lunes, 5 de septiembre de 2016

Amparo y Emilia.

Dos nombres clásicos que corresponden a dos personas excelentes. Ochenta y dos y setenta y cinco años, respectivamente, aunque siguen pareciendo dos mujeres de mediana edad, todavía ágiles y pizpiretas. Claro que tienen sus cosas, como todos cuando alcanzamos cierta longevidad e incluso anteriormente; lo preocupante sería que no las tuviesen. Pero, en términos generales, todavía gozan de una salud física y mental razonablemente buena.

Quienes me conocen dicen que tengo buena memoria. Y en parte tienen razón, porque es cierto que la he tenido, aunque no lo es menos que cada vez recuerdo peor las cosas que me suceden. Por eso sigo echando mano de los recursos nemotécnicos, que me han auxiliado a menudo y lo siguen haciendo. Uno de mis preferidos consiste en ponerle cara a los conceptos. En cierto modo, es una táctica que remeda lo que sucede con la atribución de los apodos. En este caso, cuando alguien empieza a designar a una persona con un sobrenombre verdaderamente acertado, bien por que es pertinente u oportuno, o por todo lo contrario, al poco tiempo tal ocurrencia se convierte en moneda de uso común. Algo similar sucede en mi particular prontuario léxico, en el que hace tiempo que tengo asociados los conceptos de inteligencia emocional y resiliencia a mis primas Amparo y Emilia, aunque no de manera correlativa ni excluyente; ni siquiera por el orden referido ya que, dependiendo de las circunstancias, imágenes y conceptos alternan su ligazón.

Dos hermanas, de John Graham (MoMa)
Esta historia empezó hace más de cincuenta años, cuando Emilia era una jovencita encantadora, Amparo una mujer joven, recién casada, y yo apenas un adolescente imberbe que convivía circunstancialmente con su familia. Estas muchachas eran hijas de mis tíos Amparo y Bernardo, primos hermanos de mi padre. Por tanto, existe una cierta distancia parental entre nosotros que, sin embargo, no ha debilitado los sentimientos de afinidad, como tampoco lo han logrado las vicisitudes que han jalonado nuestras respectivas biografías, tales como residir en poblaciones diferentes y distantes, pasar largas temporadas sin vernos, etc. Pese a los años transcurridos, todos hemos participado de una ligazón familiar activa, naturalizada, intensa y tal vez poco común. Esta actitud ha sido un denominador común en mi familia paterna y, sin embargo, ha resultado más excepcional en la materna. En la primera, más allá de situaciones coyunturales o de anécdotas fortuitas, el vínculo parental ha permanecido vigoroso, manteniéndose la trabazón consanguínea y atávica, que encuentra su expresión en una confraternidad admirable de la que participamos casi todos los miembros de la familia, que nos hemos esforzado en conservarla y alimentarla, consciente e inconscientemente, razonada y razonablemente.

En los años 60, mis primas eran la “alegría de la huerta”, como se suele decir. Dos jóvenes alegres, optimistas, con buen humor y una capacidad natural de transmitir esos sentimientos a cuantas personas les rodeaban. Su padre era un reputado menestral que gozaba de una buena posición económica y social. Hermanas de otros dos varones, eran las niñas de sus ojos y las educó, conjuntamente y de acuerdo con su madre, en las buenas costumbres de la época, así como en la responsabilidad y en el valor del trabajo bien hecho, aspirando a las mejores perspectivas para ambas. Las dos se emparejaron jóvenes con sus respectivos maridos, de los que siempre se han confesado muy enamoradas, cada una a su manera, porque tan diferentes son entre sí como lo eran sus respectivos esposos.

En la última conversación telefónica que tuve con mi prima Emilia le prometí que la próxima vez que fuese a Gestalgar la invitaría a pasar un día con nosotros. Así que, como acostumbro a cumplir lo que prometo, hablé de nuevo con ella y convinimos que el viernes pasado era un buen día para materializar esa visita, en la que le sugerí que le acompañase su hermana, propuesta que ambas aceptaron de buen grado. A media mañana cogí el coche y me fui a Chiva para recogerlas. Tal como habíamos acordado pasé por sus respectivas casas, que están muy próximas entre sí, y sin más preámbulos nos dirigimos a Gestalgar por la carretera CV-379, cuyo trazado dibuja un mar de curvas y contracurvas. Parecían contentas e ilusionadas, quizás  porque habían transcurrido más de quince años desde la última vez que estuvieron en el pueblo. Además, aquella fue una visita puntual y obligada para asistir al entierro de una tía común. De modo que parecía que tenían interés por contrastar sus recuerdos con la fisionomía actual de la población, así como por conocer nuestra casa y también por disfrutar de una jornada de convivencia diferente.

El viaje fue un horror para mi prima Amparo. Siempre ha sido propensa a marearse y, aunque se sentó en el asiento del copiloto, pasó un auténtico calvario de angustias y vomiteras, que me indujo cierta preocupación y me hizo sentir alguna culpabilidad por haberla embarcado en semejante aventura. Emilia, más avezada en los viajes, hizo el trayecto perfectamente. Llegamos al pueblo cuando sería aproximadamente el mediodía. Una vez en casa, tras los saludos de rigor, acomodamos a Amparo en un silloncito y logró descabezar una pequeña siesta del borrego que la repuso bastante de un viaje tan atribulado. Hasta el punto de que recuperó plenamente el ánimo y, pese a otros ofrecimientos más livianos que le hicimos, compartió con normalidad la comida que había preparado mi mujer, a base de ensaladilla rusa y cordero al horno. En ese interludio, mientras ella reposaba lejos del ventilador, porque lo detesta, Amalia, Emilia y yo estuvimos intercambiando y compartiendo noticias y acontecimientos familiares. Aprovechamos también para mostrarle nuestra casa y la vecina, la que era de la tía Carmen, que reconoció rápidamente al haberla visitado en otras ocasiones, porque la mantenemos casi tal cual ella la dejó, como si de un pequeño museo etnográfico se tratase.

