¿A
qué niño no le encanta comer golosinas o chuches, como les llaman ahora? Actualmente
su consumo es descomunal, revirtiendo en importantes problemas para la salud
infantil. Los padres saben, o deben saber, que no conviene que los niños tomen demasiadas
golosinas. Lo aconsejable es retrasar su consumo cuanto sea posible.
Paradójicamente, muchas veces son ellos quienes lo incitan, bien porque inicialmente
les hace gracia, o bien porque después son incapaces de decirles que no.
Los
especialistas insisten en que no deben ofrecerse chucherías a los niños menores
de tres años. Caramelos, chicles, gominolas o productos similares hacen que, entre otros perjuicios, puedan atragantarse. Posteriormente, también conviene actuar con prudencia. Aseguran que lo adecuado es dosificar mucho la compra o la
provisión de esos elementos de distracción, limitando su consumo a las
servidumbres que impone la socialización, que ahora se materializa a través de las actividades lúdicas durante los
periodos vacacionales o mediante la celebración de los cumpleaños o las fiestas con amigos y familia.
Actualmente, las chucherías incluyen una amplísima gama de productos, dulces y salados, que va desde los caramelos y gominolas hasta los gusanitos, patatas fritas, regaliz, frutos secos, snacks, geles o chocolatinas. Todos ellos son auténticas ‘bombas’ de calorías,
nada saludables, que 'ayudan' a crecer a los niños de manera
desequilibrada e insana. Es más, muchas de las sustancias que se utilizan para su
fabricación contienen ácidos grasos, que son perjudiciales para la salud.
En la
sociedad opulenta han proliferado las tiendas y las maneras de abastecerse de
golosinas. Un simple ejemplo ofrece la perspectiva del alcance del negocio. Solamente
una de las grandes empresas del país emplea actualmente a más de
400 trabajadores, tiene 21 delegaciones y abastece a 30.000 puntos de venta. Y como
esta hay otras muchas, nacionales y foráneas. Y no solo eso, además, las
chuches se pueden adquirir online. A través
de internet se compran tartas, caramelos, chocolates, chicles y cuantas fruslerías
se desee. Por otro lado, en cualquier ciudad o pueblo encontramos tiendas
especializadas en la venta de golosinas, que se pueden conseguir al por menor
y a granel, en estuches, con accesorios específicos, en mallas, etc. etc. Los
establecimientos brindan múltiples formatos: las hay para niños y para mayores,
para hombres y para mujeres, en definitiva, responden a cualquier gusto. No
solo se ofrecen chuches sino también ideas para regalar o para regalarnos, con
calidad y cuidado esmerados, con apariencia exquisita y a precios competitivos.
¡Vamos!, auténticas provocaciones que vencen cualquier propósito de contención,
espontáneo o deliberado.
Pero
no siempre se ha satisfecho tan pródigamente nuestra presunta, insaciable y
trivial glotonería. En mi pueblo, en los años cincuenta y primeros sesenta, el
patrimonio de la distribución de lo que pudiera considerarse el protogermen del
actual mercado de las chucherías lo tenían dos personas. Una era el tío Sabater,
que regentaba una pequeña tienda de ultramarinos, una de cuyas minúsculas
secciones aprovisionaba a los niños de golosinas, básicamente: caramelos Pictolín,
pipas y ‘torraos’, chicles Bazoka, regaliz y alguna otra circunstancial
fruslería. Ese mínimo catálogo se completaba con tebeos, recortables, globos hinchables
de colores y otras excepcionalidades que satisfacían de sobra nuestras exigencias, porque sus precios estaban muy ajustados a los dineros que nos proporcionaba
la familia los domingos, que oscilaban entre los veinticinco céntimos y la
peseta, dependiendo de según qué circunstancias atravesaba (cobro de las
cosechas, onomásticas, fiestas mayores, etc.) La otra persona encargada del suministro
de chucherías era la tía Liriana, una señora mayor cuya familia regentaba la
posada del pueblo. Los domingos por la tarde, en la puerta de su fonda, esta
amable mujer montaba una pequeña ‘paraeta’ con una mesa y un mantel, y allí nos
vendía sus chucherías, que incluían falsos cigarrillos de ‘picapica’, que fueron la antesala del consumo de tabaco para la mayoría de los niños del pueblo.
