Esta
mañana he repetido el gesto que reitero diariamente desde hace muchos años. He
tirado de la cuerda de la persiana del dormitorio y mientras se levantaba he
redescubierto por enésima vez el habitual paisaje de bloques de viviendas,
surcado por una Gran Vía concurrida y
estridente, que ofrece en su parte inferior, en primerísimo plano, la piscina
de la urbanización donde vivo, el único espacio que merece la pena observarse de
cuantos incluye el panorama que, por otro lado, a las horas en que suelo alzar el
aludido telón está absolutamente desierto. Hoy no era así. Unos inusuales visitantes
lo habían ocupado mínimamente.
Sorprendido
por la novedad, la curiosidad me ha hecho mirar con más detenimiento. He
reconocido a una mujer joven, con los brazos apoyados en el reborde de la
piscina, que tonificaba su cuerpo balanceando rítmicamente sus piernas. Aunque
estaba de espaldas y a cierta distancia, he adivinado la cordialidad con que
contemplaba a quienes tenía frente a sí sobre el césped. Ante ella, en una
silla de resina blanca, de las que se utilizan en terrazas y playas, estaba
sentada una señora de cierta edad acunando un bebé en sus brazos. He aguzado un
poco la vista y me ha vuelto a asombrar descubrir tres generaciones en apenas
metro y medio de terreno. La primera, acomodada en la silla; la tercera, descansando
plácidamente sobre su regazo; y la segunda, en el agua, ocupando el último
vértice del imaginario triángulo visual que enlazaba sus respectivas miradas.
Foto R. Leiva (Flickr, by blaster_po) |
La escena
me ha avivado una vieja y reiterada reflexión sobre la habilidad que tienen
algunas personas para conservar en su cercanía los seres que quieren. A veces
pienso que determinados individuos tienen una capacidad especial para concitar
sinergias, para propiciar la adherencia y el agrupamiento parental y la
amalgama emocional con los propios. Tan es así que, a poco que reflexiono, compruebo
que la imagen que he descrito no es flor de un día. En la hectárea en que viven
sus protagonistas se podrían encontrar otras tres generaciones diferentes de la
misma familia. Solo habría que cambiar de bloque de viviendas. En resumen, la
mitad de los vástagos que engendró esa mater
familias siguen viviendo en su proximidad. Disfruta, por tanto, de una
parte importante de su prole, de sus respectivos retoños y, de seguir por tal
camino, también lo hará de sus bisnietos. Y este no es un caso singular. Sin perder
de vista mi entorno inmediato constato otros parecidos, que no están circunscritos
a la hectárea de referencia pero sí a los espacios colindantes, a los que se accede con
solo cruzar la calle.
Y
uno tiene sana envidia de quienes han orientado sus esfuerzos a lograr importantes
objetivos vitales que, por la razón que fuere, identificaron con presteza. O
tal vez no, y lo que parece resultado de la intencionalidad y/o de la perspicacia
es simplemente fruto de la casualidad o de la fortuna. No lo sé. Otros, bien
porque fuimos considerablemente respetuosos con las metas que ambicionaron los
nuestros o bien porque nuestras vidas rodaron de otra manera, vivimos otras
realidades; ni mejores ni peores, simplemente distintas. Nuestros vástagos han
logrado algunas de sus hermosas aspiraciones y se les han esfumado otras, como
a todos. En todo caso, el devenir de los años ha ido acompañado de insoslayables
contrapartidas. No todo ha sido ni es libertad y oportunidades, ni tampoco
autosuficiencia o bienestar exclusivamente. El bagaje incluye ciertas servidumbres:
algo de desarraigo y debilitamiento de los vínculos, extinción de determinadas
costumbres y adopción de otras, etc. Es indiscutible que aunque el itinerario
vital se haya jalonado con la consecución de importantes pretensiones también envuelve
rémoras, como el distanciamiento o la añoranza, por mencionar alguna. A menudo decimos
o escuchamos que bastante tenemos cada cual con atender nuestros propios asuntos.
Y probablemente tenemos razón quienes así nos pronunciamos porque muchas veces,
incluso cuando el azar o la contumacia han hecho que permanezcamos cerca unos de
los otros, ni se nos ofrece la posibilidad de auxiliarnos mutuamente. Pero no
todo son inconvenientes los derivados de vivir a distancia, todo lo contrario.
Esa circunstancia facilita, por ejemplo, eludir en buena medida algunos sometimientos
que conlleva la promiscuidad en la convivencia familiar, como pelear con los
hijos, conciliar con los consuegros, ser ninguneados asiduamente por yernos y
nueras o cuidar sistemáticamente de los nietos.
Más
allá de estas nonadas que acompañan al tiempo en que somos relativamente
autónomos, parece inevitable que al final, cuando la dependencia nos sojuzgue, lo
que nos espera a casi todos son los caritativos brazos de los servicios sociales.
Pero como soy radicalmente inconformista, últimamente me estoy familiarizando
con el biohacking, un movimiento que pretende
acercar la ciencia a los ciudadanos para facilitarles la vida. ¿Cómo lo hace? Pues
obteniendo, a través de herramientas tecnológicas accesibles económicamente, la
información sistémica de nuestros organismos y utilizándola para mejorar la
salud. Según los biotecnólogos, en pocos años podremos llevar en el cuerpo dispositivos
con “biosensores” que se comunicarán con nuestro teléfono móvil o con otro gadget y le enviarán datos sobre el nivel de colesterol o de glucosa que tenemos en sangre, las constantes
cardiacas y un sinfín de cosas más. Ello permitirá a médicos, farmacéuticos,
etc. neutralizar los achaques en tiempo real y, probablemente, alargarnos la autonomía
unos cuantos años. Por lo que dicen estos expertos, deduzco que apenas queda
nada para evitar una buena temporada los brazos del auxilio social. Espero
tener salud unos años más, aprovecharme de lo que dé de sí la biotecnología y,
si tengo suerte, poder eludir tan filantrópico recurso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario