viernes, 29 de enero de 2021

El hombre tranquilo (Elías Cascant)

Decía William James, uno de los padres de la Psicología, que en torno a los treinta la mayoría de las personas tenemos el carácter perfectamente establecido. Y utilizaba el yeso como metáfora para asegurar que, como él cuando fragua, jamás se reblandecerá de nuevo. Toda sentencia que se precie no es un dictamen incontrovertible, pues no siempre es del todo cierta, aunque algunas veces lo parezca. ¿A quiénes no han sorprendido alguna vez, por ejemplo, las reacciones inesperadas y los comportamientos inhabituales de personas cercanas y presuntamente bien conocidas? Y ello no es bueno ni malo, ni tampoco conveniente o inconveniente, simplemente es la enésima constatación de la vasta complejidad que nos caracteriza. El cambio es consustancial al ser humano, cuya personalidad no está cincelada en soportes de granito u obsidiana sino que se erosiona y modela con la experiencia, adquiriendo el relieve específico que corresponde a cada etapa de su ciclo vital. Cuanto antecede, que es verdad de la buena, parece poco verosímil al confrontarlo con el personaje objeto de este apresurado boceto.

Aunque carezco de testimonios que lo refrenden, estoy convencido de que Elías es como es desde que era niño. Yo definiría su carácter con una frase: «el hombre tranquilo». Sí, la misma que intitula la genial película de John Ford, protagonizada por John Wayne y Maureen O’Hara, sobre la que han escrito recientemente un delicioso librito, que recomiendo, mis amigos Emilio Soler y Mario Martínez, dos empedernidos cinéfilos, a los que he tomado prestada alguna frasecilla.


Conocí a Elías en el inicio del curso escolar 1967-68 cuando iniciábamos primero de Magisterio. Yo contaba entonces algo más de quince años y el estaba próximo a cumplir los veinte. Dicen que las primeras impresiones suelen ser engañosas y asegura un dicho popular que no se debe juzgar un libro por la cubierta, sin embargo insistiré, por el contrario, en que las primeras impresiones cuentan, y mucho; al menos así me lo parece.

Desde que lo conocí siempre he visto a Elías como una especie de hermano mayor, un pariente jovial, sano, robusto, maduro y campechano a cuya sombra se podía vivir tranquilo y confiado, seguro de que estabas al buen recaudo que procuran las personas de bien, que es lo mismo que decir educadas, generosas, despiertas, honradas, prudentes, calmosas, confiadas, sinceras, sensatas, soñadoras, campechanas e inteligentes. Creo que todo eso y más fue lo que Elías me mostró espontánea e indeliberadamente en nuestros primeros contactos, que no era otra cosa que aquello que, en mi opinión, le acompañaba desde pequeño.

En aquellos tiempos éramos vecinos. El residía durante la semana en una vivienda próxima a la mía y compartíamos desplazamientos a la Normal y también  tardes/noches de estudio que incluían de todo. Sería necesario escribir algo más que un microrrelato para contar aquellas sesiones que compartíamos a menudo con otros compañeros (Sofo, Olcina, Botella, Vivo, Moro, Ochando…) durante las noches y las madrugadas que precedían a los exámenes, unas veces en casa del primero y otras veces en algún aula de la academia que tenía el padre de Juan Silvestre Vivo, que desdichadamente nos dejó hace años.

Entonces aprendí bastantes cosas de Elías. Comprobé, por ejemplo, que había practicado y adquirido ciertos fundamentos del baloncesto, un deporte que era absolutamente minoritario. Seguramente sería una herencia de los años que pasó en Godella. Sabía lo que hacía cuando botaba la pelota y encaraba el aro de las precarias canastas que había en la única pista polideportiva levantada de aquella manera en el empedrado patio de la Escuela Normal del castillo de S. Fernando, que entonces lucía un nombre de mujer: Concepción Arenal, pionera del feminismo español. No en vano otra mujer dirigía entonces aquella institución: Maruja Pastor, en este caso. Como decía, viéndolo evolucionar en aquel rudimentario patio de recreo me enseñó por ejemplo, sin explicármelo, qué era un tiro en suspensión, sí, de los que ejecutaba Brabender en el Madrid de los sesenta, que también alineaba en su cinco inicial al “rey del gancho”, Clifford Luyk, experto en ese peculiar lanzamiento para el que le adiestró su entrenador Norman Sloan en la universidad de Florida, antes de que recalase definitivamente en el legendario equipo de la capital.

Elías me enseñó, también sin pretenderlo, la excelsitud de la música. Fue el contrapunto perfecto de Amparo Ferrándiz, la infausta profesora falangista a la que se confió nuestra (de)formación musical en la carrera. En él, en su habilidad para solfear espontáneamente y para interpretar a la bandurria cualquier composición, aprecié el placer inconmensurable que produce el arte auténtico, que no precisa de intérpretes ni de exégetas. Además, reconozco expresamente que le debo el aprobado de las dos asignaturas de Música que integraban el Plan de Estudios de Magisterio. Sin su ayuda no hubiese logrado superarlas ni alcanzar el expediente académico que logré perfeccionar y que me catapultó al funcionariado con poco más de dieciocho primaveras.

En aquellos años Elías me ayudó a que aprendiese a divertirme participando de las modas y costumbres de una sociedad en la que terminaba de aterrizar y que me resultaba bastante ajena. Aunque también para él era desconocida, la diferencia de edad representaba un plus que él supo aprovechar y que yo rentabilicé beneficiándome del rebufo que él y otros compañeros generaban, que me allanó el camino para interactuar con mis privativas habilidades en aquel novedoso ecosistema.

Terminamos la carrera y nos distanciamos. Seguimos nuestros respectivos caminos y volvimos a reencontrarnos entrados ya los años ochenta. Él, que había renunciado a hacer oposiciones y se había incorporado a la docencia y la gestión en un centro concertado, decidió finiquitar esa experiencia y emprender un ambicioso proyecto en el ámbito de la formación ocupacional, aprovechando las oportunidades que las administraciones y los agentes sociales impulsaban entonces. En pocos años logró poner en pie una importante iniciativa formativa, el Centro de Estudios Técnicos Gesfor, que hace años que es referencia en Elx y comarca. Un proyecto exitoso en el que ha sabido imbricar las habilidades y disposiciones de toda su familia, que despliega una iniciativa empresarial muy reconocida en el sector.

