La mañana del pasado miércoles quedé con mi amigo Miguel junto al
centro de salud de San Vicente. Habíamos acordado esa cita para que me
entregase un pequeño retrato que me ha hecho tomando como modelo una fotografía
que me ‘robaron’ el mes pasado, en el acto de clausura de la Exposición 100
Artistas Solidarios, en Alicante. Un par de semanas antes me había avanzado la
noticia y enviado una foto del dibujo acuarelado, anexa a
un sms que me sorprendió estando en Menorca. Fue un inesperado regalo de
cumpleaños que agradecí mucho, hasta el punto de que me faltó tiempo para
ponerme en contacto con él y acordar cómo recoger de sus manos el presente que
ya he hecho enmarcar.
Miguel y yo nos conocemos desde hace casi cincuenta años, cuando
finalizaba la década de los sesenta y ambos estudiábamos Magisterio en la vieja
Escuela del Castillo de S. Fernando, integrados en dos promociones
consecutivas, primera y segunda del reputado Plan del 67, un excelente plan de
estudios con el que se educaron buenas cosechas de profesionales con las que he
convivido en extensión y en profundidad. Seguramente nos conocimos porque
entonces no éramos demasiados quienes estudiábamos para maestro -como entonces
se decía- y probablemente, también, porque ya teníamos afinidades e intereses
comunes, coincidencias que tengo la impresión que hemos conservado a lo largo y
ancho de nuestras biografías, por lo que
deduzco del contenido de nuestras últimas conversaciones. En aquellos años de
estudiantes tuvimos una interacción más o menos circunstancial, circunscrita a
algunos escarceos teatrales y a la práctica del deporte, únicas actividades que
complementaban extraoficialmente el
restrictivo currículo académico de los aspirantes a maestro.
Cuando concluimos los estudios, nuestras vidas y caminos
profesionales tomaron rumbos distintos. Creo recordar que fue en la década de
los ochenta cuando volvimos a encontrarnos. Él era profesor en un reformatorio
de jóvenes próximo al Paseo de Campoamor y yo un inspector de educación que
debía supervisar su centro. Aquella institución era un ecosistema verdaderamente
complejo y difícil, más retador si cabe cuando se la enmarca en la precariedad
de las instalaciones y los medios que la Administración ponía a disposición de
un pequeño grupo de profesores, voluntariosos y voluntaristas, que debían
desplegar una ingente labor educativa, tan necesaria como apabullante. Aquel
trabajo exigía una enorme cualificación profesional. Y no solo eso, también
generosísimas voluntades personales puestas a disposición de necesidades
sociales enormemente descarnadas. Ambos impagables recursos, que aportaban quienes allí trabajaban, lograban humanizar
una institución y unas situaciones que, contempladas en la perspectiva del
tiempo, impresionan y son más lacerantes de lo que entonces me parecieron.
Todavía recuerdo con viveza aquellas celdas individuales, de puerta blindada
con cierre manual, en las que los responsables de la Residencia recluían a
algunos muchachos internos. He pensado y deseado mil veces que jamás se
produjese allí incendio alguno, porque sigo convencido de que era imposible que
nadie escapase de semejante ratonera.
Miguel, con sus nietos. |
Allí redescubrí a Miguel Aguilar Arráez y a otros y otras colegas,
como Alberto Montoya y Pilar Esteva, todos gente excepcional. Recuerdo al
Miguel de entonces diseñando y construyendo hogueras y mil cosas para empatizar
y tratar de ayudar a aquellos jóvenes desheredados de la fortuna y olvidados de
la sociedad. Una labor excepcional que, además de capacitar al maestro como
jamás soñaron los profesores que le educaron, habrá permanecido en la memoria
de algunos de sus alumnos, especialmente de los que hayan logrado escapar a su
trágico sino.
Nuestra relación volvió a interrumpirse durante bastantes años,
tantos como los que median desde entonces hasta el pasado verano. Creo recordar
que fue el 9 de agosto, justo al mediodía, cuando se celebra el sorteo de las
reses que se lidian por la tarde en las plazas de toros, el punto justo en que
volvimos a coincidir en los corralillos de la de Alicante. Sí, fue en la plaza
de toros, porque tanto Miguel como yo somos aficionados taurinos. Lo éramos
cuando nos conocimos y seguimos siéndolo hoy. Ambos sabemos de sobra que no
está de moda ni serlo ni confesarlo, aunque a ambos nos da lo mismo porque
pensamos seguir siendo lo que somos y como somos. Carecería de sentido que a
estas alturas negásemos convicciones y aficiones que casi llevamos en la
sangre.
Como decía, mientras empleados y mayorales iban enchiquerando la
corrida del prestigioso hierro de Adolfo Martín, fuimos repasando nuestras
biografías. Con un ojo puesto en los toros y en las expertas destrezas en el manejo de los profesionales, y con el otro
mirando de soslayo nuestros estriados rostros. Así, como el que no quiere, esquivando el
sopor del mediodía agosteño, fuimos repasando los acontecimientos más recientes
y poniéndonos al día. Ésa fue la postrera ocasión en que tuve oportunidad de
parlotear largamente con mi amigo Miguel. Posteriormente, sus noticias me llegaron
directamente con el generoso ofrecimiento del retrato que me había hecho.
Estoy muy contento de haber suscitado el interés de Miguel y ocupado
sus buenos oficios porque, desde mi
humilde punto de vista, un retrato es el resultado de tres acciones que él
predica bien: la observación atenta de lo que se va a plasmar, la reflexión sosegada
sobre sus principales características y, finalmente, la actuación resuelta para
reflejar en el papel una reconstrucción propia que, sin traicionar el modelo,
lo interpreta y le añade el valor de la originalidad. Creo sinceramente que
Miguel lo ha logrado con mi retrato, que refleja fidedignamente mi apariencia y
mi persona.
Estoy contento porque sé que de la misma manera que me
sorprenden e interesan sus pinturas (tal vez su modo de expresión más genuino,
aunque no es nada despreciable la hondura de su pausada conversación), también
él se interesa por otras cosas mías,
como estos apresurados relatos, cuyo contenido dice que, generalmente, aprueba
y comparte. De alguna manera me parece que es como si hubiésemos llegado a un
cierto punto de acuerdo, esta vez definitivo, en el que las concomitancias, los amigos comunes, los
recuerdos compartidos, las preocupaciones e inquietudes por las cosas que
suceden, los afectos por quienes están o estuvieron y conocimos, nuestra inquietud por
la coherencia personal y profesional, en definitiva, la propensión a exprimir
la vida al máximo nos hace compartir hasta las penurias cardiacas de unos
corazones inequívocamente situados en la parte izquierda de nuestras corpóreas
y gastadas geografías. Muchas gracias, Miguel, por tu regalo. Esta pequeña crónica va por ti, con un gran y fraternal abrazo. ¡Suerte, maestro!
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