miércoles, 7 de noviembre de 2018

Hipotecas

La noticia que hoy ocupa los titulares de todos los diarios y las cabeceras de todos los informativos es el pronunciamiento del pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, tras dos días de intenso debate y por solo dos votos de diferencia: 15 magistrados a favor de que pague el cliente y 13 de que se mantenga el criterio contrario, fijado en Sentencia del 16 de octubre, que cambiaba la jurisprudencia que había mantenido hasta ahora el alto tribunal, vigente durante más de 20 años. El presidente de la sala, Luis Díez-Picazo, inclinó con su voto la balanza a favor de esta tesis, pese a que en el curso de los debates parece que se había mostrado partidario de mantener el nuevo criterio, aunque cerrando la puerta a que tuviera efectos retroactivos. Esta opción estuvo a punto de prosperar a través de una enmienda transaccional propuesta por la magistrada Pilar Teso para buscar un consenso entre las dos posturas, que finalmente se votó en contra.

Después de leer y escuchar lo que se dice en los medios de comunicación, me parece que a los ilustres magistrados habría que decirles algo. Porque si seis de los treinta y uno que forman la Sala de la Contencioso, mayoritariamente expertos en derecho tributario, se reunieron después de sesudos estudios y deliberaciones y resolvieron publicitar una sentencia que contradice otra anterior, sentando nueva jurisprudencia, motivos de peso tendrían para hacerlo. Desconozco el rigor, la justificación, la fundamentación jurídica o los razonamientos en los que han basado su resolución, aunque presupongo en positivo todos ellos habida cuenta de que forman parte de la élite que ocupa el supremo escalón de la judicatura. Y, desde luego, entiendo que deben tener al menos tantas y tan buenas evidencias para sustentar su resolución como las que esgrimieron quienes acordaron la contraria sentencia precedente.

Ulpiano 
Como trabajador público que he sido durante más de cuarenta años, tengo el convencimiento de que la mayoría de quienes hemos ejercido y ejercen el gobierno de las instituciones conocíamos y conocen lo que se cocía y se cuece en ellas, tanto pública como privadamente, y hasta de manera soterrada. Para eso se hacen los nombramientos y por eso se reconoce y retribuye el desempeño de los cargos directivos y de coordinación. De modo que si alguien preside un órgano colegiado integrado por treinta y un miembros (el equivalente al claustro de un colegio mediano o a la mitad del que corresponde a un centro de E. Secundaria equiparable) y desconoce el funcionamiento de las salas, el curso de los asuntos que entienden, las resoluciones que van tomando, los posicionamientos de los magistrados con relación a las cuestiones que tramitan, etc., no cabe otra alternativa que pensar que o no se aplica a la tarea de la que es responsable, o que es un incompetente. Y en ambos casos, lo mejor para la institución y para él mismo es que quién le nombró le pida su dimisión irrevocable o, en su defecto, le cese sin más. Y si no encuentra las fuerzas o los argumentos necesarios para llevar a cabo tal decisión, lo idóneo, también en este caso, es que él mismo dimita o que, en su defecto, lo cesen quienes le designaron. 

Centrándonos en la noticia de ayer, por lo que leo, parece que una vez publicada la última de las sentencias mencionadas, la 1505/2018, de la Sección Segunda, vista su enorme repercusión mediática y la perplejidad que causa entre los bancos, el Presidente determina dejarla en suspenso en tanto que se reúne el plenario para pronunciarse sobre su entrada en vigor o, alternativamente, resolver sobre la vigencia de la anterior jurisprudencia. Más allá de que faltan tres magistrados al cónclave y que, por tanto, se manifiestan veintiocho de los treinta y uno, el resultado es que quince determinan que siga vigente la vieja doctrina del Tribunal que determina que sean los ciudadanos quienes sufraguen el impuesto sobre actos jurídicos documentados (que no debe olvidarse que es consecuencia de las obligaciones que los bancos les imponen cuando les conceden hipotecas), y los otros trece se quedan con un palmo de narices, argumentando y defendiendo lo contrario. Aunque dado el curso que habían tomado las cosas se esperaba una solución casi inevitablemente chapucera, esta resolución nos deja absolutamente perplejos a los ciudadanos del común, que, entre otras muchas cosas, no entendemos como no se debatió internamente, antes de publicarse, una resolución tan controvertida, que seguramente ofrece múltiples aristas e interpretaciones, hasta el punto de que ha partido por el eje, que es lo mismo que decir por mitades, a toda una Sala del Tribunal Supremo. O el asunto tiene una dificultad morrocotuda, o quienes lo han gestionado son unos chapuceros. Ambas cosas deben resolverse con discreción y eficiencia, sin permitir que desciendan al barrizal diario de la política, que acaba desacreditando a cuantos en él intervienen. Otra cosa es que se pretenda hacerlo conscientemente, algo que no quiero ni imaginar.

