La
mayoría de las personas con las que me relaciono están por encima de los sesenta.
Probablemente es un umbral que señala cuando la gente desaparecemos sin grandes
alharacas, casi natural, explicablemente. Morir a los treinta o a los cuarenta
suscita el rencor contra el destino, pero morir a los sesenta apenas despierta
una leve piedad; hasta algunos llegan a pensar que, por una u otra causa, estábamos mereciendo que nos
sucediese. A esta edad hemos dejado de ser objeto de cualquier deseo, apenas
interesamos a otra gente que no sean los bancos y los agentes de seguros –especialmente
de decesos- que quieren engañarnos aparentando que nos protegen de una amenaza
auténtica, de la que no nos va a librar absolutamente nadie. Porque lo que fundamentalmente
anhelamos a estas alturas de la vida es la inmovilidad del tiempo que,
paradójicamente, es la peor antagonista de las exigencias del mercado, de lo
que prima, de lo que marcan las tendencias, que no conocen otras inercias que no
sean temporadas, modas, estilos… reinvención permanente.
Miras hacia los lados y docenas de conocidos llevan bypass, a la mayoría les han prohibido el café, la sal, los
embutidos, el alcohol, los salazones y mariscos, incluso los pasteles. Otros
arrastran lesiones de rodilla, columna o cadera, que les hacen cojear ostentosamente
y que eluden mientras pueden la trapisonda de pasar por el quirófano. Y si lo
han hecho, han sido esclavizados por el gimnasio. La mitad de los amigos tienen
una próstata hipertrofiada que les hace dependientes del medicamento de turno o
sufridores de inevitables molestias. Todos optan por sacrificarse porque las prefieren
a la cirugía. Cada vez son más los que refunfuñan de sus hernias de hiato, que
les obligan a dormir en parihuelas, o con tacos de espuma, almohadones y otros
artilugios bajo el cabezal, y a ingerir antiácidos, dispépticos y tónicas. Bastantes
tenemos esa cosa que denominan acúfenos, esos incesantes silbidos en nuestros
oídos que, hasta que conseguimos obviarlos, nos taladran la mente y nos quiebran
la moral. Los menos convalecemos de operaciones a corazón abierto o vivimos
acojonados tras oír sentencias médica y humanamente inaceptables cuyo denominador
común es: cáncer.
En síntesis, pienso que llegó el tiempo de no tener salud, de correr tras ella,
de buscarla e intentar recuperarla. La verdad es que ni es lo que era y, lo que
es peor, cada vez es más difícil y más cara. Hasta los médicos han perdido la
empatía que tenían. Seguramente porque nos auguran un periodo de vida más corto
y restan importancia a que no nos sintamos del todo bien porque, a fin de
cuentas, los achaques forman parte de la normalidad de nuestras vidas.
Yo creo que hasta los cincuenta viví sin preocuparme de mi salud. Pero es
precisamente a partir de entonces cuando la he revindicado especialmente. Tal
vez, en un ejercicio de irresponsabilidad e irreflexión, podría pensarse que el
cuerpo, al envejecer, podría interesar menos, pero curiosamente conforme nos
hacemos viejos el cuerpo reviste un valor imperativo. Gana categoría
patrimonial o la tiene como nunca la tuvo. Con su declive, gana autoridad y sus
fallos y advertencias son indicios de primera necesidad. Cuando éramos jóvenes
el cuerpo nos prestaba servicios impagables y gratuitos. Sin embargo, ahora,
estamos predispuestos a servirlo, echando mano de cuanto tenemos a nuestro
alcance. Antes lo amábamos por sus rendimientos y ahora lo tememos por sus
amenazas. Antes perdonaba siempre nuestros abusos y ahora se desquita con furia
extrema en cuanto lo olvidamos. En este punto, más allá de los bienes que
poseamos, las relaciones que elijamos o los sueños que tengamos, la salud
condimenta el sentido de nuestras vidas, es más, constituye su sustancia. Y no
solo eso. Según sus grados, llega a ser la pócima que decide su sabor
específico. La salud, a estas alturas de la existencia, es como una droga que
lo cambia todo: el aroma, el color, la duración de las cosas. No somos nada
apartados de ella porque es el catalizador que nos permite gozar de la belleza,
de la inteligencia y hasta del sexo, cuando es posible. A medida que decrece
las cosas se emborronan y todo se licúa como en los espacios hospitalarios.
Nunca fue tan imprescindible y hechizante el gozo de no sentir dolor ni tan
poderosa la consciencia de reconocernos sanos.
Siempre he tenido miedo a la muerte. Especialmente desde los cincuenta,
cuando la conocí de cerca y decidimos separarnos amistosa y provisionalmente.
Desde entonces es un pensamiento que me acompaña más a menudo que antes y que
me ha hecho reflexionar sobre algunas cosas que me parecen importantes. La
primera de ellas es que se puede morir a cualquier edad. No hay nadie que tenga
garantizados más años de vida que otro por el mero hecho de haber vivido menos.
Cualquiera puede morir en cualquier momento, ahora mismo, por ejemplo. La
segunda reflexión es que todos morimos tarde o temprano y, por tanto, está
claro que la muerte no es nada personal, nos concierne a todos.
He
descubierto que la escritura tiene para mí una función antioxidante y propiedades
curativas que me distraen del proceso de envejecer, de huir de las hermanas Cloto, Láquesis y Átropos y de acercarme
a la muerte. Es como si las palabras acogiesen entre sus trazos los retazos de mi
vida, lo que pienso que ha sido y de cómo la he creído vivir; como si me
ayudasen a disociar la vida de la muerte, lo que es de lo que ya no será. Es como
si acogiesen sólo la parte viva de mi ser, la que permanece, aquello que no
quiero abandonar y que me hace sentirme en este mundo. Eso, a veces, es para mí
la escritura. Y tal vez por eso escribo, para sentirme vivo y renegar de la
parca.
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