El prolongado discurrir de la comitiva amistosa «Botellamen de Dios» hacía hoy estación en Novelda, el poble de Luis, en la cuenca media del Vinalopó, vía natural de comunicación entre la Meseta y el litoral mediterráneo desde la prehistoria. Su privilegiada ubicación y sus pródigos recursos agrícolas y ganaderos han favorecido históricamente los asentamientos humanos y el desarrollo de diferentes culturas, desde el Neolítico hasta la actualidad. De todo lo anterior se ofrece amplia noticia en el Museo Histórico-Artístico donde, a través de objetos arqueológicos y paneles explicativos, se facilita a los visitantes el conocimiento de las huellas y aportaciones culturales que han ido dejando los sucesivos pobladores.
Pero no es esto de lo que quería ocuparme al iniciar esta crónica, sino de un modelo de organización proletaria –muy poco estudiado y escasamente conocido– que se materializó en los Valles del Vinalopó en el periodo comprendido entre el final de las luchas republicanas ochocentistas y las primeras sociedades de resistencia nacidas en los albores del siglo XX. En esos años, se produce la proletarización de las principales poblaciones, consolidándose un paisaje de arrabales y ramblas que fomentaba el hacinamiento y la precariedad vital, subordinando ambos a los fines productivos. En ese contexto, en las Navidades de 1896, se produjeron los llamados «sucesos de la Serreta Llarga», una especie de última intentona republicana en el siglo XIX, con incrustaciones obreras y derivaciones hacia el terrorismo de Estado. Hubo siete muertos y dos heridos graves, que no llegaron a disparar un sólo tiro, pese a estar armados y preparados para actuar desde una casa de campo de Novelda. Antes de morir, fueron torturados. Se ejerció un férreo control informativo sobre esta acción represiva que, finalmente, se sustanció con un juicio plagado de irregularidades que aseguró la impunidad de los verdugos. Un año después, una marcha masiva convocada en homenaje a los muertos de La Serreta hizo de Novelda una referencia destacada de la represión finisecular contra el movimiento obrero.
En este contexto, sobre una base de libre pensamiento, impregnada de «germinalismo» y reminiscencias federales, se articula una sólida red asociativa de resistencia comarcal, auténtico germen del sindicalismo local. Así eclosiona la sociedad obrera varia La Emancipación, constituida formalmente en 1900, coincidiendo con una huelga de canteros, convocada en demanda de mejoras salariales y la jornada de ocho horas. Fue una huelga sostenida durante varios meses, destacando la capacidad de La Emancipación para organizar ágilmente a la mayoría de los canteros del medio Vinalopó (Elda, Monòver, Aspe y Petrer). Se iniciaba así una dinámica expansiva que se confirmaría poco después con la inauguración del Centro Obrero, desde donde se fueron organizando otras sociedades en la localidad. La Emancipación, a través de su labor federativa sobre la base de los oficios de canteros y zapateros, sumó su incidencia en la difusión del cooperativismo de producción entre 1900 y 1904, documentándose delegaciones en Monóvar, Elda, Petrer, Agost, Aspe, Elche, Hondón de los Frailes y Monforte.
La Emancipación, que tan sólida parecía en los comienzos del siglo, cuando agrupaba a canteros, albañiles, carreteros, carpinteros, pintores, dependientes y agricultores locales, acabó por resquebrajarse. La amalgama societaria se fracturó definitivamente con las huelgas que canteros y albañiles iniciaron en septiembre de 1904, que significaron un punto de no retorno del proceso de división interna, marcado por las disputas sobre los objetivos de la organización.
Pese a todo, tanto La Emancipación noveldense como La Regeneración monovera funcionaban como sociedades de resistencia organizadas por secciones de oficios, a modo de federación local. Ambas sufrieron procesos de disgregación paralelos, que resultaron más graves para la primera. Pese a todo, las concomitancias no se limitan a Novelda y Monóvar. La sociedad varia La Regeneración tenía una «prima» en Elda, La Regeneradora, cuyos vínculos van más allá de 1903, año de su constitución.
Aquel «clímax societario» de los primeros años del siglo XX, en el interior de la provincia de Alicante, abrió definitivamente los caminos hacia el sindicalismo en el tejido productivo de la cuenca media del Vinalopó, conformando un cauce que serpenteaba entre el socialismo a secas, el federalismo librepensador y el activismo ácrata emergente. Pero este es otro interesante relato que tal vez desgrane en otra ocasión.
Vayamos pues a lo nuestro. Hoy, Luis nos había citado a una hora relativamente temprana en el tantas veces mencionado bar Panach (conocido cariñosamente como su «oficina», por ser el lugar donde «despacha» con regularidad sus privativos asuntos), e ir preparando el ánimo para llevar a cabo la visita, cata y refacción que había acordado con los rectores de Casa Cesilia, un establecimiento, mezcla de historia, enología y gastronomía, que constituye un excelente contrapunto para el relato que he referido en los párrafos precedentes. Ya se sabe aquello de que «en la variedad está el gusto».
