La
noticia que hoy ocupa los titulares de todos los diarios y las cabeceras de
todos los informativos es el pronunciamiento del pleno de la Sala de lo
Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, tras dos días de intenso
debate y por solo dos votos de diferencia: 15 magistrados a favor de que pague
el cliente y 13 de que se mantenga el criterio contrario, fijado en
Sentencia del 16 de octubre, que cambiaba la jurisprudencia que había mantenido
hasta ahora el alto tribunal, vigente durante más de 20 años. El presidente de
la sala, Luis Díez-Picazo, inclinó con su voto la balanza a favor de esta
tesis, pese a que en el curso de los debates parece que se había mostrado
partidario de mantener el nuevo criterio, aunque cerrando la puerta a que tuviera
efectos retroactivos. Esta opción estuvo a punto de prosperar a través de una
enmienda transaccional propuesta por la magistrada Pilar Teso para buscar un
consenso entre las dos posturas, que finalmente se votó en contra.
Después
de leer y escuchar lo que se dice en los medios de comunicación, me parece que
a los ilustres magistrados habría que decirles algo. Porque si seis de los
treinta y uno que forman la Sala de la Contencioso, mayoritariamente expertos
en derecho tributario, se reunieron después de sesudos estudios y deliberaciones
y resolvieron publicitar una sentencia que contradice otra anterior, sentando
nueva jurisprudencia, motivos de peso tendrían para hacerlo. Desconozco el
rigor, la justificación, la fundamentación jurídica o los razonamientos en los
que han basado su resolución, aunque presupongo en positivo todos ellos habida
cuenta de que forman parte de la élite que ocupa el supremo escalón de la
judicatura. Y, desde luego, entiendo que deben tener al menos tantas y tan
buenas evidencias para sustentar su resolución como las que esgrimieron quienes
acordaron la contraria sentencia precedente.
Ulpiano |
Como
trabajador público que he sido durante más de cuarenta años, tengo el
convencimiento de que la mayoría de quienes hemos ejercido y ejercen el
gobierno de las instituciones conocíamos y conocen lo que se cocía y se cuece
en ellas, tanto pública como privadamente, y hasta de manera soterrada. Para
eso se hacen los nombramientos y por eso se reconoce y retribuye el desempeño
de los cargos directivos y de coordinación. De modo que si alguien preside un
órgano colegiado integrado por treinta y un miembros (el equivalente al
claustro de un colegio mediano o a la mitad del que corresponde a un centro de
E. Secundaria equiparable) y desconoce el funcionamiento de las salas, el curso
de los asuntos que entienden, las resoluciones que van tomando, los
posicionamientos de los magistrados con relación a las cuestiones que tramitan,
etc., no cabe otra alternativa que pensar que o no se aplica a la tarea de la
que es responsable, o que es un incompetente. Y en ambos casos, lo mejor para
la institución y para él mismo es que quién le nombró le pida su dimisión
irrevocable o, en su defecto, le cese sin más. Y si no encuentra las fuerzas o los argumentos necesarios para llevar a cabo tal decisión, lo idóneo, también en este caso, es que él mismo dimita o que, en su defecto, lo cesen quienes le designaron.
