A
veces pienso que mi capacidad de sorpresa es limitada y que acabará ardiendo y
agotándose por completo con tanta disparatada insensatez y tanta barbaridad
consecutivas. Sin embargo, contrariamente, casi siempre he pensado que es
preciso evitar consumirla porque vale la pena mantener alerta y contenta a esa ingenua
criatura, que todavía sigue viva en algún rincón de mi corazón, seguramente por
mi ingénita curiosidad.
La
sorpresa o el asombro, como le llaman algunos, es una emoción básica universal
e innata, como lo son el asco, el miedo, la alegría, la tristeza y la ira. Todas
afloran durante el desarrollo de las personas, independientemente del contexto
en el que viven. Son parte de los procesos evolutivos y adaptativos, tienen un
sustrato neural innato y universal y un
estado afectivo, asociado y característico, que se denomina sentimiento. No en
vano los neurocientíficos diferencian las emociones de los sentimientos. Las primeras
son estados físicos que surgen de las respuestas que da nuestro organismo a los
estímulos externos que lo impresionan. En cambio, los sentimientos son fenómenos,
posteriores y consecuentes, que se expresan a través de los estados mentales. Fue
en la década los 70 cuando el
psicólogo Paul Eckman identificó
las seis emociones básicas mencionadas, que seguimos tomando como
referencia, aunque con el paso de los años se han llegado a acreditar hasta 27
subtipos, que conforman lo que podría denominarse el espectro emocional.
No
es infrecuente enfrentar la razón a las emociones si se adopta como instrumento
de análisis la falaz suposición de que alteraran el raciocinio. Partiendo de
ahí es casi inevitable que se les atribuya un carácter hedónico, transcendental
e irracional, que puede hacernos pensar que carecen de utilidad. Y nada más
lejos de la realidad porque, bien al contrario, tienen un papel muy importante
en nuestras vidas, pues nos ayudan a orientar la conducta y a actuar con
inmediatez.
La
sorpresa se considera la emoción básica más singular. Algunos autores
la han cuestionado porque no está revestida de las características que tienen
las demás. Por ejemplo, no tiene valencia, cuando se sobreentiende que
una emoción debe tener valencia positiva o negativa. Y de ahí que se la
describa como emoción neutra. La sorpresa podría definirse como la reacción de un determinado individuo frente a
un suceso discrepante del plan o esquema que se ha trazado previamente. Es algo
imprevisto, extraño o novedoso. De hecho es la emoción más breve, pues ocurre de forma súbita y desaparece con la
misma prisa. Es como un estado transitorio que o deja la mente en blanco, o se transforma
inmediatamente en otra emoción. Según Ekman, la sorpresa es la más breve de todas las
emociones. Casi sucede mientras reaccionamos para averiguar lo que está pasando
a nuestro alrededor e, inmediatamente, se convierte en miedo, diversión,
alivio, ira o asco, dependiendo de qué fue lo que nos sorprendió. Incluso puede
no seguirle emoción alguna.
La
sorpresa sensibiliza los sentidos y optimiza la receptibilidad. De manera que
posibilita que evaluemos de forma rápida y automática un determinado evento y
sus consecuencias, facilitando la eclosión de la reacción emocional y
conductual acorde con sus exigencias, a la vez que bloquea otras actividades para concentrar el esfuerzo en el análisis del incidente
sorprendente. Produce efectos subjetivos cuya duración depende del
tiempo que tarda en aparecer la emoción posterior. El principal efecto
subjetivo es lo que se ha denominado mente en blanco, que es una reacción
afectiva indefinida y agradable. Otro efecto subjetivo son las sensaciones de
incertidumbre cuando la sorpresa evoca situaciones que no se asemejan a la
felicidad, pero tampoco a la tristeza o al miedo.
Querámoslo
o no, siempre está por llegar algo nuevo que nos sorprenderá y nos
congratulará, nos decepcionará, nos enfadará o nos dejará indiferentes. Sin ir
más lejos mi última sorpresa placentera sucedió hace pocos días al practicar
uno de mis endémicos anacronismos. Abrí
el buzón que tengo en el zaguán de casa –el de railite y metal, ese que habitualmente
se suele encontrar atestado de publicidad y que debería estar pintado de azul,
puesto que ya no es más que un contenedor de papel– y encontré un sobre color
crema, con dos sellos timbrados, con mi nombre y apellidos y mi dirección
completa escritos a mano en él. Me apresuré a abrirlo y encontré dos folios, rotulados
por ambas caras con una letra caligráfica de las de toda la vida, que leí despacio, paladeando un placer olvidado,
sintiendo la profunda nostalgia que despertó en mi la misiva de un viejo amigo,
que no era sino una carta de verdad, de las de antes…
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