Dos
nombres clásicos que corresponden a dos personas excelentes. Ochenta y dos y
setenta y cinco años, respectivamente, aunque siguen pareciendo dos mujeres de
mediana edad, todavía ágiles y pizpiretas. Claro que tienen sus cosas, como todos
cuando alcanzamos cierta longevidad e incluso anteriormente; lo preocupante
sería que no las tuviesen. Pero, en términos generales, todavía gozan de una
salud física y mental razonablemente buena.
Quienes
me conocen dicen que tengo buena memoria. Y en parte tienen razón, porque es cierto
que la he tenido, aunque no lo es menos que cada vez recuerdo peor las cosas
que me suceden. Por eso sigo echando mano de los recursos nemotécnicos, que me
han auxiliado a menudo y lo siguen haciendo. Uno de mis preferidos consiste en ponerle
cara a los conceptos. En cierto modo, es una táctica que remeda lo que sucede
con la atribución de los apodos. En este caso, cuando alguien empieza a designar
a una persona con un sobrenombre verdaderamente acertado, bien por que es pertinente
u oportuno, o por todo lo contrario, al poco tiempo tal ocurrencia se convierte
en moneda de uso común. Algo similar sucede en mi particular prontuario léxico,
en el que hace tiempo que tengo asociados los conceptos de inteligencia
emocional y resiliencia a mis primas Amparo y Emilia, aunque no de manera
correlativa ni excluyente; ni siquiera por el orden referido ya que,
dependiendo de las circunstancias, imágenes y conceptos alternan su ligazón.
Dos hermanas, de John Graham (MoMa) |
En
la última conversación telefónica que tuve con mi prima Emilia le prometí que
la próxima vez que fuese a Gestalgar la invitaría a pasar un día con nosotros. Así
que, como acostumbro a cumplir lo que prometo, hablé de nuevo con ella y
convinimos que el viernes pasado era un buen día para materializar esa visita,
en la que le sugerí que le acompañase su hermana, propuesta que ambas aceptaron
de buen grado. A media mañana cogí el coche y me fui a Chiva para recogerlas.
Tal como habíamos acordado pasé por sus respectivas casas, que están muy
próximas entre sí, y sin más preámbulos nos dirigimos a Gestalgar por la
carretera CV-379, cuyo trazado dibuja un mar de curvas y contracurvas. Parecían
contentas e ilusionadas, quizás porque habían
transcurrido más de quince años desde la última vez que estuvieron en el pueblo.
Además, aquella fue una visita puntual y obligada para asistir al entierro de
una tía común. De modo que parecía que tenían interés por contrastar sus
recuerdos con la fisionomía actual de la población, así como por conocer
nuestra casa y también por disfrutar de una jornada de convivencia diferente.
El
viaje fue un horror para mi prima Amparo. Siempre ha sido propensa a marearse
y, aunque se sentó en el asiento del copiloto, pasó un auténtico calvario de angustias
y vomiteras, que me indujo cierta preocupación y me hizo sentir alguna culpabilidad
por haberla embarcado en semejante aventura. Emilia, más avezada en los viajes,
hizo el trayecto perfectamente. Llegamos al pueblo cuando sería aproximadamente
el mediodía. Una vez en casa, tras los saludos de rigor, acomodamos a Amparo en
un silloncito y logró descabezar una pequeña siesta del borrego que la repuso bastante
de un viaje tan atribulado. Hasta el punto de que recuperó plenamente el ánimo y,
pese a otros ofrecimientos más livianos que le hicimos, compartió con
normalidad la comida que había preparado mi mujer, a base de ensaladilla rusa y
cordero al horno. En ese interludio, mientras ella reposaba lejos del
ventilador, porque lo detesta, Amalia, Emilia y yo estuvimos intercambiando y
compartiendo noticias y acontecimientos familiares. Aprovechamos también para
mostrarle nuestra casa y la vecina, la que era de la tía Carmen, que reconoció rápidamente
al haberla visitado en otras ocasiones, porque la mantenemos casi tal cual ella
la dejó, como si de un pequeño museo etnográfico se tratase.
La
comida transcurrió entre conversaciones interminables; entre evocaciones y
recuerdos, entre reflexiones y anécdotas que a menudo tomaron la inevitable
deriva del tiempo que tan estrechamente compartimos en casa de sus padres. Un
tiempo que para mi fue memorable e imborrable; un episodio de mi vida que el
paso del tiempo no ha conseguido erosionar lo más mínimo. La sobremesa se
desenvolvió en parecidos términos, con alusiones a nuestras familias, actuales
y pretéritas, a nuestros hijos y nietos, a las vidas de nuestros padres y a las
peripecias que pasaron, a cómo se nos fueron y, también, a cómo los recordamos
y los añoramos. Como digo, no faltaron las alusiones y comentarios acerca de quienes
conforman actualmente nuestra familia: primos, sobrinos, sobrinos- nietos, etc.
