Acaba
de cumplir 89 años y todavía conserva el cuerpo fibroso de una mujer madura y
severa, dispuesta a emprender casi lo que haga falta. El pelo a lo garçon, como cuando era una jovencita o,
al menos, como cuando la conocimos allá por los sesenta y tantos. La mirada vivaracha,
diáfana y franca. La risa un tanto impostada y, sin embargo, limpia, dulce y grave, aflorando desde lo hondo y expresando
la fugaz satisfacción de quién opta por exhibirla, sin prodigarla. La
voz grave y pausada en el terreno corto, atiplada y enervada cuando la excita
la pasión discursiva o le indigna la injusticia y la sinrazón. Así sigue, como fue
siempre. Maruja es de las personas que no engañan.
Te
la echas a la cara y estás frente a uno de esos personajes femeninos involuntariamente
pioneros, sean señoras feudales, prostitutas, amazonas, brujas, aburguesadas o
profesoras. Su imagen es el vivo ejemplo de la larga y dura travesía emancipadora
de la mujer en Occidente. Una joven, criada en un tiempo de nacionalcatolicismo,
adocenamiento y represión, que emerge a la vida pública con un mensaje transformador,
característico de la modernidad de siempre y de la novedosa femineidad, que
ofrece propuestas contestatarias y audaces e incorpora maneras andróginas (en
el mejor sentido del término), que son imprescindibles para abrirse camino y
acometer los inicios de la feminización de la educación y la cultura en un país
absolutamente retrógrado, machista, casposo y antiguo.
Maruja Pastor, 2015. |
Estamos
frente a un personaje que nos ha legado su vida intelectual y su devenir
cotidiano de mujer y madre envueltos en una existencia precursora, que fluye y
ocupa la escena pública protagonizando explícita e implícitamente narrativas vitales
que inscriben vivencias personales y aspiraciones profesionales incomprendidas a
menudo por jerarquías e iguales y, sin embargo, ampliamente celebradas y
recordadas por quienes fuimos sus discípulos.
No
es cosa de extenderse aquí reiterando lo que se ha dicho y actuado sobre la trayectoria
profesional de Maruja Pastor. Su empeño por implantar en la Escuela Normal de
Alicante, de la que fue directora desde 1960 a 1977, un modelo de coeducación para
derribar las barreras, la discriminación y la segregación en las aulas. Su
impulso al proceso de democratización de la vida académica, propiciando la
elección de representantes de alumnos y fomentando la creación de asociaciones
de estudiantes, que desarrollaron múltiples actividades y fueron el embrión del
posterior movimiento reivindicativo, que cuajó en los años de la transición con
la creación de la Asociación de Antiguos Alumnos de Magisterio, germen del
Movimiento Democrático de Maestros y Maestras y de la Coordinadora de Enseñanza,
sin los que no se concibe el origen del Sindicato de Trabajadores de la
Enseñanza. Su estimulo a la edición de revistas e iniciativas culturales, como
el grupo de teatro Concepción Arenal -que tomó el nombre de la Escuela- y que, posteriormente,
adoptó el de Abraxas, etc., etc.
Desde su cátedra en la Escuela de Magisterio, después Escuela Universitaria de Formación del Profesorado de EGB y, finalmente, Facultad de Educación, fue impulsora incansable
de la renovación pedagógica, practicándola en su docencia y en sus
responsabilidades directivas, que nunca disoció. Al contrario, en la medida que
las circunstancias lo permitieron (e incluso cuando no fue así), ejercitó y promovió la cultura democrática y
pedagógica en numerosas generaciones de maestros y maestras, algunos de los
cuales fueron después profesores de E. Secundaria y universitarios. Otros han
sido protagonistas destacados de la vida intelectual, sindical y política
alicantina, desde los últimos años del franquismo hasta la actualidad. Por
ello, su labor tiene un reconocimiento unánime, que le ha deparado múltiples
homenajes y numerosas distinciones académicas, profesionales y ciudadanas.
Entre otras, el premio Franklin Albricias (2009), el Premio Homenaje de la
Facultad de Filosofía y Letras de la UA (2013), el Premio Importante de
INFORMACIÓN (2015) o la rotulación de una calle en la ciudad de Alicante.
Nos
enseñó a ‘tecnologizar’ la educación, invitándonos a incorporar a las aulas diapositivas,
películas, música, dramatizaciones, franelogramas, etc., a programar la enseñanza
y a documentar los actos didácticos, cimentándolos en premisas psicológicas y curriculares.
Nos incitó a planificar la enseñanza, a enfocar los procesos de aprendizaje desde
la perspectiva de quiénes aprenden, a enfatizar las premisas imprescindibles
para el aprendizaje como la motivación, la voluntad, las emociones, etc., o a
ensayar metodologías alternativas, como los agrupamientos flexibles, el trabajo
en equipo o los proyectos. Nos demostró argumentadamente que la educación no es
una ocupación improvisada ni caritativa, sino un servicio público que exige rigor
y planificación, y que debe considerarse como un derecho de los ciudadanos y no
como la dádiva que otorgan arbitraria o discrecionalmente quienes los
gobiernan.
Nos enseñó a poner a la persona en el centro de los procesos de aprendizaje y
en el horizonte de cualquier propósito educativo. El niño, el joven, el ser en
progresión irrumpieron en el imaginario de los futuros educadores como seres susceptibles
de perfeccionarse integralmente, insertos e integrados en el conjunto de sus circunstancias.
Ese era el mensaje que inscribía la personalización de la enseñanza en que
tanto insistió. Eso y mucho más se lo que debemos a Maruja Pastor, aunque ella
lo desconozca. Ella y algún otro colega, como Manolita Pascual, son las piezas
fundamentales que explican la magna obra educativa que desarrolló aquella Escuela
de Magisterio, sita en el monte Tossal, junto al castillo de S. Fernando, hoy
incomprensiblemente maltrecha y abandonada. Allí nos transmitieron un renovado
concepto de la educación, que hicieron calar en la médula de la profesión,
inculcándolo a las sucesivas promociones de maestras y maestros, logrando
anular los viejos clichés de la mera instrucción y el adoctrinamiento. Nada fue
igual a partir de entonces porque recuperamos el legado reprimido de nuestra
mejor tradición pedagógica, que acrecentamos con las nuevas aportaciones y
propuestas que nos mostraron, que provenían nada más y nada menos de gentes
como Dewey, Makarenko, Piaget, Neill, Freinet o Freire, entre otros muchos.
Maruja
nos enseñó a creer en las personas y a respetar su libertad, a cuestionar y replicar
al poder establecido, a no aceptar los mandatos autoritarios derivados del mero
imperativo legal o de la jerarquía administrativa. Y eso lo hacía con el
ejemplo, practicando o dejándonos practicar a quiénes éramos sus subordinados. Naturalmente
este es mi punto de vista. Habrá quienes tendrán otros y terceros que
discreparán de ambos. Y hasta cuartos que disentirán de todos. Eso es
justamente uno de los principios fundamentales que intentó enseñarnos: todos
iguales y todos diferentes, cada cual evolucionando, aprendiendo y actuando a
su ritmo y a su manera. Esa fue su propuesta alternativa al adocenamiento y a
la inútil rutina escolar: personalizar las propuestas educativas y transmitir
esa obsesión a todos sus alumnos. Y creo que lo logró ampliamente. Gracias una
vez más, Maruja.
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