Ayer nuestro particular y amistoso periplo nos llevó de nuevo a Santa Pola. A partir de ahora pondré una apostilla en el título de las crónicas, mencionando el lugar donde se celebren los encuentros para que quienes llevan la cuenta no se extravíen. También hoy nos recibió un día espléndido y radiante. Sonaban las doce en el reloj de la “peineta” que corona la muralla del castillo y allí estábamos los convocados a excepción de Tomás, que apuraba el camino de regreso de su reciente viaje andaluz, de Paco Ochando (del que nada sabemos) y de Domingo Moro, que tenía dispuestos en Ibiza los artilugios tecnológicos para hacer la cobertura telemática del evento.
Apenas se había silenciado el tañido de la última campanada y ya teníamos junto a nosotros a un amable y documentado guía, con apariencia de estudiante aventajado al que previamente había aleccionado Pascual, dispuesto para mostrarnos y glosar las excelencias de una fortaleza histórica, fecundada de reminiscencias y anécdotas. Una edificación del siglo XVII, reformada posteriormente en numerosas ocasiones para acomodar sus dependencias a las necesidades sobrevenidas con el paso de los tiempos, que hoy se resumen fundamentalmente en el acogimiento de buena parte de las infraestructuras culturales de la villa. Nuestro amable acompañante dio cumplida y docta explicación de los avatares que la historia ha procurado a un baluarte levantado en tiempos de los Austrias, que ha sido testigo mudo de la historia de un lugar históricamente vinculado a la ciudad de Elche, de la que felizmente acabó emancipándose administrativamente hace no demasiadas décadas.
En el Laico, Santa Pola. |
Tras un breve paseo por el patio de armas y las instalaciones del Museo del Mar, que ofrece una muestra etnográfica concisa y suficiente de las tradiciones locales, volvimos a la trama urbana y redescubrimos el refulgente sol que la inundaba. Saludamos a la hermana de Pascual y a su cuñado, viandantes circunstanciales que se cruzaron en nuestro camino y, casi sin solución de continuidad, asentamos las posaderas en el primero de los destinos previstos por nuestro anfitrión. Un ‘bareto’ cercano a la antigua casa de sus padres, en la calle Deán Llopes, que nos proveyó de las cervezas que ansiábamos engullir y de unos sabrosos aperitivos: patatas fritas con jamón y olivas adobadas con pimentón y vinagre. El breve relajo nos suministró las fuerzas necesarias para acometer la conquista de la siguiente estación que fue, como no podía ser de otro modo, el bar ‘Laíco’, un destino insoslayable en el que degustamos unos magníficos taquitos de merluza rebozada preparados por su regente, maridados con una excelente mixtura de aceitunas y mejillones en escabeche.
Desde allí nos encaminamos al destino principal, el Restaurante Playa. Nadie albergábamos duda de que nuestro anfitrión habría elegido escrupulosamente la exquisitez del lugar de acogida. Y así lo contrastamos cuando estábamos atravesando su magnífico comedor, plenamente ocupado a esas horas, antes de ascender la escalera que conducía al reservado que nos habían preparado para ocasión tan singular. Era un espacio diáfano, de varias decenas de metros, en el que se había habilitado una mesa circular junto a una ventana estratégicamente situada, que proporcionaba una visión espléndida de la mar en un día calmo y sereno. En el horizonte se recortaba el perfil de Tabarca, que se mostraba acunada en aquella inmensa alfombra azul.
En aquel recoleto y exclusivo lugar degustamos un caldero excepcional que pocos saben hacer tan requetebién. Quiénes dominan este genuino guiso suelen poblar las tierras del sur del País Valencià, que también existen. Otros, menos virtuosos con los fogones y los ranchos, lo emulan en otros pagos con discutible éxito. Este fue un caldero excelentemente condimentado, con patatas que sabían a gloria y un remate de arroz a banda que no se lo saltaba un romano; eso sí, un puntito sentidito de sal, como es costumbre en el lugar. Le habían precedido unos aperitivos excelentes, a base de quisquilla y pescadito de la bahía, aderezados con ensaladas trufadas de ‘capellanet’ y ‘gatet’, que hicieron las delicias de todos.
No conformes con todo ello, cuando acabamos con el caldero (que por cierto no conseguimos agotar y que dio para algún que otro tupperware) nos entregamos a los postres y a las copas, que más que tales fueron una auténtica barra libre suministrada por unos restauradores generosos, cuya complicidad con el anfitrión se apreciaba a la legua. Una barra libre que, paradójicamente, transformamos en breves y recatadas consumiciones fruto de un uso tan voluntariamente comedido como exuberante se ofrecía la disponibilidad.
Las copas y sus efluvios suelen conducir casi inevitablemente a las canciones que, en este caso, estuvieron precedidas de algún pequeño escarceo discusivo de carácter político-religioso que, dadas las circunstancias ambientales, todos habíamos optado por evitar. Una de las primeras que sonó fue el Romance de la Amistad, esa especie de ‘pseudohimno’ particular con letra propia y música de Antonio Antón, cuyo estribillo cantamos al unísono dirigidos por el maestro y acompañados por el sonido de su guitarra. Fue el preámbulo del habitual ‘remake’ que hacemos del elenco de figuras que nos suele acompañar que, en este caso, se completaron con incorporaciones como las de Hilario Camacho y Bob Dylan. No faltaron Luis Llach y otros, ni tampoco las pachanguitas habituales.
Mientras tanto, la oquedad de la ventana nos allegaba el silencioso regreso de las barcas de pesca. De las que habían ido a echar la semana en las aguas de Argelia y de las que regresaban del faenar del día. El horizonte azul de la mar aparecía preñado de luces casi primaverales, inmóvil como la quietud, surcado por una flota alineada y silenciosa, patroneada por gentes esforzadas y generosas. Esa estela que se dibujaba con rumbo sureste-noroeste me recordó a la Concha, en el día que hacía un bimestre que se fue con las mismas olas que hoy nos devolvían los barcos ubérrimos, como lo era ella.
Con su paz y con la satisfacción y el gozo de vernos y tocarnos, de hablar y discutir, de compartir y cantar, de querernos y convivir concluimos un encuentro tan inolvidable como todos los precedentes.
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