Ayer
fue un día como otro cualquiera. Probablemente el mundo amaneció con las mismas
venturas y desventuras que cualquier otra jornada. Si acaso, tal vez lo que cambió
ligeramente es su geografía. Por un lado, pareció una fecha dichosa para muchos
cubanos, que vieron alborozados como un presidente norteamericano visitaba de
nuevo la isla después de casi noventa años sin que otro lo hiciera. Algunos han
puesto en ello grandes esperanzas porque consideran que ese viaje contribuirá a
desatascar la timorata transición a la democracia del régimen castrista. En el
otro lado de la balanza, fue una jornada especialmente aciaga para los
refugiados en Grecia. Los diarios aseguran que, para vergüenza de la Humanidad, la policía desalojó el campo de refugiados de Moria en apenas veinticuatro horas, consumando a empujones el desahucio de una legión de famélicas personas, asustadas, mojadas y sin otra
alternativa que la deportación a Turquía, de acuerdo con las previsiones del
ominoso acuerdo de expulsión masiva de refugiados que la UE activó el domingo.
También
ayer fue un día fatídico para trece familias que perdieron alguno de sus hijos
en un horroroso accidente sucedido cuando apenas eran las seis de la mañana, en
la autopista del Mediterráneo, a su paso por la localidad tarraconense de Freginals.
Leo en los periódicos que siete de las trece víctimas, todas mujeres, eran
italianas. Una de ellas se llamaba Serena Saracino, estudiante de farmacia con
apenas veintitrés años. Su padre, absolutamente destrozado, declaraba a los
medios de comunicación que a su juicio “era demasiado tarde para conducir un
autobús lleno de chicos tan jóvenes, que llegaron aquí para ser cuidados y en
cambio han muerto. A esa hora, los conductores están cansados". Y añadía,
quejándose amargamente, que "un país bello como éste hubiera debido
garantizar a estos chicos un viaje en plena seguridad. Conducir bajo la lluvia,
a las cuatro de la mañana, no es seguridad". "No queremos vivir sin
nuestra hija. Llegó feliz aquí, y volvemos con una masa de carne lívida. Sé que
sois un pueblo amigo, pero no tiene que ocurrir nunca más. Por esto estoy aquí
hablando. Tenéis que controlar que esto no ocurra nunca más en vuestro
país", concluyó el padre.
Un
testimonio tan desgarrador debería servir para algo más que para ponernos
a todos un nudo en la garganta. Lamentablemente, el amargo gesto o el
desencajado semblante de unas familias destrozadas que desfilan como zombis en
los tanatorios o por los polideportivos nos volverá a remover
circunstancialmente el estómago, pero al rato habremos orillado una vez más la
desgracia y seguiremos en lo mismo.
Abomino
la dejadez que se ha instalado desde hace décadas en los comportamientos
sociales y cívicos. Y todavía abomino más del silencio y la inacción de las autoridades, intelectuales, profesionales, comunicadores, en suma, de todos,
entre los que me incluyo, que apenas alcanzamos a criticar puntual y
tímidamente las conductas y actuaciones desmadradas, de particulares, entidades e instituciones, que suelen acompañar a las fiestas y días de guardar.
Ayer la desgracia se cebó con unos muchachos que volvían un sábado por la noche
de ver la ‘cremà’ de las Fallas. No puedo evitar preguntarme: ¿no había otra
alternativa que meterse en un autobús a las cuatro de la mañana para hacer tres
o cuatrocientos quilómetros bajo la lluvia y llegar las ocho o las nueve a Barcelona? ¿Por qué y para qué hacerlo a esa hora? Puedo imaginar algunas
respuestas, aunque ninguna incluye la necesidad de asistir a sus clases en la
Universidad.
Ha ocurrido esta fatalidad como hace años sucedieron otras desgracias que todavía colean,
como aquella terrible fiesta de Halloween en el pabellón Madrid Arena. Ambos
son casos llamativos que producen un gran impacto en la opinión pública. Pero son
muchas más las catástrofes que acontecen cualquier viernes o sábado en
cualquiera de nuestros pueblos y ciudades, sin que se nos mueva ni una pestaña
al conocer los datos de siniestralidad cada lunes por la mañana. Y si ello no es
suficiente, pongamos el foco en algunos lugares concretos y comprobaremos que aquí
el desmadre campa a sus anchas, a mayor lucro y gloria de unos negociantes
depravados y de unas autoridades que ni merecen tal nombre. ¿Quién no recuerda
lugares ‘míticos’ de marcha como Salou, Benidorm o Magaluf, donde se venden y
triunfan los comas etílicos, el balconing o el trato denigrante a las personas
y parecidas añagazas? Son décadas sin que nadie ponga coto a semejantes
barbaridades que, a mi juicio, no solo son execrables sino incompatibles
con la civilidad.
Pese
al tremendo momento que atraviesa el padre de Serena, demuestra que es un
hombre lúcido que, en mi opinión, tiene toda la razón cuando aconseja que
debemos controlar que no se repita una desgracia parecida. Todos los
esfuerzos serán pocos al respecto porque la vida de esas trece muchachas ni
tiene precio ni reparación posible. Y, por cierto, para quienes interesadamente
defienden los establecimientos y empresas que sostienen y amparan los desatinos
y barbaridades que mencionaba, lucrándose con ellos mientras engañan e
intoxican a la opinión pública arguyendo su hipotética contribución a dinamizar la actividad
económica, impulsar el empleo o producir riqueza, tengo una propuesta: que
inviertan todo su caudal en promocionar, participar y disfrutar de esos
maravillosos negocios entre ellos mismos y sus propias familias, trasladándose a vivir cerca de ellos para gozarlos en plenitud, abandonando la
adocenada y aburrida existencia que arrastran habitando complejos residenciales del extrarradio, alejados de los maravillosos distritos que acogen sus ruidosos negocios que, además de contribuir a echar a perder a la gente, molestan y
perjudican a quiénes, pese a ser ajenos a ellos y haberse establecido allí previamente a su implantación, las propias autoridades municipales condenan a sufrirlos resignadamente con sus resoluciones o su inacción.
Suscribo totalmente tus reflexiones.Una reflexión profunda en la que queda patente que está Sociedad está DESIQUILIBRADA.
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