sábado, 24 de noviembre de 2018

La sorpresa

A veces pienso que mi capacidad de sorpresa es limitada y que acabará ardiendo y agotándose por completo con tanta disparatada insensatez y tanta barbaridad consecutivas. Sin embargo, contrariamente, casi siempre he pensado que es preciso evitar consumirla porque vale la pena mantener alerta y contenta a esa ingenua criatura, que todavía sigue viva en algún rincón de mi corazón, seguramente por mi ingénita curiosidad.

La sorpresa o el asombro, como le llaman algunos, es una emoción básica universal e innata, como lo son el asco, el miedo, la alegría, la tristeza y la ira. Todas afloran durante el desarrollo de las personas, independientemente del contexto en el que viven. Son parte de los procesos evolutivos y adaptativos, tienen un sustrato neural innato y universal  y un estado afectivo, asociado y característico, que se denomina sentimiento. No en vano los neurocientíficos diferencian las emociones de los sentimientos. Las primeras son estados físicos que surgen de las respuestas que da nuestro organismo a los estímulos externos que lo impresionan. En cambio, los sentimientos son fenómenos, posteriores y consecuentes, que se expresan a través de los estados mentales. Fue en la década los 70 cuando el psicólogo Paul Eckman identificó las seis emociones básicas mencionadas, que seguimos tomando como referencia, aunque con el paso de los años se han llegado a acreditar hasta 27 subtipos, que conforman lo que podría denominarse el espectro emocional.

No es infrecuente enfrentar la razón a las emociones si se adopta como instrumento de análisis la falaz suposición de que alteraran el raciocinio. Partiendo de ahí es casi inevitable que se les atribuya un carácter hedónico, transcendental e irracional, que puede hacernos pensar que carecen de utilidad. Y nada más lejos de la realidad porque, bien al contrario, tienen un papel muy importante en nuestras vidas, pues nos ayudan a orientar la conducta y a actuar con inmediatez.

La sorpresa se considera la emoción básica más singular. Algunos autores la han cuestionado porque no está revestida de las características que tienen las demás. Por ejemplo, no tiene valencia, cuando se sobreentiende que una emoción debe tener valencia positiva o negativa. Y de ahí que se la describa como emoción neutra. La sorpresa podría definirse como la reacción de un determinado individuo frente a un suceso discrepante del plan o esquema que se ha trazado previamente. Es algo imprevisto, extraño o novedoso. De hecho es la emoción más breve, pues ocurre de forma súbita y desaparece con la misma prisa. Es como un estado transitorio que o deja la mente en blanco, o se transforma inmediatamente en otra emoción. Según Ekman, la sorpresa es la más breve de todas las emociones. Casi sucede mientras reaccionamos para averiguar lo que está pasando a nuestro alrededor e, inmediatamente, se convierte en miedo, diversión, alivio, ira o asco, dependiendo de qué fue lo que nos sorprendió. Incluso puede no seguirle emoción alguna.

La sorpresa sensibiliza los sentidos y optimiza la receptibilidad. De manera que posibilita que evaluemos de forma rápida y automática un determinado evento y sus consecuencias, facilitando la eclosión de la reacción emocional y conductual acorde con sus exigencias, a la vez que bloquea otras actividades para concentrar el esfuerzo en el análisis del incidente sorprendente. Produce efectos subjetivos cuya duración depende del tiempo que tarda en aparecer la emoción posterior. El principal efecto subjetivo es lo que se ha denominado mente en blanco, que es una reacción afectiva indefinida y agradable. Otro efecto subjetivo son las sensaciones de incertidumbre cuando la sorpresa evoca situaciones que no se asemejan a la felicidad, pero tampoco a la tristeza o al miedo.

Querámoslo o no, siempre está por llegar algo nuevo que nos sorprenderá y nos congratulará, nos decepcionará, nos enfadará o nos dejará indiferentes. Sin ir más lejos mi última sorpresa placentera sucedió hace pocos días al practicar uno de mis endémicos  anacronismos. Abrí el buzón que tengo en el zaguán de casa –el de railite y metal, ese que habitualmente se suele encontrar atestado de publicidad y que debería estar pintado de azul, puesto que ya no es más que un contenedor de papel– y encontré un sobre color crema, con dos sellos timbrados, con mi nombre y apellidos y mi dirección completa escritos a mano en él. Me apresuré a abrirlo y encontré dos folios, rotulados por ambas caras con una letra caligráfica de las de toda la vida, que leí despacio, paladeando un placer olvidado, sintiendo la profunda nostalgia que despertó en mi la misiva de un viejo amigo, que no era sino una carta de verdad, de las de antes…

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