En mi humilde opinión Gesfor representa de alguna manera la metáfora que subsume la personalidad de Elías: poco ruido y muchas nueces. La marca Elías Cascant es marchamo de discreción, trabajo inteligente, aplicación, perseverancia, disposición para la colaboración y humildad. Un proyecto asentado en el continuo reseteo de objetivos y de la proyección empresarial, en el esfuerzo sostenido, en la contención, la altura de miras y el sosiego. Todos ellos rasgos definitorios de su personalidad que  han contribuido al éxito de un gran promotor empresarial y familiar.

Este es el apresurado retrato de un hombre inteligente, contenido, humilde como pocos, escasamente ruidoso, devoto de su familia y amigo de sus amigos. Un hombre tranquilo, en definitiva, como el que en la película de Ford llegó procedente de la industrializada Pitsburgh (EE.UU) a la pequeña estación de Innisfree (Irlanda) en el viejo ferrocarril de siempre. Yo lo imagino también en el mismo recoleto andén no con intención de enfrentarse, como lo hizo aquel, a las seculares tradiciones de un mundo rural anclado en el pasado, magníficamente encarnado en Will Danaher, sino con el propósito de reposar durante unos días y explorar displicentemente sus alrededores. Porque, aunque no lo confiese abiertamente, está convencido de que conseguirá encontrar a Sean Thornton intentando plantar rosas en el pedregal de Blanca Mañana, e incluso a la pelirroja Mary Kate Danaher dispuesta para acompañarle a la taberna de Cohan y degustar allí el monumental salmón que seguramente habrá logrado pescar el reverendo Lonergan. Eso sí, regado con una buena pinta de Guinness.


martes, 26 de enero de 2021

¿Qué puedo añadir?

A veces los parques son praderas inmensas y otras se asemejan a chiribitiles. Cuando se transita por ellos unas veces se porfía por adivinar los linderos que no logra enfocar la mirada y otras se multiplican las ocultaciones que apenas dejan ver nada. De todo hay. Esta mañana he emprendido uno de mis paseos para hacer los ineludibles recados y las naderías acostumbradas. De regreso a casa me he tomado un pequeño respiro sentándome en uno de los pródigos bancos que equipan un parquecillo entre urbanizaciones próximo a mi barrio. Era casi el mediodía y me ha parecido que la coyuntura invitaba a disfrutar de un espacio relativamente recoleto, que a esa hora permanecía prácticamente desierto.

Soy poco dado a la exigencia y quizá por ello, pese a disponer de una amplia oferta de bancos a la sombra, al sol, entre sol y sombra, en perfecto estado, relativamente deteriorados o manifiestamente desvencijados, todos vacíos y sin amenaza de humano que se me pudiese acercar ¡qué cosas nos suceden ahora!, he optado por sentarme en el primero que se ha puesto a tiro. Tras bajarme la mascarilla y someterla al imperio de mi mandíbula inferior, he aspirado tres o cuatro intensas bocanadas de aire contaminado que me han sabido a gloria, a las que he correspondido con otros tantos suspiros que me han repuesto de la fatiga que arrastraba, devolviéndome el resuello que me veda el maldito antifaz que involuntariamente exhibo desde hará pronto un año, como casi todos.

 

He dejado vagar la mirada que con relativa pereza se ha ido deslizando displicentemente, más atenta de lo que pudiera suponerse, mientras recortaba imaginariamente las siluetas y superficies de varias docenas de árboles caducifolios que a estas alturas de la temporada se han despojado de la práctica totalidad de su vestimenta, permitiendo que atraviesen sus desnudas ramas los rayos de un sol que hoy lucía espléndido, como ninguna otra cosa, en una mañana excepcionalmente primaveral.

Durante unos minutos he saboreado con los ojos entornados el gratificante bienestar que me ofrecían un tiempo bonancible e inusual y el deliberado reposo que he determinado dar a mi  maltrecha osamenta y a las magras y gorduras que la complementan. A medida que la quietud me recuperaba he ido reconectándome a la realidad y extendiendo la mirada sobre cuantas cosas me rodeaban. Rayaba el mediodía y no había un alma a mi alrededor, como si este fuese lugar donde no vive nadie. Solo el piar de los pájaros, los siseos lejanos de los neumáticos de los vehículos rozando el asfalto y el cricrí de algún grillo despistado entre la abundante hojarasca quebraban el intimidante silencio. Frente a mi vagueaban los artilugios que los munícipes ponen en estos lugares para que los viejos ensayemos ridículos ejercicios gimnásticos. Hoy se ofrecían precintados, mostrando a las claras su naturaleza anodina, diría que esencialmente aburridos y dejados de la mano de Dios. Próxima a ellos aparecía, también precintada, una pequeña instalación de juegos para niños, de esas que suelen habilitarse en jardines y plazuelas para entretener a los intrépidos infantes que incluyen columpios, toboganes, muelles rematados por ovejas y caballitos y alguna que otra yincana. Abundaban los árboles que a esa hora proyectaban las largas y nervadas sombras de sus ramas deshojadas, enfrentadas en su desnudez al tímido fulgor de un sol alicaído que, pese a todo, llenaba de vida y de bienestar espacio tan nimio como el que refiero.

En medio de la locura que nos abruma y amedrenta desde hace tantos meses, que pugna por cambiarnos la vida, si no lo ha hecho ya; inmersos en la soledad y el vacío que sentimos diariamente; atormentados por el desasosiego que nos produce contrastar que se nos escapan por decenas las oportunidades que ofrece la vida; atónitos comprobando incesantemente que un insignificante bichito nos ha sumido en un universo de amenazas y urgencias robándonos el tiempo y el sosiego, afortunadamente, todavía logramos aislarnos y evadirnos, descubrir estos ínfimos espacios y minutos de libertad y vida que son todo lo precarios y frágiles que se desee pero que merecen la pena, aunque los quiebre intempestivamente algo tan fortuito como el anárquico ladrido de un perro solitario, pequeño y feo.

domingo, 24 de enero de 2021

Crónicas de la amistad: Confinamiento, fase III (37)

Han transcurrido exactamente dos meses desde que escribí la última «no crónica» y, aunque el hecho por sí mismo no sobrepase la categoría de lo anecdótico, celebro sentidamente que esta entrada la número cuatrocientos de mi blog corresponda a la etiqueta «amistad». Seguimos sin estar juntos y sin abrazarnos, continuamos siendo presas involuntarias de una catástrofe de dimensiones dramáticas, casi bíblicas y, sin embargo, en este escenario sustancialmente desgraciado, encuentro un efímero motivo para celebrar algo, que no es otra cosa que nuestro improvisado encuentro virtual de ayer por la tarde.

