Las
seis y media de la mañana. Hace apenas unos minutos que rompió el día. Una luz
difusa, cenicienta y uniforme tinta el cielo de gris plomizo. Si no fuese por
la calma chicha que flota en el ambiente parecería que estrenamos un día
otoñal. Solo la pesadez atmosférica nos alerta de que estamos en plena
canícula, perceptible ya cuando el titileo de las luces
de las farolas traspasa innecesariamente el desvaído telón de tinieblas que lo enmarca.
Es
hora en la que aún se puede disfrutar del silencio nocturno que apenas
interrumpen mínimos ruidos matinales que anuncian el despertar de una ciudad
que se despereza lentamente, como todos los lunes, resistiéndose a dejar el
sueño, que a mi me ha abandonado prematuramente esta mañana echándome de la
cama a una hora inusual. Una eventualidad que agradezco porque me ha permitido
disfrutar de los cantos albares de gorriones, jilgueros y tórtolas, apenas
interrumpidos por espaciados runrunes de los automóviles que empezaban a ocupar las
negras arterias urbanas.
Hacía
tiempo que no saboreaba un amanecer como el de hoy. Una alborada en la que
he gozado desentumeciéndome lentamente, paladeando en la terraza de casa un
aromático café que en pocos segundos me ha terminado de despertar. ¡Qué
grato es vivir tan intensamente el escaso intervalo que separa la oscuridad de
la luz, el reposo del ajetreo, el silencio del fragor, el sueño de la vigilia!
¡Qué disfrute apurar el efímero espacio en el que la placidez de la madrugada
se quiebra irremediable y abruptamente trocándose en la estridencia que producen los primeros
vehículos y los estrépitos matinales!
Foto. Pablo Blázquez (Getty) |
Apenas
han transcurrido quince minutos y la luz y el ruido se han adueñado de todo. Se
han esfumado las siluetas recortadas de edificios, farolas y árboles sobre el
fondo etéreo de una atmósfera oscura y anodina. De repente, todo se ha
hecho hirientemente visible, como cuando se alza el telón en el teatro y se
iluminan con intensidad el decorado y los personajes. En pocos minutos se ha ido
poblando el asfalto y los pájaros han enmudecido, o casi. Su elocuente silencio seguramente anunciaba la hora del desayuno, el tiempo de aplicarse
a lo prosaico, de dejarse de zarandajas y de hacer por vivir.
Entretanto,
sobrevuelan el horizonte los primeros aviones, que han puesto rumbo norte apresurándose para
llegar puntualmente a la peudocivilización que abre otra vez sus puertas hoy, lunes, por la mañana. Comienza de nuevo la veda en el inhóspito paisaje que conforman las urbes
engullidas por el tráfago, en las que prima la obstinación por llegar a tiempo
a cualquier lugar. Es lunes, 13 de julio. Penúltimo encierro. En poco más de media
hora se verán por televisión las primeras imágenes de las calles de
Pamplona, angostas y medievales, repletas de gente, que volverán a mostrarse recuperadas tras soportar otra diabólica noche de sanfermines. Pronto empezará el encierro y estarán de
nuevo los toros en la calle para componer con los mozos propios y ajenos una cabalgata eléctrica, un espectáculo excepcional, tan primoroso como trágico en ocasiones. Hoy, el penúltimo. Los
toros, de Domingo Hernández, de Salamanca, que repiten este año. Reses teóricamente cómodas que lidiaran por la tarde tres figuras de relumbrón: Juan
José Padilla, El Juli y Miguel Ángel Perera. ¡Suerte para todos! ¡Y buen día!
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