Reconozco
que durante bastante tiempo pensé que lo de las nuevas tecnologías era una
nueva paparruchada. En mi habitual línea visionaria, casi auguré que serían una
moda más o menos efímera y les atribuí una caducidad predeterminada, una vida
pasajera como tienen la mayoría de las novedades. Obviamente erré, como en
tantas otras cosas.
El
primer hecho que me dio la auténtica perspectiva del poder de las nuevas
tecnologías, y de las aplicaciones y redes sociales que han propiciado, fue el SMS
que sirvió para convocar la concentración de protesta frente a la sede del PP
el 13 de marzo de 2004. Aquel texto que escribió un particular, que decía: "¿Aznar de rositas? ¿Lo llaman jornada
de reflexión y Urdaci trabajando? Hoy 13M, a las 18h. Sede PP, c/Génova 13. Sin
partidos. Silencio por la verdad. ¡Pásalo!", que envió a las personas
de su libreta de direcciones y que se convirtió en un fenómeno viral cuyas
consecuencias son sobradamente conocidas: un vuelco electoral sin precedentes
en este país. Ello me puso en la pista de que las nuevas tecnologías no eran
ninguna broma y que había que tomarlas en serio. Lo que ha sucedido después, la
última década, nos ha desvelado que el fenómeno además de imparable es
alucinante: decenas de videos y noticias virales, campañas de apoyo a causas
justas y menos, crowdfunding, etc.,
etc.
Evidentemente,
los grandes creadores de opinión, las gentes que realmente influencian el
mundo, se han aplicado intensamente a concentrar y controlar los medios de
comunicación utilizando las nuevas tecnologías para generar corrientes de pensamiento,
que son vendavales de doctrina única que nos inundan globalizadamente por
doquier. Pero, al margen de estos fenómenos planetarios que nos sobrepasan, reconozco
que es asombrosa la capacidad que tienen las tecnologías en manos de los
particulares o de los pequeños grupos. Recientemente he tenido dos experiencias
que me han ayudado a entender esta realidad. Las dos han representado unas
movidas impresionantes, iniciadas en ambos casos por sendas personas que, a título
individual, crearon grupos de WhatsApp con algunos de sus contactos
telefónicos. En total, no más de 20 ó 30 en cada grupo que, en apenas dos o
tres días, generaron miles de mensajes participados simultáneamente por quienes
integraban los grupos y, por extensión, por otras muchas personas, a las que aquellos
comunicaban los comentarios, imágenes o links a través de redes sociales como Facebook, Twitter, Instagram, etc. Los
dos grupos han sido auténticos fenómenos virales –evidentemente, a pequeña
escala- posibilitando que se compartiesen en tiempo real proyectos, opiniones, percepciones,
sentimientos, etc. Así pues, han concretado una realidad al alcance de casi
cualquiera, impensable hace escasamente una década.
Ciertamente,
las herramientas que propician las redes sociales me parecen algo portentoso.
Bien utilizadas, como tantas otras cosas, son instrumentos magníficos, que deben
ponerse al servicio de la comunicación auténtica y de las relaciones humanas
verdaderas, así como atender a
propósitos éticos, útiles y provechosos.
Ahora
sí que creo que se impone impulsar la pedagogía tecnológica. Una pedagogía auténtica
que no solo debe alfabetizar y capacitar a los ciudadanos en el uso de las
nuevas tecnologías para intentar evitar la nueva brecha de la desigualdad
digital, sino que también debe capacitarles para que entiendan y usen racional,
ecológica, saludable y educadamente los nuevos medios, cuyo propósito debe ser contribuir
a hacernos mejores a las personas y más justas a las sociedades, y no otros
como a menudo sucede. Ese es el gran desafío que se nos plantea. Y es un reto
que debemos encarar sin demora para evitar que estos grandes inventos sean
simples herramientas en manos de negociantes, gentes malintencionadas o de
personas insolventes que los utilizan para lo que no debieran.
Las
nuevas tecnologías han impactado especialmente en la juventud proporcionándole
muchos beneficios, pero también trayéndole serios perjuicios. Me preocupa la
legión de niños y niñas, de muchachas y muchachos –también un buen número de
adultos- que viven aferrados al móvil, obsesionados con Internet. Parecen
incapaces de controlar su uso y hasta llegan a poner en peligro sus estudios y
ocupaciones, sus relaciones sociales e incluso su integridad personal. Por eso,
me parece inaplazable abordar educativamente el problema del uso inadecuado y del
abuso de las nuevas tecnologías, trabajando la prevención y las variables
psicosociales incidentes y asegurando el apoyo familiar y social con que deben
contar las personas para intentar vencer sus dificultades y problemáticas. Los
desafíos que plantean las nuevas formas de comunicación son ilusionantes, pero
no debemos descuidar sus riesgos; todo progreso tiene sus contrapartidas y si
no se atienden y amortiguan pueden llegar a neutralizarlo. Intentemos evitar
que ello suceda. Creo que vale la pena lograrlo.
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