Es ocioso reiterar que, como personas y educadores, hemos reflexionando recurrentemente acerca de la dimensión social de los humanos, englobando en el concepto cuanto atañe a su socialización. Indudablemente las personas somos seres sociales que satisfacemos nuestras necesidades materiales, espirituales o simbólicas en grupo. Todos precisamos de los demás para alcanzar la plenitud a través del desarrollo de los elementos inherentes a esa característica y específica dimensión que desarrollamos fundamentalmente en dos escenarios interconectados: la familia y la escuela. En la primera gestamos y perfeccionamos los hábitos y las exigencias que demanda la supervivencia. La escuela, por su parte, resulta insustituible para asegurar el desarrollo personal, pues propicia la convivencia con personas ajenas al núcleo familiar y cuanto ello significa: conocer otras culturas y otras maneras de entender la vida, aprender y practicar valores como la tolerancia, el respeto  y otras muchas actitudes imprescindibles para la convivencia (solidaridad, piedad, empatía…).


Obviamente la familia y la escuela no son exclusivamente los ámbitos donde las personas desarrollamos la dimensión social, que también está vinculada con la accesibilidad a la formación a lo largo de la vida y que no es ajena a la esfera económica o empresarial, en la que incursionamos a través de la iniciativa y el emprendimiento. Vertientes que, por cierto, nunca son inocuas porque, si bien pueden ser muy rentables desde el punto de vista económico, en ocasiones conllevan aristas enormemente negativas, pues los suculentos beneficios a veces se producen acompañados de indeseables lacras sociales o medioambientales, como la contaminación, la promoción de hábitos perniciosos o las facetas dañinas para la subsistencia humana y animal.

Por tanto, cultivar la dimensión social es imprescindible para el desarrollo armónico de las personas. Sin embargo, paradójicamente, en una situación como la que vivimos actualmente, regida por prescripciones que persiguen asegurar el aislamiento, garantizar la distancia social y casi contener el aliento, contravenimos esa necesidad esencial del ser humano. No debe extrañar, por tanto, que seamos tan renuentes a plegarnos a ciertos preceptos que no dudo que coadyuvan a garantizar el principio esencial de conservar la salud, pero que contravienen simultáneamente la dimensión social característica de la especie humana. Y ahí, probablemente, radica el origen de las conductas disruptivas de quienes insensatamente (?) quiebran las normas excepcionalmente establecidas para este tiempo de pandemia.

Viene toda esta introducción a cuento de que, ayer, quienes integramos el grupo Botellamen de Dios realizamos un primer intento para materializar una videoconferencia. Un recurso alternativo a nuestros tradicionales cónclaves presenciales que está al alcance de gente como nosotros, veteranos transeúntes de la vida e integrantes de una generación que consume la que se ha denominado «sexalescencia», un neologismo acuñado por el Dr. Posso Zumárraga que designa el estadio evolutivo que corresponde a una pléyade de sexagenarios y septuagenarios. Se trata de gente generalmente progresista, con ganas de disfrutar de la vida, que se maneja relativamente con las NNTT, que viaja y participa de la vida social y que se mantiene activa de diferentes maneras. Es decir, personas  como nosotros que ya no estamos en edad de merecer y mucho menos de echarnos al monte, cual veinteañeros «inmortales», para hacer un botellón en cualquier descampado u organizar alguna «fiestuqui» en el apartamento de un amiguete. No, definitivamente nuestras privativas patologías, más o menos crónicas,  no nos permiten semejantes dispendios… ¡y no por falta de ganas!

En esta ocasión no nos enredamos cual cerezas, como sucedió en aquel tercer cónclave que celebramos en Aspe allá por mayo de 2013. Ni siquiera hubo banquetes pantagruélicos ni copillas como habitualmente, aunque algunos se prepararon autónomamente algún que otro tentempié. Por faltar, hasta echamos de menos la voz de Antonio Antón poniendo la banda sonora a esta magnífica «peli» que venimos protagonizando durante casi un octenio. También echamos de menos a Pascual y a Elías, que seguro concurrirán a la próxima. Pese a todo, sentí que un finísimo, que un delicadísimo hilo de seda, como aquel con que fruncían su música los Pekenikes, estuvo hilvanando la hora y pico que bregamos peleándonos con las tecnologías y departiendo en una ubicua pantalla de plasma de 13 pulgadas, que se extendía desde Benilloba hasta Eivissa, desde Alacant a Elx, y desde Novelda a Aspe y La Vila. Logramos nuestro propósito. Y habrá próximas ocasiones, virtuales o reales. Porque nosotros, siguiendo los consejos de los «scousers» liverpoolianos de la grada «kop» de Anfield Road, mantendremos la cabeza bien alta y obviaremos el miedo a la oscuridad. Y aunque a algunos no les guste el fútbol celebraremos que, definitivamente, nunca caminaremos solos. Salud y felicidad, amigos.

domingo, 17 de enero de 2021

Quo vadis democratia?

Uno no puede sino contemplar con preocupación la consolidación de una  concepción de la gobernanza que en los últimos años se ha instaurado en distintas latitudes revestida de cierta uniformidad operativa, que no sé si obedece a estrategias preconcebidas. En todo caso, me parece una manera de entender el gobierno y la administración de la sociedad que cuestiona y desafía abiertamente el imperio de la ley. Lo hace con reiteración y creciente intensidad, mostrando sin tapujos su obstinación por dinamitar el signo distintivo, la auténtica razón de ser de las democracias representativas. No resulta menos preocupante constatar que la clase política de unos y otros países, independientemente de cuales sean sus regímenes políticos —autocráticos o democráticos; conservadores o liberales, o ni lo uno ni lo otro—, al margen de sus idiosincrasias y circunstancias particulares, se afana en desplegar prácticas gubernamentales que recurren con frecuencia a «la utilización» del sistema judicial para favorecer a amigos y conocidos, y para castigar a los enemigos, perpetuando así la utilización torticera — y a la vez atávica, perversa y ruin— de los poderes del Estado con fines partidistas o particulares.

