“La historia se crea cuando cientos de miles de personas corrientes
dicen:
no estoy satisfecho, no quiero
esperar, quiero levantarme y hacer algo”
(Chai Jing)
Como
sabemos, un cuento chino es una expresión coloquial de uso generalizado en el
lenguaje conversacional de un amplio ramillete de países de habla hispana. La
RAE lo define como embuste o mentira disfrazada de artificios. Así pues, no se
trata de un engaño evidente, sino de una patraña disimulada, ingeniosa,
encajada dentro de una historia fantástica o de dudosa veracidad.
Existen
múltiples conjeturas sobre el origen de esta locución. Algunos dicen que es una expresión que se acuñó tras la difusión de los viajes de Marco Polo –recogidos en El
libro de las Maravillas– que propiciaron los descubrimientos que hizo el aventurero
veneciano en sus estadías en China, India, Japón y otras regiones asiáticas. Las
descripciones que aparecen en su
libro sobre animales raros, especias de sabores extraños, lenguas y
etnias desconocidas, así como las encarnizadas conquistas de los reinos, la
diversidad de costumbres y creencias religiosas, el exotismo y las riquezas
descritas hicieron que esa narración épica, fabulosa e insólita resultara poco
creíble. De ahí que el establishment catalogase
muchos de sus pasajes como un cuento chino, intentando restar credibilidad a tales
crónicas y sembrando la duda acerca de la veracidad de los descubrimientos
geográficos del ilustre viajero.
También la cultura popular cubana reclama el patrimonio de la expresión para ese país caribeño. Se asegura que “cuento chino” es un modismo que surgió a raíz de la inmigración de los chinos durante el siglo XIX. En esa época España introducía allí esclavos africanos, empleándolos como
mano de obra barata en la industria azucarera. Tal era su número que, en un
congreso internacional celebrado en Viena, Inglaterra –que era ya una potencia
hegemónica– le presionó para limitar la trata de esclavos. Ambos países firmaron
un acuerdo comprometiñendose a finalizar dicho comercio en 1820. Naturalmente,
las exigencias de la industria persistían y la alternativa fue desplazarse a
China para prometer a sus incautos habitantes “oro y gloria” si accedían a viajar
a la isla. Y así embaucaron a muchísimos chinos ilusos diciéndoles que
en Cuba encontrarían trabajo, comida y un hogar, además de un buen sueldo,
naturalmente a cambio de trabajar duro. Como estaban habituados a ello,
aceptaban sin más la oferta, firmando un contrato en español y embarcando inmediatamente para Cuba en
el mismo barco donde habían firmado algo equivalente a un contrato de esclavitud. Al llegar allí, comprobaban que las
cosas no eran como se las habían pintado porque el compromiso que habían adquirido,
sin entender una sola línea del contrato, decía que tenían derecho a casa, trabajo, comida y ropa, pero también
que todo ello se descontaría de su sueldo, por lo que al final acababan
endeudados hasta las cejas y tenían que trabajar prácticamente gratis durante veinte
años. De ahí –dicen los cubanos– viene la expresión “eso es un cuento chino”.
Pero
retomemos la cita que encabeza esta entrada. Chai Jing, su autora, no es otra persona que
una periodista china. Una mujer que apenas tiene 40 años, que fue locutora de
radio en la provincia de Hunan y que ha estado trabajando más de una década para
la televisión oficial china (CCTV) en calidad de periodista de investigación,
con gran prestigio y respeto reconocido. Tal es así que el año 2012 publicó una
autobiografía de la que ha vendido más de un millón de ejemplares, que son muchos,
aunque el dato debe referenciarse en la población de un país que está a punto
de alcanzar los 1400 millones de almas.
