Hace
unos días leí en el diario El País
una tribuna que firmaba la periodista Milagros Pérez Oliva, que me pareció tan
acertada como pertinente. El núcleo central de su colaboración giraba en torno
a lo que denomina la “teoría del privilegio”, que debe denunciarse de inmediato.
Según ella, se trata de una filigrana ideológica encaminada a condicionar la
opinión pública, presentando ante ella como normales, e incluso como deseables
para el interés general, propuestas que no lo son. En efecto, la teoría
sociológica ha documentado este recurso para encauzar el debate público que
utilizan los think tank cuando
diseñan marcos conceptuales interesados. Estos influyentes laboratorios de
ideas parten de la hipótesis de que quienes logran determinar el marco en que
se producirá la discusión tienen asegurada la patrimonialización de buena parte
de sus resultados finales.
La
periodista explicaba como en nuestro país y en Europa existe hoy una indisimulada
tendencia que presenta como privilegios inaceptables las condiciones laborales
y salariales que hace pocos años parecían no solo normales, sino precarias. El
ejemplo paradigmático es el de los mileuristas. Hace apenas una década eran
considerados pobres desheredados de la fortuna; sin embargo, hoy se muestran
como auténticos privilegiados por parte de quienes practican este asedio
ideológico, que colisiona frontalmente con la cordura y con las conquistas
sociales básicas, consideradas logros irrenunciables hasta hace bien poco.
En
ese rizar el rizo, se omite sin recato la devastación que ha producido en el
tejido social la crisis económica, que se ha exhibido como coartada
incuestionada e incuestionable para imponer reformas legislativas y económicas
que han laminado buena parte de los logros y ahorros de las clases medias y
populares. Ahora se presenta a las personas que han esquivado relativamente la
crisis y conservado trémulamente las condiciones laborales o económicas previas
a las últimas reformas, como privilegiados que injusta, ilegítima y egoístamente
ansían mantener unos supuestos privilegios que son lesivos para el interés
general. ¡Serán sinvergüenzas!
No
sólo se considera privilegiados a quienes tienen o logran un contrato
indefinido, sino que se les presenta como culpables de que los demás, en el mejor
de los casos, solo consigan enlazar un contrato precario con otro temporal. Y lo
que es más –y peor–, esa teoría del privilegio se está extendiendo a los
pensionistas. El objetivo no es otro que ir configurando un estado de opinión
que acepte con naturalidad el recorte de las pensiones más altas por
inevitable, con el peregrino argumento de que el sistema es insostenible y de que
lo justo, por tanto, es reducir las prestaciones de quienes cobran más, sin
reparar en que ello es la consecuencia de haber cotizado más y durante mayor
tiempo. La cuestión esencial no es que la pensión máxima sea excesiva, que
evidentemente no lo es porque obedece a criterios objetivos, establecidos con
anterioridad a que el latrocinio y la indecencia contaminasen y saqueasen
estructuralmente el sistema. La cuestión fundamental, a la que nadie hace
referencia, es qué hay que hacer para activar políticas económicas que generen
empleo de calidad y aumenten en consecuencia las cuantías de las cotizaciones.
Eso es lo que hará que el sistema sea viable y que nadie deba perder los derechos
que ha consolidado a lo largo de su vida laboral.
No
cabe la demora ni el titubeo a la hora de denunciar este asalto ideológico
interesado que la sociedad en su conjunto debe combatir con cuantos medios tiene
a su alcance. Y debe hacerlo porque colisiona con el progreso, que no es otra
cosa que igualar a las personas por arriba y no hacerlo por abajo. Ello solo lo
practican los cuatro desaprensivos privilegiados que no conciben otra opción
vital que apoderarse obscena y espuriamente de lo que no les corresponde: el
esfuerzo y el sacrificio de los demás.
La
tendencia irrefrenable a la concentración del poder y del capital que
caracteriza al filibustero y desbocado capitalismo financiero y cibernético que
sufrimos hace, si cabe, más imprescindible que nunca el rearme ideológico de la
sociedad. Yo no veo otro camino para reencauzar lo que de verdad conviene al
interés general.
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