No me preocupa menos constatar la aparente fragilidad de las democracias occidentales que parecen tambalearse frente a los envites de las todavía minorías —¿hasta cuando?— que se proponen y logran zarandearlas sin contemplaciones, desnudándolas y obligándolas a revelar su aparente incapacidad para hacerles frente y responderles con medidas enérgicas, proporcionadas y congruentes con sus desafíos y bravuconadas, para defender y asegurar, como es su obligación —pues tienen plena legitimidad para ello—, el imperio de la voluntad mayoritaria de la ciudadanía que expresan las leyes aprobadas por sus legítimos representantes. Me preocupa, por otro lado, la pujanza de lo que calificaría una insurgente concepción del liderazgo político y social que amenaza e intenta poner en jaque a las instituciones y al ordenamiento legal, a los que ningunea y rechaza sin legitimidad ni argumentos, basándose en simplezas, medias verdades y recetas casposas y falaces, con las que bravuconea abusando de un clima de tolerancia e impunidad incomprensible, que a menudo resulta hasta insultante.

Pese a que afortunadamente contrasto que las democracias formales todavía logran mantenerse en pie y hacer frente a estas peculiares (que no inéditas) asonadas, no estoy tranquilo. Porque, visto lo visto, desconozco hasta donde alcanzará su capacidad para hacerlo. Basta con echar una mirada al embate que sufrió hace pocos días el Congreso de los Estados Unidos protagonizado por una turba incontrolada —más organizada de lo que pudo parecer— que dejó en cueros a la seguridad de los representantes legítimos del pueblo americano y que pudo tener un desenlace dramático, más allá de la sacudida que supuso para su sistema político, televisada en vivo y en directo, como sucedió con los atentados del 11 de septiembre de 2001. El país más rico y poderoso de la tierra, adalid de las libertades y las convicciones democráticas, puesto en evidencia ante los atónitos ojos del mundo. Afortunadamente parece que se ha neutralizado la insurrección, supongo que gracias a los buenos oficios de una parte importante de la clase política que todavía conserva convicciones democráticas y a los intereses más prosaicos del establishment económico, que deben haber bregado lo suyo para devolver las aguas a su cauce.

En todo caso me preocupa contrastar la emergencia gradual de ejecutivos erráticos y febriles, como el de Trump, que gobiernan imperios y pueblos a golpe de Twitter, implementando las tareas gubernativas desde la improvisación y la premura, como lo hace el V4, el conocido como grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia) o el Brasil de Bolsonaro. Como ansían materializarlo a medio  plazo Salvini en Italia o Vox en España. Regímenes y maquinaciones asentados esencialmente en campañas difamatorias y de odio cada vez más tóxicas. Instancias que actúan motivadas por espasmos que sustituyen a la reflexión y a la planificación características de las acciones de gobierno rigurosas. La impaciencia y la perentoriedad son las notas que definen la nueva forma de enfocar la gestión de la cosa pública. Así es como ahora se difunden también las noticias, desde plataformas virtuales y precarias, chiringuitos idóneos para propagar consignas, medias verdades y mentiras. Bulos y relatos interesados lanzados diariamente por voceros a sueldo que actúan amparados por la más absoluta impunidad, con patente de corso para contribuir a una monumental ceremonia de la confusión que engulle crecientemente las vidas y conciencias de amplios sectores de la ciudadanía.

Atajar esta situación es asunto complejo que conduce a situaciones indeseables y cuestionables, algunas de las cuales ya se han producido, como el veto a los mensajes que difunden a través de los medios y las RRSS determinadas personas, incluido el presidente de los Estados Unidos de América, cuyas cuentas y las de miles de sus seguidores ultras en Facebook o Twitter se han cerrado, como consecuencia de los episodios que han instigado y protagonizado en las últimas semanas. En todo caso, intervenir el mercado de las ideas y la capacidad de expresarlas me parece asunto delicado, que tiene sus riesgos, como todo.

En fin, que cuanto digo suceda, y que gentes como Iñaki Gabilondo se retiren de la actividad periodística, sin que una pléyade de periodistas jóvenes y cualificados asegure el relevo de este y otros viejos rockeros de la rotativa, me preocupa. Me parece que se avecinan tiempos en los que se impondrá la lucha política encarnizada que se viene librando no solo en territorios del tercer y cuarto mundos sino en nuestra propia vecindad. Que un periodista del fuste de Gabilondo, aunque casi sea octogenario, haya decidido abandonar la brega diaria no es una buena noticia. La retirada de Iñaki es un triunfo de la extrema derecha que ha logrado crear un clima de crispación tal que nos ha asqueado a buena parte de la población y de la clase periodística. Delante tenemos el muro de la intransigencia y la involución aprovechándose y rentabilizando febrilmente la catástrofe que asola el mundo. ¿Quo vadis democracia?


sábado, 9 de enero de 2021

¡Cuánto cuesta aprender!

El término resiliencia debe atribuirse a John Bowlby (1907-1990), el creador de la «teoría del apego», aunque fue Boris Cyrulnik (Burdeos, 1937), psiquiatra, neurólogo y psicoanalista quien dio a conocer el concepto en Psicología a través de «Los patitos feos», un libro que alcanzó la condición de bestseller. El DRAE define la resiliencia como la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. Ahora bien, cuando esta aptitud se encara desde la perspectiva psicológica a esa competencia para afrontar las crisis o las situaciones potencialmente traumáticas se añade el plus de que se puede salir fortalecido de ellas. Lo que equivale a decir que la resiliencia implica reestructurar nuestros recursos psicológicos en función de las circunstancias y necesidades sobrevenidas. De ese modo, no solo somos capaces de sobreponernos a las adversidades sino que vamos más allá y utilizamos los infortunios para crecer y desarrollar nuestro potencial vital.

Quienes piensan digamos «en resiliente» no conocen el concepto de vida dura porque lo transforman en algo más soft, algo equiparable a atravesar “momentos difíciles”. No se trata de un juego de palabras sino de practicar una actitud positiva frente al mundo, ser conscientes de que a toda tormenta le sucede la calma. De hecho, las personas resilientes suelen sorprender por su buen humor y motivan que nos preguntemos cómo es posible que, después de todo lo que han soportado, sean capaces de afrontar la vida con una sonrisa en los labios.


Si echamos una ojeada a los periódicos del día encontraremos titulares como estos: «La provincia de Alicante registra en un día 1273 positivos de coronavirus, la cifra más alta desde el inicio de la pandemia»; «Los nuevos casos se disparan hasta 23.700 en un día, el peor dato de los últimos dos meses»; «Crece la presión hospitalaria en el conjunto del Estado»; «Las autonomías endurecen las restricciones y alguna plantea un confinamiento estricto»; «Francia registra 20.489 casos en 24 horas y dobla su número de contagios en una semana»; «La pandemia se lleva por delante 360.105 empleos»; «Reino Unido rebasa de nuevo su máximo histórico de casos diarios con cerca de 61.000». Obviamente, todo son noticias «halagüeñas», como sucede diariamente desde hace diez meses.