Centrándonos en la noticia de ayer, por lo que leo, parece que una vez
publicada la última de las sentencias mencionadas, la 1505/2018, de la Sección
Segunda, vista su enorme repercusión mediática y la perplejidad que
causa entre los bancos, el Presidente determina dejarla en suspenso en tanto que
se reúne el plenario para pronunciarse sobre su entrada en vigor o,
alternativamente, resolver sobre la vigencia de la anterior
jurisprudencia. Más allá de que faltan tres magistrados al cónclave y que, por
tanto, se manifiestan veintiocho de los treinta y uno, el resultado es que quince
determinan que siga vigente la vieja doctrina del Tribunal que determina que sean los ciudadanos quienes sufraguen el impuesto sobre actos jurídicos documentados (que no debe
olvidarse que es consecuencia de las obligaciones que los bancos les imponen cuando les conceden hipotecas), y los otros trece se quedan con un
palmo de narices, argumentando y defendiendo lo contrario. Aunque dado el curso que habían tomado las cosas se esperaba una solución casi inevitablemente chapucera, esta resolución nos deja absolutamente
perplejos a los ciudadanos del común, que, entre otras muchas cosas, no
entendemos como no se debatió internamente, antes de publicarse, una resolución tan
controvertida, que seguramente ofrece múltiples aristas e interpretaciones, hasta el punto de que ha partido por el eje, que es lo mismo que decir por mitades, a toda una Sala del Tribunal Supremo. O el asunto tiene una dificultad morrocotuda, o quienes lo han gestionado son unos chapuceros. Ambas cosas deben resolverse con discreción y eficiencia, sin permitir que desciendan al barrizal diario de la política, que acaba desacreditando a cuantos en él intervienen. Otra cosa es que se pretenda hacerlo conscientemente, algo que no quiero ni imaginar.
Desde
la especialización jurídica, a menudo se suele criticar que los ciudadanos (también
los periodistas, tertulianos y comentaristas) se instituyan en exégetas de la
ley y la jurisprudencia, posicionándose como expertos en su interpretación. Yo
creo que unos y otros somos muy conscientes de nuestra nula expertidad en
el conocimiento y la aplicación de las leyes y la jurisprudencia. En cambio,
globalmente considerados, poseemos bastante sentido común. Y visto lo visto, y contrastado
lo acaecido entre veintiocho cualificadísimos jueces, defendiendo posiciones
contrapuestas, divididos por mitades casi idénticas, pues,
sinceramente, uno piensa que tal vez la cordura, la sensatez y el sentido común
que patrimonializamos la ciudadanía en general podrían ser una buena fuente de
inspiración para los juristas.
En la edición del pasado día 4 de noviembre, Diario 16 publicaba que la Agencia
Tributaria ha detectado que los españoles tenemos 457.000 millones de euros en
el extranjero, lo que supone algo más del 40 % del PIB del país. Sabemos de
sobra quienes son estas personas que engrosan la élite económica y política de
la nación, que no tienen hipotecas y que son radicalmente desvergonzadas e inmorales, aunque pidan
perdón, hipócritamente contritos, cuando pillados y juzgados están a las
puertas de la cárcel para cumplir la mitad de la penitencia y poder disfrutar
de la totalidad de los caudales expatriados, y de los sospechosamente legalizados. Mientras
esto sucede, 10 millones de personas están en riesgo de pobreza, según un
reciente estudio de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión
Social en el Estado Español (EAPN-ES), que añade que 2,4 millones de personas viven
en la pobreza extrema. Por otro lado, el último Informe sobre Bienestar social
y económico de La Caixa señala que el 8 % de los españoles pasa frío en casa, que
el 36,6 % no puede permitirse gastos imprevistos, que el 19 % no dispone de una
pequeña cantidad de dinero para gastarse en ellos mismos o que uno de cada tres
no pueden tomar vacaciones. De resultas de todo ello, nuestro nivel de
vulnerabilidad nos sitúa en el puesto 25 entre los 28 miembros de la Unión
Europea, o sea, casi encabezamos el ranking. Dicho de otra manera: estamos
acuñando una nueva “marca España”, la de la vergüenza y la ignominia.
Este
es el estado del país y de buena parte de su gente. Otro día hablaremos de las
clases medias. Mientras tanto, quienes detentan los poderes públicos o aspiran
a ocuparlos están a lo suyo. Entre los políticos, unos se envuelven con
banderas y se refocilan con griteríos, bailando al son del ruido y la furia,
para que todo siga igual que siempre; otros más novicios disimulan sus
posiciones reaccionarias y actúan como taimados voceros de las empresas de IBEX; terceros
pelean denodadamente por mantenerse en el poder, sea como sea; y los que restan
empujan cuanto pueden soñando con aquello de “quítate tú que me ponga yo”. Lo
cierto y verdad es que, a todos ellos, el país y los ciudadanos les importan un
comino.