Compartimos por ambas partes las respectivas novedades, las dichas y
desventuras de unos y otros; los proyectos que unos han sacado adelante y los
que a otros que se les han resquebrajado y perdido. Todo un repaso general, una
puesta al día familiar de carácter enciclopédico y reparador, sin adobos melancólicos
ni vocación nostálgica. El diálogo a cuatro fue, en suma, un compendio de amigables
recuerdos, como los que suelen evocar quienes han enfocado su vida desde las
virtudes a que aludí al principio: la inteligencia emocional y la resiliencia.
Porque no es casualidad que yo haya asociado esos conceptos a los rostros de mis
primas; bien al contrario, tal ligazón es una derivación lógica, consecuencia
directa de la constatación de que el transcurrir de sus biografías ejemplifica paradigmáticamente
tales conceptos.
Amparo
ha sido a lo largo de su vida un prontuario de lo que se denomina la “alegría
de la huerta”, una síntesis a la que actualmente se alude con términos más rimbombantes
como persona con inteligencia emocional, con sana autoestima o con muchas habilidades
sociales. Pues bien, es octogenaria y sigue siendo todo eso. A sus 82 años continua
percibiendo la vida en positivo; persiste en su tendencia a encontrar siempre
el lado bueno de las cosas; reivindica sus convicciones y sus asuntos con el
mismo énfasis que lo ha hecho siempre; no se deja enredar por ñoñerías y menudencias;
y va directamente al grano, sin subterfugios, ni tonterías, ¿para qué?, que
diría ella.
Emilia
compendia fundamentalmente el concepto de resiliencia. Es un ser resistente,
una persona que ha vivido una existencia dura y difícil, con muchos sinsabores,
exigencias y renuncias, con demasiados reveses y con mucho trabajo. Nada de eso
ha logrado borrar la sonrisa de su boca “corachana”, de labios carnosos y sensuales.
La misma que en los años sesenta iluminaba el rostro dulce de una joven enamorada
y feliz.
Una
breve visita a la playa continental que han habilitado recientemente en el
cauce del río nos permitió continuar con nuestra particular y entretenida cháchara
durante un par de horas largas, en tanto que disfrutábamos bajo los chopos del aire
fresco que nos allegaba el viento solano, que era muy de agradecer en un día
tórrido como pocos ha habido este verano. Tras dar un postrero repaso a los acontecimientos
de los últimos años y comentar sus detalles y anécdotas, desde allí retomamos
el camino de vuelta a casa. Esta vez opté por la ruta alternativa que existe
para llegar o salir del pueblo, es decir, la carretera CV-377 que lo enlaza con
Bugarra y Pedralba. A la salida de esta última población, tomamos la CV-380 que
nos llevó a Cheste. Desde allí, apenas tres quilómetros después, estábamos
entrando en Chiva.
Serían
aproximadamente las nueve de la noche cuando dejé a Emilia y Amparo en sus
respectivas casas. Habíamos compartido un día inolvidable, una jornada
magnífica, quizá irrepetible. Y así quedará en nuestra memoria: como un regalo
común, mutuo e incorpóreo, compendiado en unas breves e intensas horas de
convivencia, que impregnarán nuestros recuerdos porque condensan el afecto y la
cercanía de personas que admiramos y queremos y, también, algunas de las principales
historias que protagonizaron.
hola Vicente .soy M.Carmen Tarin de CHIVA me dice Mercedes Saus que has venido a clase con nosotras pero despues de tantos añoscualquiera se acuerda de ti.estoy leyendo este articulo y pienso si vendrias de GESTALGAR a clase ,o tus primas vivian en CHIVA. Ha sido un placer recordar esto.yo vivo en Cheste.C.VALENCIA n.27 por si alguna vez vienes por aqui.nosotros de GESTALGAR tenemos mucha amistad con Alfons Cervera que creo conoceras.este articulo me encanta.un saludo
ResponderEliminarEsta respuesta llega muy tardíamente porque ya nos hemos localizado, nos hemos visto y reconocido, y volvemos a estar en contacto. Estoy muy contento por todo ello.
EliminarPor otro lado, mis primas vivían en Chiva, en el horno de mi tío Bernardo (Panadería Corachán), su padre, que es el que todavía existe muy cerca de la plaza de la Constitución. Ahora ya sabes también que Alfons es vecino mío en el pueblo. Su familia siempre ha sido amiga de la mía. Un abrazo.