La comida transcurrió entre conversaciones interminables; entre evocaciones y recuerdos, entre reflexiones y anécdotas que a menudo tomaron la inevitable deriva del tiempo que tan estrechamente compartimos en casa de sus padres. Un tiempo que para mi fue memorable e imborrable; un episodio de mi vida que el paso del tiempo no ha conseguido erosionar lo más mínimo. La sobremesa se desenvolvió en parecidos términos, con alusiones a nuestras familias, actuales y pretéritas, a nuestros hijos y nietos, a las vidas de nuestros padres y a las peripecias que pasaron, a cómo se nos fueron y, también, a cómo los recordamos y los añoramos. Como digo, no faltaron las alusiones y comentarios acerca de quienes conforman actualmente nuestra familia: primos, sobrinos, sobrinos- nietos, etc. Compartimos por ambas partes las respectivas novedades, las dichas y desventuras de unos y otros; los proyectos que unos han sacado adelante y los que a otros que se les han resquebrajado y perdido. Todo un repaso general, una puesta al día familiar de carácter enciclopédico y reparador, sin adobos melancólicos ni vocación nostálgica. El diálogo a cuatro fue, en suma, un compendio de amigables recuerdos, como los que suelen evocar quienes han enfocado su vida desde las virtudes a que aludí al principio: la inteligencia emocional y la resiliencia. Porque no es casualidad que yo haya asociado esos conceptos a los rostros de mis primas; bien al contrario, tal ligazón es una derivación lógica, consecuencia directa de la constatación de que el transcurrir de sus biografías ejemplifica paradigmáticamente tales conceptos.

Amparo ha sido a lo largo de su vida un prontuario de lo que se denomina la “alegría de la huerta”, una síntesis a la que actualmente se alude con términos más rimbombantes como persona con inteligencia emocional, con sana autoestima o con muchas habilidades sociales. Pues bien, es octogenaria y sigue siendo todo eso. A sus 82 años continua percibiendo la vida en positivo; persiste en su tendencia a encontrar siempre el lado bueno de las cosas; reivindica sus convicciones y sus asuntos con el mismo énfasis que lo ha hecho siempre; no se deja enredar por ñoñerías y menudencias; y va directamente al grano, sin subterfugios, ni tonterías, ¿para qué?, que diría ella.

Emilia compendia fundamentalmente el concepto de resiliencia. Es un ser resistente, una persona que ha vivido una existencia dura y difícil, con muchos sinsabores, exigencias y renuncias, con demasiados reveses y con mucho trabajo. Nada de eso ha logrado borrar la sonrisa de su boca “corachana”, de labios carnosos y sensuales. La misma que en los años sesenta iluminaba el rostro dulce de una joven enamorada y feliz.

Una breve visita a la playa continental que han habilitado recientemente en el cauce del río nos permitió continuar con nuestra particular y entretenida cháchara durante un par de horas largas, en tanto que disfrutábamos bajo los chopos del aire fresco que nos allegaba el viento solano, que era muy de agradecer en un día tórrido como pocos ha habido este verano. Tras dar un postrero repaso a los acontecimientos de los últimos años y comentar sus detalles y anécdotas, desde allí retomamos el camino de vuelta a casa. Esta vez opté por la ruta alternativa que existe para llegar o salir del pueblo, es decir, la carretera CV-377 que lo enlaza con Bugarra y Pedralba. A la salida de esta última población, tomamos la CV-380 que nos llevó a Cheste. Desde allí, apenas tres quilómetros después, estábamos entrando en Chiva. 

Serían aproximadamente las nueve de la noche cuando dejé a Emilia y Amparo en sus respectivas casas. Habíamos compartido un día inolvidable, una jornada magnífica, quizá irrepetible. Y así quedará en nuestra memoria: como un regalo común, mutuo e incorpóreo, compendiado en unas breves e intensas horas de convivencia, que impregnarán nuestros recuerdos porque condensan el afecto y la cercanía de personas que admiramos y queremos y, también, algunas de las principales historias que protagonizaron.

2 comentarios:

  1. hola Vicente .soy M.Carmen Tarin de CHIVA me dice Mercedes Saus que has venido a clase con nosotras pero despues de tantos añoscualquiera se acuerda de ti.estoy leyendo este articulo y pienso si vendrias de GESTALGAR a clase ,o tus primas vivian en CHIVA. Ha sido un placer recordar esto.yo vivo en Cheste.C.VALENCIA n.27 por si alguna vez vienes por aqui.nosotros de GESTALGAR tenemos mucha amistad con Alfons Cervera que creo conoceras.este articulo me encanta.un saludo

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    1. Esta respuesta llega muy tardíamente porque ya nos hemos localizado, nos hemos visto y reconocido, y volvemos a estar en contacto. Estoy muy contento por todo ello.
      Por otro lado, mis primas vivían en Chiva, en el horno de mi tío Bernardo (Panadería Corachán), su padre, que es el que todavía existe muy cerca de la plaza de la Constitución. Ahora ya sabes también que Alfons es vecino mío en el pueblo. Su familia siempre ha sido amiga de la mía. Un abrazo.

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