Pues bien, pese a que este escenario se ha universalizado, pues en  cualquier latitud semana arriba o abajo se está en similares condiciones, algunos se aventuran con opiniones algo extravagantes que dan titulares como los siguientes: «Libertinaje sexual y derroche económico: los locos años 20 que nos esperan tras la pandemia» o «Tras la represión, vendrá la explosión». Es decir, mientras unos alarman sin descanso sobre lo que se nos viene encima, otros, que parece que ya hayan superado la pandemia, se atreven con las predicciones más optimistas. Una de ellas la lanzó recientemente el epidemiólogo y profesor de la Universidad de Yale, Nicholas Christakis, vaticinando que se avecina la repetición de un patrón de comportamiento similar al que vivió el mundo hace cien años, cuando la finalización de la Primera Guerra Mundial y de la epidemia de la mal llamada gripe española dieron paso a una de las etapas de mayor progreso tecnológico, económico y cultural del siglo XX. Según él, se avecinan unos nuevos y renovados ««años locos». Tanto en su reciente libro Apollo's Arrow: The Profound and Enduring Impact of Coronavirus on the Way We Live (2020), como en un artículo que le ha publicado en las últimas semanas The Guardian subraya que el libertinaje sexual, el derroche económico y la regresión de la fe religiosa serán algunos de los cambios que se avecinan a partir de este mismo año 2021. El catedrático augura una explosión social y sexual para cuando terminen las restricciones que impone la actual pandemia, asegurando que se invertirán las tendencias que la están acompañando. Según él, buscaremos de manera incansable interacciones sociales que generarán cambios profundos modificando nuestros comportamientos desde los meses venideros hasta el próximo 2024, cuando se prevé que el 75% de la humanidad esté vacunada. Y esto sucederá porque según dice la pandemia es novedosa para nosotros pero no para nuestra especie. Por tanto, lo que sucedió tras la crisis del siglo pasado volverá a suceder en los próximos años —probablemente sin charlestón, pero con rap y reguetón, añado— reivindicándose de la misma manera que entonces el optimismo, la excitación y el disfrute como respuestas reactivas al gravísimo trauma pasado. Estas opiniones de Christakis las comparten otros pensadores que están igualmente convencidos de que cuando finalice la pandemia los seres humanos reaccionaremos aliviados y buscaremos desahogarnos y reducir el estrés a través de variopintos placeres y estrechando los lazos comunitarios.

Particularmente, estas suposiciones me preocupan por varias razones. Por un lado, no veo en el horizonte inmediato gente que despunte en los diferentes campos de la economía, la política o la cultura capaz de remedar en los próximos años lo que aportaron personajes como Le Corbusier, Gropius, Picasso, Dalí, Paul Klee, J. M. Keynes, Duke Ellington, Coco Chanel, Buñuel, Charles Chaplin, Fritz Lang, García Lorca, James Joyce o Marlene Dietrich, por mencionar algunos. Por otro lado, me desilusiona que una crisis tan grave como la actual no haya sido capaz de motivarnos casi ningún aprendizaje; parece que únicamente aspiramos a accionar el interruptor y continuar viviendo como lo hacíamos antes de que se desatase. Nada que decir del calentamiento global, de las crecientes desigualdades sociales, de la precarización de la vida, de la incivilidad… Y en tercer lugar, me parece que no vendría mal que activásemos las actitudes vigilantes y la prevención. No vaya a ser que la «profecía» del profesor Christakis se cumpla y que también le sigan catástrofes equiparables a las que acontecieron tras los locos años veinte. Recordemos: la crisis de 1929, el nazismo,  la II Guerra Mundial… y por el medio nuestra Guerra Civil. No tengo vocación de profeta pero atisbo indicios que no me gustan un pelo. ¡Ojalá esté equivocado!

jueves, 7 de enero de 2021

¿Disturbios para el fin de una era?

"La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida…”. Así rezaba la letra de la vieja canción de Ruben Blade, «Pedro Navaja», que viene pintiparada para la ocasión. No es que la vida nos dé sorpresas, ella misma es una auténtica sorpresa cada mañana cuando no por una razón por otra. En la tarde-noche de ayer contemplé perplejo, supongo que como todos, las noticias que daban las cadenas de televisión informando de la insurrección que protagonizaban en directo multitud de ciudadanos en Washington, la capital de los Estados Unidos América. Vimos como unas hordas de desaforados, alentados por las impresentables peroratas de un líder radical y extravagante, tomaban las de Villadiego, decidían amotinarse y, saltándose todas las normas de la convivencia pacífica, plantarse frente al Capitolio, la sede de la representación canónica de la ciudadanía americana, forcejear con las fuerzas del orden, entrar en sus dependencias e interrumpir el recuento final de los votos electorales del complejo sistema electoral, obligando a los parlamentarios a ocultarse, protegidos por la policía, y logrando aplazar hasta esta misma mañana la confirmación de la victoria de Joe Biden. El balance provisional de semejante baladronada arroja cuatro personas muertas, algunas docenas de detenidos y un espectáculo mundial tan ignoto como lamentable, que debe ser censurado radicalmente y sin paliativos.

Ciertamente parece increíble que la algarada que presenciamos ayer se haya producido en uno de los países que mayor ostentación hace de sus convicciones políticas, autoerigiéndose en numerosas ocasiones como adalid de la democracia en el universo mundo. Lo que ayer se vivió en el Capitolio fue una situación ignota en los EE.UU. pues se trata del primer  ataque realizado por un grupo de invasores hostiles desde que los británicos tomaron el edificio en 1814. Posteriormente está acreditado que cuatro nacionalistas puertorriqueños entraron al edificio de manera pacífica en 1954, se sentaron en la galería de visitantes y sacando sus armas abrieron fuego indiscriminado hiriendo a cinco congresistas. Por otro lado, en 1998, un hombre armado accedió al recinto y mató a dos policías. Sin embargo, ninguno de esos atentados fue azuzado por un presidente como lo hizo ayer Trump  en la concentración denominada «Marcha para salvar a América», en el parque Elipse, al sur de la Casa Blanca, con la finalidad de amedrentar a los congresistas justo cuando se celebraba la sesión parlamentaria para validar la elección de Biden como presidente. 