Tras llegar todos a la hora prevista y liquidar un refrigerio a base de tomate trinchado con capellán y mojama, ajetes tiernos con champiñón, sepia a la plancha, caracolitos en salsa y «michirones», todo ello regado con las correspondientes cervezas, un Casamaro blanco, de Rueda, y un tinto tempranillo Garulla (2021), nos hemos desplazado hasta la bodega Casa Cesilia, emplazada entre las partidas de Alcaydías, Ledua, La Mola y Sicilia, en un congost (paso estrecho y profundo entre montañas), a escasa distancia del cerro de La Mola, al noroeste de Novelda. La Heretat es mucho más que un viñedo: es un enclave histórico que combina el arte de la viticultura con la rica herencia cultural y nobiliaria de la zona. Su origen se remonta al siglo XVIII, cuando la finca fue adquirida por la ilustre familia de los Marqueses de La Romana, una casa nobiliaria muy influyente en la época. El sistema de «heretats» lo adoptó Jaume I para la repoblación y colonización de los territorios conquistados. Una heretat era un conjunto de tierras unido con un criterio de explotación, que constaba básicamente de una casa, una huerta y una cantidad de tierra destinada al cultivo de cereales y viñas.
Aunque existen otras interpretaciones más prosaicas, y pese a que carezco de constancia documental de lo que referiré a continuación, la versión que más me gusta sobre el nombre original de la finca «Heretat de Cesilia», y posteriormente «Casa Cesilia», es la que sostiene que se debe a la señora Cecilia Gómez de Celis, supuesta esposa del marqués de La Romana. Esta dama, apasionada por la naturaleza y el cultivo de la tierra, animaría a su marido para desarrollar un proyecto agrícola pionero en la zona, inspirado en las ideas fisiocráticas y en la promoción de la educación agrícola, tendencias ambas que primaban entonces entre la aristocracia española, muy influenciada por su homónima francesa, que acabaría por convertirse en un emblema del vino alicantino. La finca se concibió, pues, no solo como residencia de recreo de la familia, sino como un centro agrícola autosuficiente, que era reflejo del espíritu ilustrado de la nobleza dieciochesca.
El edificio principal responde a los cánones de la arquitectura mediterránea, destacando sus muros de piedra blanca, los techos altos y un recoleto patio interior. La casa ha sido testigo y protagonista de anécdotas y leyendas. Una de las curiosidades más reiteradas es la misteriosa y nutrida biblioteca secreta que los marqueses escondían tras una puerta camuflada en la gran sala principal. Se dice que en ella guardaban valiosos manuscritos y cartas, algunas de ellas cruzadas con figuras destacadas de la corte de Carlos III. Cuenta la leyenda, por otro lado, que durante la Guerra de Independencia el III Marqués de La Romana —Pedro Caro y Sureda—, destacado general de las tropas españolas, encontró refugio temporal en la finca tras regresar de la expedición a Dinamarca. Su figura heroica y carismática aún se rememora en la finca, como un símbolo de resistencia y honor. Otra de las curiosidades que se recuerdan es la existencia de un antiguo túnel subterráneo que, según la leyenda, conectaba la casa con la cercana iglesia de San Roque. Se cree que fue utilizado por los marqueses y sus allegados durante los tiempos de inestabilidad política, convirtiéndose en un secreto muy bien guardado.
La bodega actual ha sido modernizada respetando la esencia de la finca original. La familia Arias adquirió la hacienda en 1984, desarrollando desde entonces un exitoso proyecto enológico. El patriarca, Joaquín Arias Cervera, fue un devoto de la tierra y la agricultura que se crió entre los viñedos del Bierzo. Cuando el destino le llevó a Novelda, transformó con su bagaje y conocimientos los bancales que se extendían entre la margen izquierda del Vinalopó y la autovía que sigue, como el tendido ferroviario, el antiguo trazado de la vía Augusta. Hoy conforman una explotación de unas treinta hectáreas, radicadas en un territorio estratégico, en el área de la estación de Novelda, igual que sucede con otros barrios vinícolas de estación de otras latitudes, como Vilafranca del Penedés, Haro o Utiel.
Los Arias han llevado a cabo una gran labor en la recuperación de variedades clásicas alicantinas y mediterráneas (monastrell, garnacha, malvasía, moscatel y macabeo), que han plantado y cultivan en vaso, es decir, sin riego, adaptadas al clima y al suelo del sureste, como lo han estado tradicionalmente. Cultivan también algunas parcelas de petit verdot, cabernet sauvignon y albariño (recuerdo familiar), con el que hacen un caldo blanco muy cuidado.