Para
otros, lo suyo es seguir “a la chita callando”, haciendo poco ruido y
manteniendo el statu quo, que para
eso se instituyó, para “sostenello y no enmendallo”, invocando permanentemente
la división e independencia de los poderes del Estado que, una vez bien “desarrollados” e “interpretados” los preceptos constitucionales, aparentan ser demasiado
a menudo una pura entelequia. Y los padres de la patria, pues a lo suyo, unos
cuantos a exhibir en el Parlamento sus pequeñas vanidades y la inmensa mayoría
a apretar los botones partidistas y a hacer caja. Y todos, amparados bajo el
paraguas de la casi universal impunidad, a servir a los poderosos.
Llegados a este punto, conviene recordarles y recordarnos que la UE aprobó en febrero de 2014 la directiva 2014/17 de protección a los consumidores en los contratos inmobiliarios. Y que el gobierno del PP fue incapaz de trasponer (trasladar a nuestra legislación) esa directiva pese a que dispuso de cuatro años para hacerlo. Ello implicaba reformar la vieja ley hipotecaria, incorporando la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE que protege abrumadoramente a los consumidores (como sucedió en la sentencia de las cláusulas suelo, de diciembre de 2016). Si el PP lo hubiese hecho, el Tribunal Supremo no habría tenido ocasión de errar o zozobrar. Ahora bien, más allá de la dejación gubernamental, interesada o no, tampoco debe omitirse la alarmante autarquía intelectual de muchos de nuestros magistrados. De hecho, solo dos de los integrantes de la Sala de referencia han apelado a la conveniencia de consultar a Luxemburgo.
Pero todavía conviene recordar con más énfasis que el artículo 1.2 de la vigente Constitución Española dice inequívocamente que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. No nos conviene olvidar cómo y con quién se posiciona cada cual para actuar en consecuencia cuando se nos convoque a las urnas. Concluiré con un aforismo cuya observancia me parece que nos viene bien a todos, inclusive a los magistrados del Tribunal Supremo: honeste vivere, neminem laedere, suum cuique tribuere (vivir honestamente, no dañar a otro, dar a cada uno lo suyo). Ulpiano dixit.
Llegados a este punto, conviene recordarles y recordarnos que la UE aprobó en febrero de 2014 la directiva 2014/17 de protección a los consumidores en los contratos inmobiliarios. Y que el gobierno del PP fue incapaz de trasponer (trasladar a nuestra legislación) esa directiva pese a que dispuso de cuatro años para hacerlo. Ello implicaba reformar la vieja ley hipotecaria, incorporando la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE que protege abrumadoramente a los consumidores (como sucedió en la sentencia de las cláusulas suelo, de diciembre de 2016). Si el PP lo hubiese hecho, el Tribunal Supremo no habría tenido ocasión de errar o zozobrar. Ahora bien, más allá de la dejación gubernamental, interesada o no, tampoco debe omitirse la alarmante autarquía intelectual de muchos de nuestros magistrados. De hecho, solo dos de los integrantes de la Sala de referencia han apelado a la conveniencia de consultar a Luxemburgo.
Pero todavía conviene recordar con más énfasis que el artículo 1.2 de la vigente Constitución Española dice inequívocamente que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. No nos conviene olvidar cómo y con quién se posiciona cada cual para actuar en consecuencia cuando se nos convoque a las urnas. Concluiré con un aforismo cuya observancia me parece que nos viene bien a todos, inclusive a los magistrados del Tribunal Supremo: honeste vivere, neminem laedere, suum cuique tribuere (vivir honestamente, no dañar a otro, dar a cada uno lo suyo). Ulpiano dixit.
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