Lo que ayer sucedió es impropio de una democracia consolidada. Por el contrario, es lo que lamentablemente acontece recurrentemente en la vida pública de las repúblicas bananeras de Centroamérica y Sudamérica, o en los regímenes militares y/o dictatoriales africanos y asiáticos, e incluso a algunas «pseudodemocracias» del este europeo. Bien mirado tampoco es que la cosa fuese para sorprenderse ya que la misma elección y el conjunto del mandato de Trump constituyen la premonición y la antesala de ese espasmo washingtoniano que coronaba 1448 días de tormentas en Twitter y cientos de provocaciones, instigaciones racistas, quebrantamiento de leyes, gobernanza de presentador de TV, manipulaciones de la verdad y, en suma, polarización del país como no se conocía desde hace generaciones. Una anomalía ininteligible y difícilmente aceptable desde el respeto a las reglas del tradicional juego democrático característico de las sociedades occidentales. Como se ha dicho y reiterado, el fenómeno Trump es una anomalía contextualizada en las derivas que ha tomado la gobernanza mundial en las últimas décadas. Hemos olvidado las motivaciones y las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y del nazismo, como hemos postergado los pretextos y contextos que llevaron a aquellas emergencias. 

La condición humana es así. Periódicamente reaparecen en el horizonte sus más bajas pulsiones, adquieren carta de naturaleza y se expresan a través de formulas simplistas asentadas en principios como el garrotazo y tentetieso o el que más pueda para él. Reflexionemos y constataremos que en amplios territorios del mundo se ha instalado una gobernanza auspiciada por una facción todavía pequeña pero muy significativa de la clase política y unos intereses económicos que no miran más que por su propio bolsillo. Esta calamitosa situación, que va a más espoleada por los múltiples efectos de la pandemia que nos asola en el último año, debe hacernos despertar. Ciudadanos y políticos demócratas estamos obligados a activar la militancia y a actuar para impedir catástrofes como la de ayer. No caben los remilgos a la hora de implantar cordones sanitarios y medidas profilácticas que eviten esa y otras inaceptables situaciones en democracia. El laissez faire, el consentimiento o el pampaneo, como se prefiera, son estrategias que no hacen sino abonar estados de opinión en los que poco a poco esas minorías exaltadas y radicales, que no aceptan las reglas del juego democrático ni creen en los derechos fundamentales de las personas, tomen el poder e impongan la indignidad y la ruina para la mayoría de los ciudadanos.

Con quienes no tienen otra opción que la de romper la baraja e impedir el juego no cabe otra alternativa que la exclusión. O se les descarta para que podamos seguir jugando la inmensa mayoría, o acabarán jugando únicamente ellos. Y obviamente no al juego que todos deseemos sino al que ellos elijan, cuando y como les apetezca. Lo dicen con claridad a poco que se les escuche. Los demás deberemos plegarnos a sus designios porque para eso han determinado ser los árbitros y los protagonistas de una competición donde no existen alternativas ni cambios de rol. De manera que la tibieza y las actitudes contemplativas de las fuerzas políticas y de los ciudadanos con convicciones democráticas conducen a que esa gente, que no tiene reparos para nada, vaya ocupando el territorio institucional y los núcleos del poder. Así ha sucedido en países como Venezuela, Brasil, Rusia, Hungría y otros lares, donde han impuesto su privativa ley obligando a todos a jugar y a bailar al son que ellos eligen. O espabilamos o no tardaremos en arrepentirnos. Por otro lado, este toque de atención tampoco es nada novedoso. ¿O es que ya hemos olvidado qué impusieron a los alemanes el Tratado de Versalles (1919) y la Conferencia de Postdam (1945) por poner dos ejemplos conocidos? No hubo entonces reparos en situar a las posiciones extremistas en el lugar que correspondía y activar los mecanismo necesarios para garantizar su plena neutralización. El problema es que para llegar a ello debieron morir previamente decenas de millones de ciudadanos y quedar malheridos y arruinados otros tantos. De modo que a ver si por una vez «Historia magistra vitae est».


lunes, 4 de enero de 2021

Nunca caminarás solo

 Cuando cruces caminando una tormenta,

mantén tu cabeza bien alta,

y no tengas miedo a la oscuridad.
Al final de la tormenta,
hay un cielo dorado,
y el dulce y plateado canto de una alondra.
Camina cruzando el viento,
camina cruzando la lluvia,
aunque tus sueños sean vapuleados.
Sigue caminando, sigue caminando
con esperanza en tu corazón,
y (así) nunca caminarás solo.
Nunca caminarás solo.
[You’ll never walk alone, de Gerry & The Pacemakers]


Mi amigo Emilio Soler que ciertos días es como una versión actualizada y a la vez vintage de Gustavo, el reportero más dicharachero de Barrio Sésamo, nos informa de buena mañana por whatsup que ayer falleció el genuino intérprete de You’ll never walk alone, el mítico himno del no menos mítico Liverpool Football Club, el de los legendarios Callaghan, Fowler, Keegan, Rush, Barnes, Dalglish y tantos otros. Sí, ayer se fue Gerry Marsden que con su banda Gerry and the Pacemakers popularizó la ya universal canción que compusieron Richard Rogers y Oscar Hammerstein dos décadas antes, y que en 1963 fue adoptada por la hinchada de la famosa grada “Kop” en Anfield Road como himno de su equipo. 

La noticia me ha retrotraído a agosto de 2004 cuando mi mujer y yo viajamos a Mánchester para participar en sendos cursos de perfeccionamiento del inglés en el ELTC, el Centro de Idiomas de su Universidad. Mánchester era entonces una gran ciudad en plena recuperación, tras los funestos tiempos de la señora Thatcher. Una ciudad que es parte importantísima de la tercera mayor aglomeración urbana del Reino Unido, tras Londres y Birmingham. Históricamente ha pertenecido al condado de Lancashire, al sur del Mersey, el río que justamente desemboca en Liverpool y que, entre otras muchas cosas, ha dado nombre al “merseybeat”, el sonido que acuñó y contribuyó a difundir la banda de Gerry Marsden, los inefables Beatles y también The Searchers y The Merseybeats, formaciones menos conocidas pero igualmente curtidas en el Cavern Club.  