Todos los vinos de Casa Sicilia son de sus propios viñedos, es decir, responden al concepto «cru», un sistema que enfatiza la calidad y el carácter distintivo de un terroir específico, entendiendo por tal el conjunto de factores ambientales (suelos, clima y ubicación). Dicho más sencillamente, proceden de uvas cultivadas, cosechadas, vinificadas y embotelladas en su dominio vinícola, es decir, en la propiedad. Por ello, como aseguran los enólogos, tienen una marcada identidad mediterránea y de su específico terroir (la margen del río), que aporta las sensaciones muy frescas y naturales del tarayal mediterráneo característico del sureste peninsular, además de una agradable sensación mineral debido al silicio del suelo fluvial.
Joaquín Arias se empeñó en enriquecer este pequeño territorio plantando miles de variedades no vinícolas que, junto con el jardín adosado a la casa y el monumento a Jorge Juan y un rincón de las especias, ensanchan los motivos para visitar la «heretat». Casa Cesilia ofrece a los visitantes una experiencia completa, donde el vino y la historia se dan la mano. Cuenta con una moderna bodega de vinificación y la sala de crianza con los mejores robles.
Las catas son uno de los atractivos, pues permiten degustar vinos que expresan la personalidad de la tierra, desde blancos frescos hasta tintos de crianza complejos. Nosotros hemos participado en una cata de tres vinos: Un blanco Casa Sicilia, coupage de malvasía, macabeo y moscatel muy placentero; un rosado Cesilia Rosé 2023, a base de monastrell, merlot y syrah, con una melosidad que lo hace sabroso mezclando la frescura de su acidez con la golosidad de sus ricos taninos naturales, y un Casa Sicilia tinto crianza, un coupage de monastrell, petit verdot y cabernet sauvignon muy redondo.
La propuesta gastronómica de la bodega complementa esta experiencia. Su restaurante ofrece la esencia de la cocina mediterránea y elabora menús que integran productos locales con un toque creativo. Cada plato está pensado para armonizar con los vinos de la bodega, realzando sus aromas y sabores y ofreciendo una experiencia culinaria de primer nivel. Nosotros hemos consumido un menú a base de tres entrantes (ensaladilla de la casa, embutido de Pinoso y alcachofas salteadas con tomate seco y trigueros), a los que han seguido los principales: cordero al horno, solomillo de ternera y chuletón de ternera vieja, según gustos. Hemos rematado la refacción con sendos postres caseros: flan de turrón y helados, a gusto de cada cual. Todo ello ha estado convenientemente regado con las especialidades vinícolas mencionadas y rematado con los correspondientes cafés, que han dado pie a una sobremesa algo sobresaltada por las noticias políticas de la jornada que apuntaban a la dimisión de un importante gerifalte del PSOE en Madrid.
Hemos regresado caminando tranquilamente hasta el aparcamiento de la bodega para coger los vehículos y dirigirnos a casa de Luis, bordeando las márgenes y cruzando el propio Vinalopó. Allí hemos encontrado el cálido y cuidado acogimiento que cada vez que volvemos nos procuran sus dueños. Loli Gutiérrez había preparado unos paparajotes magníficos que, acompañados de las recurrentes copichuelas, han dado paso a un escueto concierto que, como siempre, ha dirigido y protagonizado Antonio Antón. Esta vez ha incorporado referencias clásicas de Luis Llach y E. Aute, que ha acompañado de poemas, musicados por el propio Antonio y por su amigo Fernando Celdrán, de autores como Antonio Machado (Discutiendo están dos mozos), Bertold Brecht (Cuando los de arriba) y Blas de Otero (Cantar de amigo). No han faltado tampoco las habituales piezas de la música popular ilicitana.
Y así, mientras la tarde se despedía con bruñidos susurros y los pámpanos de la parra que tienen los anfitriones junto al porche de su casa ofrecían al viento incipientes melodías, contrastamos por enésima vez que la amistad es como el buen vino: fragante, intensa, imperecedera. Muros de piedra, que han contemplado generaciones de cosechas y secretos, acogieron en esta ocasión nuestras voces, como si fuesen ecos de antiguas leyendas. Y la naturaleza, generosa y paciente, nos regaló un festín de matices y tonalidades: el rojo rubí de la uva, el verde hodierno de las hojas, el sutil ocre de la tierra. Entre tapiales y paredes centenarias, donde el tiempo parece haberse detenido y la historia se confunde con el aroma terrino, se avivó el rescoldo amistoso. Cada palabra tejida entre sorbos de monastrell o petit verdot, cada mirada cómplice, dispersada bajo la azul bóveda celeste, nos recordó que la vida sabe mejor cuando se celebra en compañía.
Al final, contrastamos de nuevo que el verdadero tesoro trasciende los pagos, las viandas y las copas, porque apunta a la inasible belleza de la sencillez de estar juntos. El vino se agota, pero el recuerdo permanece. Y en él, la amistad florece como la vid: resistente, vibrante, eterna.
Salvo contingencia sobrevenida, nos veremos el próximo mes de septiembre. Será en Santa Pola o en Benilloba. Lo concretaremos oportunamente.