martes, 8 de marzo de 2016

Menorca.

Ayer volvimos de Menorca. He necesitado más de sesenta años para decidirme a visitar una isla ¡qué hermosa palabra! que está a poco más que un tiro de piedra desde donde resido habitualmente, concretamente a 230 millas náuticas; aunque debo confesar que llegué allí en avión, en apenas 50 minutos de vuelo desde Manises. De Menorca, como de tantos otros territorios, se ha dicho de todo. Hay quienes declaran que es lugar que da suerte; otros, más transcendentes, aseguran que es una tierra en la que se aprende a morir y a vivir, como si no sucediese lo mismo en todo espacio vital. Por si acaso, evitaré la tentación de adoptar perspectiva tan transcendental y escribiré, simplemente, algunas de las impresiones que me ha producido la isla.

Menorca es un lugar donde las vías que unen las poblaciones son escasas, tan párvulas como primorosamente señalizadas y conservadas. Se puede llegar a cualquier lugar de la isla siguiendo las indicaciones que jalonan las pequeñas carreteras, las pistas o los caminos de herradura y sendas, que ofrecen un estado de conservación primoroso, pese a estar comúnmente circundadas por un sotobosque abigarrado de ‘ullastres’ (acebuches autóctonos), lentiscos y enebros, entre otras especies locales que desconozco, cuya exuberancia casi imposibilita cualquier intento de acotarlo. Hoy por hoy, me ha parecido un espacio seductor, que invita más a ensillar el caballo y a utilizar la bicicleta que a dejarse recorrer en automóvil. No sólo por el pedigrí de tan genuinos y añejos medios de transporte sino por su propia utilidad, que facilita el acceso a más y mejores rincones.

Atardecer en Sa Caleta, Ciutadella.
Menorca es esencialmente un territorio insular que debiera descubrirse en barco, a ser posible en llaüt, la genuina embarcación balear utilizada tradicionalmente para la pesca de arrastre, que hoy se emplea para usos recreativos con diseños evolucionados a motor. El llaüt tradicional es un pequeño barco de vela latina, con tres mástiles, de gran consistencia y estabilidad que lo convierten en una embarcación perfecta para todo tipo de actividades, como la navegación de recreo o la pesca deportiva, y también para hacer frente a condiciones meteorológicas adversas. En su defecto, la exploración de la isla requiere aventurarse por senderos abruptos, que conducen a acantilados y faros extraordinarios desde los que se divisa el color “azul marino” auténtico, ese que solo percibimos en los muestrarios de pintura y que aquí se ofrece en toda su concupiscencia. Menorca es una isla donde todavía puedes extenuarte de caminar sin lograr atisbar los signos canónicos de lo que comúnmente denominamos “civilización”. Una reliquia que permite saborear el espeluznante impacto del vértigo que produce asomarte a acantilados vírgenes y estremecedores, que regalan vistas tan ampulosas como asombrosas.

La densidad de yacimientos prehistóricos coadyuvan a la excepcionalidad de la isla, también en esta faceta. Con apenas setecientos kilómetros cuadrados alberga más de mil doscientos depósitos. Por ello, es tal la trabazón entre paisaje, territorio y arqueología que me atrevo a aventurar que es uno de los elementos que le imprime su carácter único. Los conjuntos arqueológicos integran murallas, viviendas, talayots, navetas, taulas, hipogeos, etc. Muchos de estos hallazgos se conservan admirablemente intactos desde hace más de dos mil años conformando amplísimas áreas prehistóricas diseminadas en el conjunto isleño.

Menorca ofrece por lo general riberas descarnadas que conforman dos regiones muy marcadas. Al norte, en la Tramontana, se suceden las areniscas y los conglomerados, las calizas y las pizarras formando un verdadero mosaico. Al sur, en el Mitjorn, aflora casi exclusivamente el marés, un material granudo de naturaleza calcárea, altamente poroso y fácil de trabajar, que está integrado en la fábrica de la mayoría de las casas menorquinas.

Menorca es un lugar donde sentarse a comer en un restaurante es algo distinto a manejarse con manteles y servilletas de hilo, con una buena instalación de aire acondicionado o con una decoración vintage de ilustrados motivos. Lo más normal es hacerlo teniendo la naturaleza como escaparate, sentados sobre la desnudez de una mesa de picnic con el contrapunto de una bahía recoleta y diáfana, que suele aprovisionar las despensas de materias primas tan escasas como excepcionales. Una región ideal para transformar la percepción del tiempo y para acabar con las prisas. Especialmente durante los atardeceres, cuando abducen unas fantasmagóricas puestas de sol que encienden la fachada oriental de la isla de Mallorca. Un espectáculo único, irreproducible, inconmensurable e inefable.

No tengo certeza alguna pero, tal vez, Menorca es lo que es porque, como contó Licofronte de Calcis, fue uno de los lugares que acogieron a algunos de los fugitivos de la guerra de Troya, que llegaron a las entonces llamadas Gimnesias (Baleares) “después de navegar como cangrejos entre las rocas de Gimnesis rodeados de mar, arrastrando su existencia cubiertos de pieles peludas, sin vestidos, descalzos, armados de tres hondas de doble cordada. Y las madres señalaron a su hijos más pequeños, en ayuno, el arte de tirar; ya que ninguno de ellos probará el pan con la boca si antes, con piedra precisa, no acierta un pedazo puesto sobre un palo como blanco” (Alexandra,  versos 633-641)

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