Todo el mundo sabe que Mánchester fue la primera ciudad industrializada del mundo y que desempeñó un papel central durante la revolución industrial, convirtiéndose  en el principal centro internacional de fabricación de algodón. Hasta el punto de que durante el siglo XIX adquirió el apodo de “cottonopolis”, que era como atribuirle el título de metrópoli de las fábricas de algodón. Un acicate para las prolíficas mentes de Eric Hobsbawm, Arnold Toynbee, Alexis de Tocqueville y otros muchos historiadores, economistas y sociólogos que hicieron y hacen de la revolución industrial un objeto privilegiado del debate socioeconómico e historiográfico. 

La cercanía al puerto de Liverpool ayudó muchísimo al crecimiento de Mánchester Tan es así que, en 1760, para agilizar la llegada del carbón, el algodón y otras materias primas se construyó el Bridgewater Canal —canal del duque de Bridgewater— que conectó las dos ciudades. Curiosamente es uno de los pocos de Gran Bretaña que no han sido nacionalizados y, por tanto, sigue siendo de propiedad privada. Años más tarde la firma George Stephenson construyó la primera línea férrea del mundo entre Mánchester y Liverpool. Poco después, en 1894, la Reina Victoria inauguró el canal que convertiría a Mánchester en un singular y continental puerto marítimo. De ese modo se erigió en la primera ciudad industrial del mundo, rivalizando con su vecina Liverpool.


Pasamos tres agradabilísimas semanas en Mánchester. La experiencia en el ELTC  fue extraordinaria. A mi permitió perfeccionar mis escasas habilidades lingüísticas  y a mi mujer le ayudó a no oxidarlas facilitándole, además, el contacto con personas de otras culturas, particularmente rusas y árabes, que le acercaron curiosas perspectivas de entender la vida. Durante esas semanas ocupamos un apartamento que nos alquiló una profesora de la Escuela a la que contacte a través de la Universidad de Alicante. Era una casa unifamiliar y humilde, ubicada en un barrio del sur de la ciudad, habitado por emigrantes y refugiados mayoritariamente africanos. Ciertamente impactaba salir a ciertas horas de la tarde y deambular por las calles. En prácticamente todas las esquinas había cámaras de vídeo enjauladas con protecciones metálicas antivandálicas. El “Ejercito de Salvación” —The Salvation Army— se hacía presente todas las tardes con sus peculiares vehículos, sus músicas características y sus atenciones a los ciudadanos y niños desfavorecidos. Paradójicamente, muy cerca estaba el barrio mancuniano de Rusholme, o como todo el mundo lo conoce allí,  la Curry Mile (milla del curry),  nombre que le viene dado por los múltiples restaurantes de comida india, pakistaní o libanesa extendidos a lo largo de su avenida central. Rostros exóticos, restaurantes a espuertas, olor a especias, innumerables joyerías son algunos de los detalles que te impactan cuando llegas a aquellos lares tras orillar el Etihad Stadium, el estadio del Mánchester City, que entonces no era tan famoso como ahora pues entonces todo lo acaparaba,  futbolísticamente hablando, el United. Allí hay restaurantes donde se puede probar comida de prácticamente todos los países del sur y del levante mediterráneos. Algunos son muy baratos y cutres, de comida fast food, como si la estuvieses encargando en una callejuela de Bagdad, Damasco o Túnez. Otros, por el contrario, son espléndidos. A ellos acuden para cenar los viernes y sábados por la noche las acomodadas familias de negociantes hindúes de Mánchester. Es curioso observar cómo bajan de sus Mercedes y Audis hombres ricamente vestidos con atuendos que parecen sacados de un peli de Bollywood. Pero lo verdaderamente espectacular son las mujeres cuyas vestimentas no se occidentalizan y responden a la más rancia y preciosa tradición de los saris. Abundan los comercios de dulces típicos de Oriente Medio, los locutorios telefónicos y las tiendas de objetos electrónicos de segunda mano. Y muchas fruterías, en las que se venden hortalizas exóticas provenientes de África o Sudamérica que no acostumbramos a ver. Aunque los comercios más impresionantes son las joyerías. Sus escaparates están repletos de fastuosas alhajas de oro cuyas destinatarias son las aludidas mujeres hindúes. 

Aquella estancia nos permitió contrastar cómo una ciudad que había sido masacrada por las políticas ultraliberales del thatcherismo recuperaba el pulso y rehacía su centro histórico, transformando las antiguas factorías en edificios de viviendas y centros comerciales. Esa transformación era especialmente perceptible en la zona de los Docks, el complejo de muelles a ambos lados del canal de Salford y Mánchester que había sido abandonado a raíz de las crisis económicas precedentes y que permanecía en un estado de abandono lamentable. Tanto en esta zona como en Trafford, además de apartamentos de lujo con embarcaderos y otras comodidades, se erigieron museos como el War Museum North o The Lowry, este último dedicado al más universal de los pintores mancunianos.

Aprovechamos para hacer turismo por las localidades cercanas siendo uno de nuestros destinos favoritos Liverpool, donde tuvimos oportunidad de visitar no solo el Cavern Club y las construcciones de la dársena con sus inefables remates escultóricos recreando la emblemática ave Liver, que da nombre a la ciudad, también visitamos la Walker Art Gallery, un museo que alberga una de las colecciones artísticas más grandes de Inglaterra que, por cierto, presentaba un aspecto lúgubre y deplorable, como el conjunto de la ciudad, que se mostraba ennegrecida, abandonada y sucia, necesitada de reformas que imaginamos que se habrán acometido en los últimos años.

En ese verano de 2004 cayeron sobre nosotros algunas de las singulares tormentas británicas —showers las llaman por allí— pero siguiendo los consejos de los “scousers” mantuvimos la cabeza bien alta y obviamos el miedo a la oscuridad.

sábado, 2 de enero de 2021

El pasar de los días

Fue el 20 de febrero del año transcurrido, el malhadado y bisiesto 2020. Ese día escribí en este blog las últimas reflexiones que me infundieron mis nietos Arizona y Fernando. Como hago cada cierto tiempo, en aquella miscelánea consigné algunas de las imágenes y cavilaciones que me suscitaron y suelen acompañarme. Han pasado trescientos quince días y muchas de sus aciagas noches sin que haya encontrado la oportunidad de sentarme durante un par de horas delante del ordenador para continuar ese relato. Una eventualidad que habla por sí misma. No he logrado encontrar el momento para hurgar en mis recuerdos y reanudar la autoimpuesta narración que intenta hilvanar la secuencia de los progresos de mis retoños, adobada con el repertorio de gozos y dichas que nos procuran a toda la familia. Se han esfumado diez meses de nuestras vidas, más de trescientos días, en los que apenas hemos contado con un par de ocasiones para tenerlos en nuestras manos, besarlos, abrazarlos y estrujarlos cariñosamente. Solo durante algunas jornadas de julio y agosto disfrutamos de las postreras oportunidades para sentir la energía de sus cuerpos menudos, la calidez y la sinceridad de sus abrazos, la dulzura de sus caricias y besos, la sintonía de sus rabietas y sueños; la dicha de satisfacer, siquiera tasadamente, la aspiración de convivir estrechamente con ellos y con sus padres.


