posibilidades que aportaría un escenario hoy inexistente, pero factible en el futuro. Y nos decíamos a nosotros mismos: seguro que estarían gritando ¡un fósil, un fósil!, ¡vamos a buscar a ver si encontramos más! Apenas avanzamos unos pasos cuando esta vez nos sorprendió una rana apostada a la orilla de un charco. Al oír nuestras pisadas, dio los saltos característicos y se zambulló en la orilla contraria, mimetizada entre las cañas y el verdín. ¿Qué es eso, abuelo?, hubiese preguntado cualquier nieto. Una rana, hubiese sido mi respuesta. Y ¿qué es una rana?, seguro que repreguntaría. Pues… un pequeño animal que vive en la tierra o en el agua, según le convenga, probablemente le hubiese replicado. Y tal vez, en un arrebato de pedantería, él concluyese: no es una rana, es un anfibio. Esos animales se llaman anfibios, que yo lo he estudiado en el colegio.

Al hilo de estas reflexiones, sin abandonar el camino, nos asomamos al canal que discurre paralelo a él en ese tramo y que nutre la central hidroeléctrica de Bugarra. Apenas llevaba un palmo de agua, probablemente porque lo estarán limpiando o haciéndole alguna reparación. Casi de inmediato descubrimos una trucha de buen tamaño, inmóvil, nadando contracorriente, pendiente de atrapar cualquier pequeña presa que arrastrase el cauce. ¡Mira, mira que trucha!, le hubiésemos susurrado al pequeño para evitar ahuyentarla. Y él, o ella, probablemente hubiese contestado: ¡vaya pedazo de trucha!, si mide más de un metro.

El itinerario siguió descubriéndonos las covachas que dibujan las cañas sobre el cauce del río, los abrigos que conforman la ramas de los chopos, las zarzamoras cuajadas de flores azuladas que se transformarán en moras espléndidas, las arañas tejiendo sus telas entre las aliagas y las jaras, los pájaros carpinteros, los cucos y sus soniquetes entre los fresnos de la ribera… Un arsenal de curiosidades, motivaciones y argumentos para otra infinidad de conversaciones, capaces de estimular la imaginación y la felicidad de niños y mayores, haciéndoles disfrutar de las realidades, las interpretaciones, las historias o las leyendas. Incluso de las mentiras interesadas que los viejos solemos contarles y que ellos creen a pies juntillas o ¿acaso no lo recordáis?

¿Te imaginas?

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