Hace
un par de días se llevó a cabo la enésima huelga de la universidad española. Otra
más contra la política educativa del PP y contra su brazo ejecutor, el
malhadado ministro Wert. Las organizaciones sindicales acordaron convocarla en
todas las universidades públicas, y para todo su personal, con un lema: Fuera el 3+2. No a la privatización de la
universidad pública. Una huelga con reivindicaciones corporativas y populistas (como casi todas), con un
seguimiento desigual y datos contradictorios según su fuente que, como sucede
habitualmente, la mayoría de los
estudiantes aprovecharían para preparar exámenes, terminar trabajos o tomarse
un día de asueto.
Tampoco
debió tener consecuencias importantes para el profesorado y para el personal de
administración y servicios. Los menos harían activamente el paro. Muchos argüirían
que no pudieron acceder a sus puestos de trabajo por mor de las barricadas y
piquetes. Otros se quedarían directamente en sus casas porque no suele ser costumbre
de los rectores contabilizar, ni notificar, las incidencias que se producen esos
días. Al fin y al cabo, siempre son los alumnos quienes no asisten a clase,
condición sine qua non para que lo
hagan los profesores. Dado que fue imposible dar clase, la mayoría de ellos
probablemente aprovecharían la coyuntura para avanzar trabajos atrasados, actualizar
sus cosas, preparar alguna comunicación para el próximo congreso o rematar
algún articulo pendiente. Tal vez por ese acendrado sentido de la responsabilidad
están tan de moda y asumen un protagonismo creciente en la vida pública. Unos,
porque motu proprio se erigen en
líderes visionarios ex nihilo; otros porque
los ‘fichan’ los partidos tradicionales para dar lustre a sus impresentables
candidaturas.
Desconozco
cuantos de ellos trabajan en las administraciones públicas, mientras les suplen
en sus puestos docentes profesores precarios y precarizados, que soportan sobre
sus hombros la trascendental responsabilidad de formar a los profesionales y cuadros
medios de la sociedad futura. Deben ser muchos, porque son más de 70.000 los
políticos acogidos por el Congreso y el Senado, los ayuntamientos, el Parlamento
Europeo, las diputaciones forales y los cabildos insulares. Por referenciarlos
en algo, valga decir que superan el número de miembros del Cuerpo Nacional de
Policía, que son alrededor de 62.000, o el de Profesores Titulares de
Universidad, que suman alrededor de 30.000. Y si, además de los que ostentan la
representación más o menos directa de la ciudadanía, incluimos en el cómputo los
cargos directivos de las administraciones paralelas, empresas públicas, cámaras
de comercio, defensores del pueblo, entidades financieras, consorcios, instituciones
de cooperación y desarrollo, organismos internacionales, etc., la cifra alcanza
los 400.000; es decir, el doble que en Italia o Francia, países cuya población
supera a la nuestra en más de un tercio.
El diputado Toledo durante una intervención ante el pleno de Les Corts. |
Todo
esto viene a cuento de una historia singular acaecida ayer, 25 de marzo, en las
Cortes Valencianas. ¿Qué más puede suceder allí, Señor? Ocurrió durante el desarrollo
del penúltimo pleno de la legislatura y fue algo ignoto en la vida
parlamentaria. Un diputado del grupo socialista, Francisco Toledo, catedrático
de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial y ex-rector de la
Universidad Jaime I de Castellón, aprovecho esa postrera sesión parlamentaria para
declarar públicamente su amor a la compañera de grupo, y también cincuentona y
diputada por Castellón, Delia Valero.
No
sé por qué la anécdota la han resaltado la mayoría de los medios, cuando ni es singular
ni debiera tener mayor relevancia. Es más, sorprende que llame la atención algo
que empieza a ser parte de la cotidianeidad: que nuestros admirados políticos
expresen sus emociones públicamente, con trasparencia envidiable, que lamentablemente
se echa a faltar en otros muchos de sus desempeños. Apenas hace unas semanas,
Pablo Iglesias y Tania Sánchez, dos fenómenos de la autodenominada nueva
política, se hacían arrumacos ante las cámaras de los reporteros y las cadenas
de TV. Sin embargo, tal vez fagocitados por el vertiginoso ritmo de la sociedad
digital y mediática, hace pocos días -justo el domingo por la noche, cuando se concluía el escrutinio electoral en Andalucía- anunciaban su ruptura sentimental a través
de twitter, con un edulcorado,
pactado e idéntico twitt, que difundieron
al alimón, seguramente por casualidad, visto el resultado electoral de Podemos.
Parece
que en este tiempo en que los profesores universitarios menudean en la vida
política, en que está de moda que los ciudadanos expresen sus afectos y sus
vergüenzas en los medios cada tarde, el señor Toledo no ha querido ser menos. Desde
su escaño confesó que sacó provecho de su vida parlamentaria, de su periplo en
las Cortes, y que no lo ha declarado porque considera que no tiene precio
aunque, según él, tenga un valor incalculable. No está mal la declaración
viniendo de un cincuentón, que es doctor en Matemáticas. Y, por lo que dicen
los medios, mejores son sus referencias sobre las contribuciones a la cosa
pública de la estupenda diputada que ocupa el escaño ochenta y ocho que, según
él, le ha apoyado y ayudado en los últimos cuatro años, especialmente en las
últimas semanas y, por tanto, no necesita más. Enternecedor…, definitivo. La ñoñez en la política. La guinda que le faltaba al pastel.
Señor,
¡que no nos pase nada!
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