Aquella señora utilizaba cartuchos de papel de periódico para envolver las
chufas y los altramuces. Sin embargo, las pipas y los torraos los cogía y
tasaba a puñados en sus capazos y los introducía directamente en los bolsillos
de nuestros pantalones, que habitualmente confeccionaban nuestras madres y
abuelas. Cuando llegaban las fiestas de San Blas, durante unos cuantos días, a esos
dos proveedores habituales se les agregaban otros forasteros, que montaban sus
paradas cerca de la plaza. En ellas, más que las golosinas acostumbradas, vendían
turrones, caramelos alargados de sabores especiales, frutas confitadas, etc.
Estos excepcionales escaparates eran para los niños del pueblo la 'repanocha', el 'despipote', el no va más.
En
aquellos tiempos nuestras familias tenían decenas de preocupaciones, que no incluían ni la obesidad ni las caries infantiles. La primera era un
problema casi inexistente puesto que el aporte calórico que obtenían nuestros infantiles cuerpos serranos apenas alcanzaba las recomendaciones que hoy prescriben las dietas
ideales. Sin embargo, existían, y muy abundantemente, las caries. Estoy seguro que
no tenían relación alguna con el consumo de azúcar y sus derivados, que escaseaban. No dispongo
de datos, pero es más que probable que fuesen consecuencia de la nula higiene
bucodental existente, porque raras eran las casas en que había pasta y cepillo
de dientes. Por otro lado, las visitas al dentista se limitaban a
solucionar infecciones graves de la dentadura, que generalmente concluían con
la extracción de alguna pieza, que muy excepcionalmente se reponía.
Hoy
en día, la sociedad de la opulencia ha permeabilizado todos los rincones:
también los pequeños pueblos, como el mío. Y, mira por donde, pese al brutal
flujo migratorio que ha sufrido en los últimos cincuenta años, es justamente un
nieto del tío Sabater quien tiene la exclusiva del suministro de chuches.
Evidentemente, la suya es una versión moderna y customizada del negocio de su abuelo, que no desmerece de cualquier
kiosko o tienda de chucherías de ciudad o de las que acoge cualquier otra población mayor. Juan
Carlos, que así se llama el comerciante, lleva en su ADN los genes del emprendedurismo, de la capacidad para promover una particular tipología de negocio, con vigencia casi secular, que facilita
a niños y mayores, a hijos y padres, a lugareños y visitantes, las chuches,
los juguetes y las cosas que necesitan, sean las que sean y estén donde estén.
Con
una diligencia y eficiencia asombrosas,
Juan Carlos es capaz de poner en el pueblo, al alcance de cualquiera, el
artilugio más inverosímil que pueda imaginarse. Tiene en su kiosko Silvia –que es
el nombre de su esposa– cuanto imaginarse pueda: las chuches más sofisticadas, los
congelados y 'delicatessen' que apetezcan, los vídeos que no se encuentran, el
desatascador de tuberías que estás años buscando, las flores para poner en el
cementerio que olvidaste traer, unos tomates acabados de recolectar a precio de
amigo, el último gel comercializado por Legrain, Revlon o Sanex. Y si no lo tiene, lo busca, lo encuentra y lo pone a tu
disposición en veinticuatro horas. Y, por si te aprieta la necesidad, tiene en
el frontispicio de su kiosko, que es a la vez su casa, un dispensador de snacks y bebidas frescas durante las ocho
o diez horas diarias que permanece cerrado. Además, ofrece servicio de cajero
automático, vende loterías, acepta pagos a través de tarjeta de crédito. ¿Se
puede pedir más en las puertas de la Serranía y en los tiempos que corren?
Sinceramente, creo que no. Es más, no sé si con él acabará la especie. El tiempo,
que es casi la única sabiduría que conozco, lo dirá.
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