Diez meses que apenas son nada para nosotros y que significan una infinitud en la vida de unas personitas de dos y cuatro años y medio. Para la pequeña el intervalo representa exactamente la tercera parte de su vida, y para el mayor un quinto de la suya. Por tanto, no puede extrañar que de vez en cuando los vídeos, las fotografías y las videoconferencias que nos procuran sus progenitores nos sorprendan con sus progresos.

En este interminable ínterin hemos comprobado cómo Arizona ha ido imitando progresivamente a otras personas, especialmente a su hermano, cómo se entusiasma cuándo juega con otros niños y cómo se ha ido independizando poco a poco de sus progenitores. Nos ha sorprendido constatar su  comportamiento desafiante frente a sus padres, su hermano y otras personas, que parece la manera que ha encontrado de reafirmar su identidad y su carácter, porque Arizona apunta maneras en ese sentido. Hemos comprobado como ha ido perfeccionando sus habilidades verbales: conoce los nombres de las personas cercanas y de casi todas las partes de su cuerpo y últimamente ensaya frases de tres o cuatro palabras, eso sí, con su media lengua, que a veces resulta ininteligible, excepto para Fernando que es su intérprete favorito. Por otro lado se ha adaptado al colegio estupendamente, como lo demuestra la alegría con que se dirige a él diariamente, acompañada de su hermano, ambos pertrechados de uniforme deportivo y mochila en ristre.

Sigue las instrucciones que se le dan (excepto cuando no le interesan) y repite palabras que ha escuchado en conversaciones previas. Recuerdo, por ejemplo, la respuesta que dio a su madre hace pocas semanas cuando le preguntó cómo había comido. Adoptando su expresión más circunspecta le espetó: "Tito bien, yo… (f)atal”. Me desternillo cada vez que rememoro la anécdota. ¡Vaya elementa!  Arizona acierta al señalar cuantas ilustraciones se le indican en un libro o cuento. Hace meses que asombra comprobar cómo utiliza indistintamente sus manos para jugar o hacer tareas manuales. Últimamente completa frases y rimas de los cuentos o canciones que escucha en la TV o le recitan sus padres, de la misma manera que utiliza el cuerpo para expresarse y trasladar a los demás sus estados de ánimo. Contrastamos su arrojo para trepar y bajar sin ayuda de sofás, sillas, escaleras…  y su habilidad para dibujar o copiar cada vez más hábilmentelíneas rectas y círculos. De la misma manera que expresa sus emociones, ha ido apropiándose poco a poco de los conceptos que corresponden a lo propio y a lo ajeno. Hemos seguido sus esfuerzos por vestirse y desvestirse al tiempo que ha ido aprendiendo a acatar instrucciones de dos o tres pasos y también el nombre de muchas cosas de su entorno. Llama a su hermano por su nombre y dice el suyo con énfasis. En fin, entiende conceptos como arriba, debajo o adentro;  corre, sube y baja escaleras y acredita una buena coordinación motora. Además, manipula juguetes y piezas, juega imaginativamente con muñecos y distintos objetos, arma rompecabezas de 4 y más piezas y dibuja libremente con lápices, ceras o tizas de colores.

En síntesis, puede concluirse que Arizona es una todo terreno: físicamente fuerte, emocionalmente poderosa e intelectualmente competente. Una niña despierta y muy estimulada por su familia y especialmente por un hermano que la adora y con el que convive intensa y amorosamente.

Tras casi cuarenta renglones dedicados a ella debo ocuparme de mi nieto Fernando pues reivindicará, justamente, la parte que le corresponde del sitial que le usurpó la zalamera de su hermana con el único merecimiento de su llegada al mundo. He referido en otras entradas muchas cosas de mi nieto aunque estoy seguro que deberé añadir muchas más para hacer justicia a sus méritos y merecimientos. Hace pocos días que Fernando cumplió cuatro años y medio. Nuevamente he de reiterar que en las áreas del habla y de la comunicación es un portento que logra asombrarnos a casi todos. Siempre se ha expresado con mucha claridad y lo hace cada día mejor, hasta el punto de que puede contar una historia sencilla usando oraciones completas. Y otra novedad, es capaz de referir su nombre completo y casi casi la dirección postal de su casa.

En cuanto a su desarrollo físico, además de deambular y correr, trepa y se columpia, y es un experto desenvolviéndose en los parques de bolas, unos artilugios que le encantan. Consigue avanzar dando saltos y dar volteretas. Usa con bastante corrección la cuchara y el tenedor y cada vez visita el baño con mayor autonomía y asiduidad. En estos últimos meses hemos contrastado sus progresos en las áreas cognitivas, siendo capaz de contar hasta 20 y dibujar una persona con casi todas las partes de su cuerpo; también escribe algunas letras y números, copia figuras geométricas y conoce objetos de uso diario como el dinero y la comida.

En términos generales su desarrollo emocional corresponde al de los niños de su edad, es decir, le gusta complacer a sus amigos y familiares, interactúa con ellos cantando y bailando, así como  discrimina sin errores el sexo de las personas. Es un niño sensible, meticuloso, aplicado, muy exigente y generalmente cooperador. En el último medio año ha incrementado perceptiblemente su independencia, aunque todavía necesita la supervisión de los adultos.

Empiezo a estar bastante harto de contrastar los progresos de mis retoños a través del plasma o de las fotografías. Considero que merecemos retomar las buenas costumbres de encontrarnos, sentirnos próximos, percibir el fluir de las emociones y los sentimientos. El tiempo jamás sucede hacia atrás. Lo pasado no vuelve y me parece que lo estamos dilapidando con esta vida distante y distanciada, que cada vez es menos auténtica. Ojalá que 2021 sea el año del vuelco y recuperemos las viejas costumbres. Feliz y saludable 2021, Arizona y Fernando. En todo caso, venga como venga, os escribiré algo antes de que llegue vuestro cumpleaños. Palabra de abuelo.