Desde la especialización jurídica, a menudo se suele criticar que los ciudadanos (también los periodistas, tertulianos y comentaristas) se instituyan en exégetas de la ley y la jurisprudencia, posicionándose como expertos en su interpretación. Yo creo que unos y otros somos muy conscientes de nuestra nula expertidad en el conocimiento y la aplicación de las leyes y la jurisprudencia. En cambio, globalmente considerados, poseemos bastante sentido común. Y visto lo visto, y contrastado lo acaecido entre veintiocho cualificadísimos jueces, defendiendo posiciones contrapuestas, divididos por mitades casi idénticas, pues, sinceramente, uno piensa que tal vez la cordura, la sensatez y el sentido común que patrimonializamos la ciudadanía en general podrían ser una buena fuente de inspiración para los juristas.

En la edición del pasado día 4 de noviembre, Diario 16 publicaba que la Agencia Tributaria ha detectado que los españoles tenemos 457.000 millones de euros en el extranjero, lo que supone algo más del 40 % del PIB del país. Sabemos de sobra quienes son estas personas que engrosan la élite económica y política de la nación, que no tienen hipotecas y que son radicalmente desvergonzadas e inmorales, aunque pidan perdón, hipócritamente contritos, cuando pillados y juzgados están a las puertas de la cárcel para cumplir la mitad de la penitencia y poder disfrutar de la totalidad de los caudales expatriados, y de los sospechosamente legalizados. Mientras esto sucede, 10 millones de personas están en riesgo de pobreza, según un reciente estudio de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado Español (EAPN-ES), que añade que 2,4 millones de personas viven en la pobreza extrema. Por otro lado, el último Informe sobre Bienestar social y económico de La Caixa señala que el 8 % de los españoles pasa frío en casa, que el 36,6 % no puede permitirse gastos imprevistos, que el 19 % no dispone de una pequeña cantidad de dinero para gastarse en ellos mismos o que uno de cada tres no pueden tomar vacaciones. De resultas de todo ello, nuestro nivel de vulnerabilidad nos sitúa en el puesto 25 entre los 28 miembros de la Unión Europea, o sea, casi encabezamos el ranking. Dicho de otra manera: estamos acuñando una nueva “marca España”, la de la vergüenza y la ignominia.

Este es el estado del país y de buena parte de su gente. Otro día hablaremos de las clases medias. Mientras tanto, quienes detentan los poderes públicos o aspiran a ocuparlos están a lo suyo. Entre los políticos, unos se envuelven con banderas y se refocilan con griteríos, bailando al son del ruido y la furia, para que todo siga igual que siempre; otros más novicios disimulan sus posiciones reaccionarias y actúan como taimados voceros de las empresas de IBEX; terceros pelean denodadamente por mantenerse en el poder, sea como sea; y los que restan empujan cuanto pueden soñando con aquello de “quítate tú que me ponga yo”. Lo cierto y verdad es que, a todos ellos, el país y los ciudadanos les importan un comino.

Para otros, lo suyo es seguir “a la chita callando”, haciendo poco ruido y manteniendo el statu quo, que para eso se instituyó, para “sostenello y no enmendallo”, invocando permanentemente la división e independencia de los poderes del Estado que, una vez bien “desarrollados” e “interpretados” los preceptos constitucionales, aparentan ser demasiado a menudo una pura entelequia. Y los padres de la patria, pues a lo suyo, unos cuantos a exhibir en el Parlamento sus pequeñas vanidades y la inmensa mayoría a apretar los botones partidistas y a hacer caja. Y todos, amparados bajo el paraguas de la casi universal impunidad, a servir a los poderosos.

Llegados a este punto, conviene recordarles y recordarnos que la UE aprobó en febrero de 2014 la directiva 2014/17 de protección a los consumidores en los contratos inmobiliarios. Y que el gobierno del PP fue incapaz de trasponer (trasladar a nuestra legislación) esa directiva pese a que dispuso de cuatro años para hacerlo. Ello implicaba reformar la vieja ley hipotecaria, incorporando la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE que protege abrumadoramente a los consumidores (como sucedió en la sentencia de las cláusulas suelo, de diciembre de 2016). Si el PP lo hubiese hecho, el Tribunal Supremo no habría tenido ocasión de errar o zozobrar. Ahora bien, más allá de la dejación gubernamental, interesada o no, tampoco debe omitirse la alarmante autarquía intelectual de muchos de nuestros magistrados. De hecho, solo dos de los integrantes de la Sala de referencia han apelado a la conveniencia de consultar a Luxemburgo.

Pero todavía conviene recordar con más énfasis que el artículo 1.2 de la vigente Constitución Española dice inequívocamente que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. No nos conviene olvidar cómo y con quién se posiciona cada cual para actuar en consecuencia cuando se nos convoque a las urnas. Concluiré con un aforismo cuya observancia me parece que nos viene bien a todos, inclusive a los magistrados del Tribunal Supremo: honeste vivere, neminem laedere, suum cuique tribuere (vivir honestamente, no dañar a otro, dar a cada uno lo suyo). Ulpiano dixit.

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