No
es el libro lo que motiva este comentario sino otra de sus obras, un documental
titulado Bajo la cúpula (https://www.youtube.com/watch?v=T6X2uwlQGQM), que ha elaborado con medios propios y que
en sólo tres días de este principio de marzo ha arrasado en Internet. En ese breve espacio lo habían visitado más de 150 millones de personas, a través de una de las
páginas más populares de intercambio de videos (Tencent QQ). El documental ha causado una sensación tremenda en el
país porque ha reabierto el debate sobre la gravísima contaminación ambiental
que sufre y sobre lo que se puede hacer para combatirla. Dura algo más de cien minutos
y hoy por hoy es uno de los temas más buscados en las redes sociales chinas. En
Weibo, que es el equivalente de Twitter, ha generado más de 280 millones
de comentarios en apenas una semana. Chai Jing grabó el documental después de
que le diagnosticasen un tumor benigno a su hija recién nacida, que ella
atribuye a su exposición prolongada a la contaminación. A consecuencia de ello,
dejó de trabajar en la televisión oficial y se dedicó a investigar las causas
de la polución.
Inicialmente,
el reportaje contó con el apoyo de las autoridades chinas. De hecho se estrenó
en la página del Diario del Pueblo, e
incluso el ministro de Protección Ambiental agradeció públicamente el admirable
trabajo de concienciación pública sobre los temas ecológicos que había hecho
Jing. Pero a los jerarcas chinos se les fue la mano, como parece que se les ha
ido a los del PP con Podemos, y el
fenómeno escapó a su control. De modo que, desde la semana pasada, los
gerifaltes le han puesto la proa, recortando drásticamente su difusión.
Pero
no es solamente este fenómeno el que me ha llamado la atención últimamente. También
me ha sorprendido conocer que la élite china quiere tener hijos
norteamericanos. Así, como suena. He sabido por los periódicos que una reciente
investigación ha desvelado que algunas empresas norteamericanas facilitan que mujeres
chinas de clase media-alta recalen en la costa oeste de los Estados Unidos para
dar a luz a sus hijos. Suelen hacerlo cuando su embarazo transcurre entre las 24
y las 30 semanas porque todavía no es muy perceptible y ello facilita el tránsito aduanero. Su objetivo: lograr la nacionalidad norteamericana para sus
hijos, amparándose en la enmienda 14 de la Constitución, que la garantiza a
cuantos nacen en aquel territorio. De ese modo se aseguran que si no logran
abrirse camino en el 'ultracompetitivo' mundo empresarial chino, podrán encontrar
otras salidas en Norteamérica. Además, cuando tengan veintiún años, tendrán
derecho a pedir la residencia permanente en Estados Unidos y a reagrupar allí
su familia china. Vamos una inversión en futuros, en este caso sin índices ni divisas.
Las
referidas investigaciones permiten deducir que cada año se acogen a este negocio diez o
quince mil mujeres. Se trata de jóvenes de clases acomodadas que, cuando
llegan a los Estados Unidos, disfrutan de unas largas y tranquilas vacaciones en
los suburbios de Los Ángeles, residiendo en urbanizaciones de apartamentos
impolutos de ambiente playero, en las que entran y salen constantemente en coches
de alta gama conducidos por asiáticos. Naturalmente, a su alrededor proliferan los
centros comerciales, los restaurantes y las tiendas en los que distraen su
tiempo estas jóvenes en estado de buena esperanza.
Ambas
noticias aluden de manera distinta a la “crème” de la sociedad china.
Obviamente, China es infinitamente más que las capas privilegiadas de su sociedad. Y
por eso también otros estratos han permeabilizado, y siguen haciendolo, amplísimos sectores de la
actividad económica y comercial del mundo occidental. No solo han copiado y copado la
industria y el comercio textil o zapatero, la provisión de menaje o la de todo tipo de artilugios tecnológicos. Bodegas, colmados, bazares, tiendas
de alimentación… Casi todo a nuestro alrededor no es un cuento, sino una realidad china que
empieza a ser preocupante. A su manera, ya lo avisaba Montesquieu en su libro El espíritu de las leyes, cuando aludía a
los chinos y a sus embustes asegurando que La cosa singular es que los chinos,
cuya vida no tiene otro norte que el de los ritos, son, sin embargo, los
hombres más tramposos de la Tierra. Esto se ve con más particularidad en el
comercio, que nunca ha podido infundirles la buena fe que es propia de él. El
comprador ha de llevar su propio peso; pues todo mercader tiene tres, uno
fuerte para comprar, otro ligero para vender, y otro justo para aquellos que
están sobre sí.
Es lo que decía Montesquieu. Igual tenía razón. Nosotros, entretanto, yendo de listos, con nuestros cuentos chinos.
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