domingo, 20 de marzo de 2016

Miguel Aguilar.

La mañana del pasado miércoles quedé con mi amigo Miguel junto al centro de salud de San Vicente. Habíamos acordado esa cita para que me entregase un pequeño retrato que me ha hecho tomando como modelo una fotografía que me ‘robaron’ el mes pasado, en el acto de clausura de la Exposición 100 Artistas Solidarios, en Alicante. Un par de semanas antes me había avanzado la noticia y enviado una foto del dibujo acuarelado, anexa a un sms que me sorprendió estando en Menorca. Fue un inesperado regalo de cumpleaños que agradecí mucho, hasta el punto de que me faltó tiempo para ponerme en contacto con él y acordar cómo recoger de sus manos el presente que ya he hecho enmarcar.

Miguel y yo nos conocemos desde hace casi cincuenta años, cuando finalizaba la década de los sesenta y ambos estudiábamos Magisterio en la vieja Escuela del Castillo de S. Fernando, integrados en dos promociones consecutivas, primera y segunda del reputado Plan del 67, un excelente plan de estudios con el que se educaron buenas cosechas de profesionales con las que he convivido en extensión y en profundidad. Seguramente nos conocimos porque entonces no éramos demasiados quienes estudiábamos para maestro -como entonces se decía- y probablemente, también, porque ya teníamos afinidades e intereses comunes, coincidencias que tengo la impresión que hemos conservado a lo largo y ancho de  nuestras biografías, por lo que deduzco del contenido de nuestras últimas conversaciones. En aquellos años de estudiantes tuvimos una interacción más o menos circunstancial, circunscrita a algunos escarceos teatrales y a la práctica del deporte, únicas actividades que complementaban extraoficialmente el restrictivo currículo académico de los aspirantes a maestro.

Cuando concluimos los estudios, nuestras vidas y caminos profesionales tomaron rumbos distintos. Creo recordar que fue en la década de los ochenta cuando volvimos a encontrarnos. Él era profesor en un reformatorio de jóvenes próximo al Paseo de Campoamor y yo un inspector de educación que debía supervisar su centro. Aquella institución era un ecosistema verdaderamente complejo y difícil, más retador si cabe cuando se la enmarca en la precariedad de las instalaciones y los medios que la Administración ponía a disposición de un pequeño grupo de profesores, voluntariosos y voluntaristas, que debían desplegar una ingente labor educativa, tan necesaria como apabullante. Aquel trabajo exigía una enorme cualificación profesional. Y no solo eso, también generosísimas voluntades personales puestas a disposición de necesidades sociales enormemente descarnadas. Ambos impagables recursos, que aportaban quienes allí trabajaban, lograban humanizar una institución y unas situaciones que, contempladas en la perspectiva del tiempo, impresionan y son más lacerantes de lo que entonces me parecieron. Todavía recuerdo con viveza aquellas celdas individuales, de puerta blindada con cierre manual, en las que los responsables de la Residencia recluían a algunos muchachos internos. He pensado y deseado mil veces que jamás se produjese allí incendio alguno, porque sigo convencido de que era imposible que nadie escapase de semejante ratonera.

Miguel, con sus nietos.
Allí redescubrí a Miguel Aguilar Arráez y a otros y otras colegas, como Alberto Montoya y Pilar Esteva, todos gente excepcional. Recuerdo al Miguel de entonces diseñando y construyendo hogueras y mil cosas para empatizar y tratar de ayudar a aquellos jóvenes desheredados de la fortuna y olvidados de la sociedad. Una labor excepcional que, además de capacitar al maestro como jamás soñaron los profesores que le educaron, habrá permanecido en la memoria de algunos de sus alumnos, especialmente de los que hayan logrado escapar a su trágico sino.

Nuestra relación volvió a interrumpirse durante bastantes años, tantos como los que median desde entonces hasta el pasado verano. Creo recordar que fue el 9 de agosto, justo al mediodía, cuando se celebra el sorteo de las reses que se lidian por la tarde en las plazas de toros, el punto justo en que volvimos a coincidir en los corralillos de la de Alicante. Sí, fue en la plaza de toros, porque tanto Miguel como yo somos aficionados taurinos. Lo éramos cuando nos conocimos y seguimos siéndolo hoy. Ambos sabemos de sobra que no está de moda ni serlo ni confesarlo, aunque a ambos nos da lo mismo porque pensamos seguir siendo lo que somos y como somos. Carecería de sentido que a estas alturas negásemos convicciones y aficiones que casi llevamos en la sangre.

Como decía, mientras empleados y mayorales iban enchiquerando la corrida del prestigioso hierro de Adolfo Martín, fuimos repasando nuestras biografías. Con un ojo puesto en los toros y en las expertas destrezas en el manejo de los profesionales, y con el otro mirando de soslayo nuestros estriados rostros. Así, como el que no quiere, esquivando el sopor del mediodía agosteño, fuimos repasando los acontecimientos más recientes y poniéndonos al día. Ésa fue la postrera ocasión en que tuve oportunidad de parlotear largamente con mi amigo Miguel. Posteriormente, sus noticias me llegaron directamente con el generoso ofrecimiento del retrato que me había hecho.

Estoy muy contento de haber suscitado el interés de Miguel y ocupado sus buenos  oficios porque, desde mi humilde punto de vista, un retrato es el resultado de tres acciones que él predica bien: la observación atenta de lo que se va a plasmar, la reflexión sosegada sobre sus principales características y, finalmente, la actuación resuelta para reflejar en el papel una reconstrucción propia que, sin traicionar el modelo, lo interpreta y le añade el valor de la originalidad. Creo sinceramente que Miguel lo ha logrado con mi retrato, que refleja fidedignamente mi apariencia y mi persona.

Estoy contento porque sé que de la misma manera que me sorprenden e interesan sus pinturas (tal vez su modo de expresión más genuino, aunque no es nada despreciable la hondura de su pausada conversación), también él se interesa por otras cosas mías, como estos apresurados relatos, cuyo contenido dice que, generalmente, aprueba y comparte. De alguna manera me parece que es como si hubiésemos llegado a un cierto punto de acuerdo, esta vez definitivo, en el que las concomitancias, los amigos comunes, los recuerdos compartidos, las preocupaciones e inquietudes por las cosas que suceden, los afectos por quienes están o estuvieron y conocimos, nuestra inquietud por la coherencia personal y profesional, en definitiva, la propensión a exprimir la vida al máximo nos hace compartir hasta las penurias cardiacas de unos corazones inequívocamente situados en la parte izquierda de nuestras corpóreas y gastadas geografías. Muchas gracias, Miguel, por tu regalo. Esta pequeña crónica va por ti, con un gran y fraternal abrazo. ¡Suerte, maestro!

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