domingo, 19 de julio de 2015

Adherencia emocional.

Esta mañana he repetido el gesto que reitero diariamente desde hace muchos años. He tirado de la cuerda de la persiana del dormitorio y mientras se levantaba he redescubierto por enésima vez el habitual paisaje de bloques de viviendas, surcado por una Gran Vía concurrida y estridente, que ofrece en su parte inferior, en primerísimo plano, la piscina de la urbanización donde vivo, el único espacio que merece la pena observarse de cuantos incluye el panorama que, por otro lado, a las horas en que suelo alzar el aludido telón está absolutamente desierto. Hoy no era así. Unos inusuales visitantes lo habían ocupado mínimamente.

Sorprendido por la novedad, la curiosidad me ha hecho mirar con más detenimiento. He reconocido a una mujer joven, con los brazos apoyados en el reborde de la piscina, que tonificaba su cuerpo balanceando rítmicamente sus piernas. Aunque estaba de espaldas y a cierta distancia, he adivinado la cordialidad con que contemplaba a quienes tenía frente a sí sobre el césped. Ante ella, en una silla de resina blanca, de las que se utilizan en terrazas y playas, estaba sentada una señora de cierta edad acunando un bebé en sus brazos. He aguzado un poco la vista y me ha vuelto a asombrar descubrir tres generaciones en apenas metro y medio de terreno. La primera, acomodada en la silla; la tercera, descansando plácidamente sobre su regazo; y la segunda, en el agua, ocupando el último vértice del imaginario triángulo visual que enlazaba sus respectivas miradas.

Foto R. Leiva (Flickr, by blaster_po)
La escena me ha avivado una vieja y reiterada reflexión sobre la habilidad que tienen algunas personas para conservar en su cercanía los seres que quieren. A veces pienso que determinados individuos tienen una capacidad especial para concitar sinergias, para propiciar la adherencia y el agrupamiento parental y la amalgama emocional con los propios. Tan es así que, a poco que reflexiono, compruebo que la imagen que he descrito no es flor de un día. En la hectárea en que viven sus protagonistas se podrían encontrar otras tres generaciones diferentes de la misma familia. Solo habría que cambiar de bloque de viviendas. En resumen, la mitad de los vástagos que engendró esa mater familias siguen viviendo en su proximidad. Disfruta, por tanto, de una parte importante de su prole, de sus respectivos retoños y, de seguir por tal camino, también lo hará de sus bisnietos. Y este no es un caso singular. Sin perder de vista mi entorno inmediato constato otros parecidos, que no están circunscritos a la hectárea de referencia pero sí a los  espacios colindantes, a los que se accede con solo cruzar la calle.

Y uno tiene sana envidia de quienes han orientado sus esfuerzos a lograr importantes objetivos vitales que, por la razón que fuere, identificaron con presteza. O tal vez no, y lo que parece resultado de la intencionalidad y/o de la perspicacia es simplemente fruto de la casualidad o de la fortuna. No lo sé. Otros, bien porque fuimos considerablemente respetuosos con las metas que ambicionaron los nuestros o bien porque nuestras vidas rodaron de otra manera, vivimos otras realidades; ni mejores ni peores, simplemente distintas. Nuestros vástagos han logrado algunas de sus hermosas aspiraciones y se les han esfumado otras, como a todos. En todo caso, el devenir de los años ha ido acompañado de insoslayables contrapartidas. No todo ha sido ni es libertad y oportunidades, ni tampoco autosuficiencia o bienestar exclusivamente. El bagaje incluye ciertas servidumbres: algo de desarraigo y debilitamiento de los vínculos, extinción de determinadas costumbres y adopción de otras, etc. Es indiscutible que aunque el itinerario vital se haya jalonado con la consecución de importantes pretensiones también envuelve rémoras, como el distanciamiento o la añoranza, por mencionar alguna. A menudo decimos o escuchamos que bastante tenemos cada cual con atender nuestros propios asuntos. Y probablemente tenemos razón quienes así nos pronunciamos porque muchas veces, incluso cuando el azar o la contumacia han hecho que permanezcamos cerca unos de los otros, ni se nos ofrece la posibilidad de auxiliarnos mutuamente. Pero no todo son inconvenientes los derivados de vivir a distancia, todo lo contrario. Esa circunstancia facilita, por ejemplo, eludir en buena medida algunos sometimientos que conlleva la promiscuidad en la convivencia familiar, como pelear con los hijos, conciliar con los consuegros, ser ninguneados asiduamente por yernos y nueras o cuidar sistemáticamente de los nietos.

Más allá de estas nonadas que acompañan al tiempo en que somos relativamente autónomos, parece inevitable que al final, cuando la dependencia nos sojuzgue, lo que nos espera a casi todos son los caritativos brazos de los servicios sociales. Pero como soy radicalmente inconformista, últimamente me estoy familiarizando con el biohacking, un movimiento que pretende acercar la ciencia a los ciudadanos para facilitarles la vida. ¿Cómo lo hace? Pues obteniendo, a través de herramientas tecnológicas accesibles económicamente, la información sistémica de nuestros organismos y utilizándola para mejorar la salud. Según los biotecnólogos, en pocos años podremos llevar en el cuerpo dispositivos con “biosensores” que se comunicarán con nuestro teléfono móvil o con otro gadget y le enviarán datos sobre el nivel de colesterol o de  glucosa que tenemos en sangre, las constantes cardiacas y un sinfín de cosas más. Ello permitirá a médicos, farmacéuticos, etc. neutralizar los achaques en tiempo real y, probablemente, alargarnos la autonomía unos cuantos años. Por lo que dicen estos expertos, deduzco que apenas queda nada para evitar una buena temporada los brazos del auxilio social. Espero tener salud unos años más, aprovecharme de lo que dé de sí la biotecnología y, si tengo suerte, poder eludir tan filantrópico recurso.


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