Las
últimas semanas han sido tórridas, particularmente esta última, y no solo por
la temperatura ambiente. Políticamente, el bochorno se ha instalado a todos los
niveles. En Europa, con el rifirrafe sostenido entre el gobierno griego y el
Eurogrupo; en Madrid, con la inanidad de Rajoy y el nerviosismo de los suyos
por la incontinente sangría que sufren y el batacazo electoral que se augura;
en nuestra tierra, con la toma de posesión de Ximo Puig y su gobierno, que pone fin provisional a dos décadas de caverna,
latrocinio e ignominia. La torridez de este principio del verano es
consecuencia de la conjunción de estos factores en una misma dirección, la de
la combustión. Las tensiones que se palpan cada día vuelven a poner de
manifiesto que no tenemos controlada la situación. Pero este es un terreno extremadamente
complejo, que escapa a mis cortas entendederas. Yo sobre lo que quiero decir
algo es acerca del bochorno climatológico y de alguno de sus efectos, o de los
que me lo parecen.
Como
decía, hemos empezado julio con un tiempo bochornoso, continuación del que
veníamos sufriendo en los últimos días del mes anterior. Un mes de junio que,
según los meteorólogos, acabó con temperaturas más cálidas de lo normal por
estos parajes y con un volumen de precipitaciones mayor de lo habitual. Podría
decirse que junio ha sido un periodo anómalo en la estadística climática, especialmente
por el número de descargas eléctricas que se han producido. Según los conteos que
llevan a cabo las agencias de meteorología, dos semanas de tormentas produjeron
más de catorce mil descargas en los límites de nuestro territorio.
Esta
actividad borrascosa ha significado que la cantidad media de precipitación recogida
haya alcanzado más de 44 litros por metro cuadrado, valor que supera en casi el
75 % lo normal por estas fechas, que apenas alcanza los 25 litros. De modo que,
al decir de los especialistas, tenemos asegurado un verano poco conflictivo en materia
de incendios ya que, según ellos, las estadísticas auguran que cuando los meses
de junio son extremadamente secos o muy secos el número de hectáreas que suelen
quemase es bastante mayor que cuándo son húmedos, como es el caso.
Tal vez motivado por la torridez a la que aludo y, más concretamente, por
algunas de sus consecuencias, contrastadas de
visu en algunas de las últimas multitudinarias procesiones a las que tanta
adicción existe en el Cap i Casal, el
arzobispo de la diócesis valentina ha adoptado medidas que considera imprescindibles
para la reconducción de la, a su juicio, disoluta conducta de parte de la grey.
Es notorio
que las formas, los ritos y la liturgia son una preocupación constante del
cardenal Antonio Cañizares. Este eminente príncipe de la Iglesia, nacido en
Utiel, tiene un atributo indeleble: su
afán por corregir las desviaciones en la doctrina. Probablemente el bochornoso
mes de junio, con tanta emisión eléctrica y tanta diferencia de potencial, ha
motivado que su eminencia haya ideado la creación de una Comisión de
Religiosidad Popular, para intentar reconducir las conductas irreverentes y devolver
las cosas al lugar del que nunca debieron salir. Su principal objetivo es
purificar las celebraciones con las que el pueblo se expresa, para que sigan
siendo una auténtica catequesis popular y combatan el peligro que corren las
cofradías, hermandades y demás organizaciones religiosas de abandonar lo
fundamental y quedarse con lo accidental. Para el arzobispo y para el
lugarteniente que ha designado al efecto -el sacerdote Díaz Tortajada, prior de
la Semana Santa Marinera de Valencia- las celebraciones religiosas no pueden
ser una simple parafernalia, porque no son carnavales o manifestaciones
superficiales al uso sino que constituyen la expresión más profunda de la vida
religiosa.
De modo que, de orden del cardenal Cañizares, de ahora en adelante novenas,
santuarios, advocaciones marianas, peregrinaciones, procesiones y demás
liturgias deberán aplicarse a trabajar en su nuevo cometido, practicando la nueva
-que es la vieja- pedagogía: recogimiento, recato, contención, dramatismo… Se acabó,
pues, el diseño en los femeninos ternos de procesionar; se erradican los 'canalillos', se impone el fin de las piernas esculturales enfundadas en medias
negras de malla ancha, se acaban las plataformas de quince centímetros y el
glamour del make up exclusivo, se
acaban, en fin, las costaleras y cualquier cosa que se parezca a las
tamborradas, danzas de la muerte, entierros de genarines o semanas santas malagueñas con antoniosbanderas al uso...
Y
uno se pregunta, ¿quiénes van a ir a procesionar a partir de ahora? Y lo que es
peor, ¿cómo vamos a resarcirnos del gozo que nos producía ver los esculturales
cuerpos de las brunas vestales y los efebos imberbes, acicalados a la última,
con chaqué, mantilla o teja de diseño? ¿Cómo compensaremos la delectación que
nos provocaban las rítmicas marchas procesionales, impulsadas por los devotos cuerpos
desfilantes, embriagados por el ritmo cadencioso que maridaba insinuados vaivenes
de carnes contenidas y trémulas con refajos y sujetadores de lamé? ¿Qué haremos con la legión de niños ‘apijados’ que desfilaban con recatada vocación o volaban de brazo en brazo para intentar tocar entre berridos y a empellones la geperudeta…?
Monseñor,
¿sería mucho pedir que reflexionase usted ad
calendas decembris, cuando el extinto bochorno estival abrase las
antípodas?
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