Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.
(León Felipe, Llamadme publicano, 1950)
La costumbre
de transmitir historias a los demás es casi tan antigua como el origen de la
humanidad. En la Antigüedad y en la E. Media las historias y los cuentos cortos
–si
bien no adaptados a la infancia, como ahora– adoptaban el formato de
leyendas que permitían difundir la importancia de los dioses y de las
tradiciones, o fabular con la existencia de mundos imaginarios habitados por
princesas, villanos y héroes. A través de símiles y relatos fantásticos, esas
leyendas transmitían oralmente a las gentes la idea que se tenía (que algunos
tenían, para ser más precisos) del bien y del mal. Sin embargo, con el
advenimiento de la Edad Moderna eclosiona un tiempo nuevo que acoge nuevos
fenómenos y acontecimientos. Uno de ellos es la inusitada importancia que cobra
la infancia como categoría social. Alumbra ahora una preocupación especial por
el niño y por la infancia, como concepto. Y esta nueva inquietud propicia que florezcan
los cuentos infantiles propiamente dichos, que muchas veces no son sino
adaptaciones de historias y cuentos tradicionales.
Con
el paso del tiempo los cuentos infantiles han evolucionado cambiando los roles
y las dinámicas de sus personajes, que se han alejado progresivamente de los
cuentos de siempre, de hadas y princesas. Las nuevas narrativas se impregnan de
nuevas preocupaciones como la transversalidad o la diversidad, del enfoque de
género y de otros valores con mayor carga social y pedagógica. Porque, como
asegura Cortázar, el cuento es un relato en el que lo que interesa es una
cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una
manera casi fatal hacia una desembocadura, hacia un desenlace determinado.
Son
muchos los valores educativos que tienen los cuentos: estimulan la imaginación
y la creatividad, despiertan la sensibilidad, ayudan a perfeccionar la
expresión oral y escrita, incitan el interés por la lectura, preparan para la
vida porque en ellos aparecen conflictos y problemas cotidianos, refuerzan el
afecto y la confianza entre las personas que integran los grupos, ayudan a
trabajar la educación en valores a través de sus personajes y de los hechos que
en ellos suceden, etc., etc.
Concurso ‘Historias en Yo Mayor’ para contar relatos de adultos mayores. (Foto: Colprensa / Vanguardia Liberal) |
Como
recuerda León Felipe, a lo largo de mi vida me han contado muchos cuentos. Unos
fueron tales, mientras otros encuadran mejor en la celebérrima categoría de los
llamados “cuentos chinos”. He tenido cierta habilidad para distinguir los
segundos y, aunque no soy persona proclive a la ensoñación, me han interesado a
veces algunos de los primeros, como el que relato a continuación.
Es
proverbial la fama que tienen muchos profesores de ciencias de ser tacaños con
el uso del lenguaje, siendo distintiva su propensión a economizarlo. Incluso algunos,
como el que hoy mencionaré (a la sazón profesor de Física), tenía por
norma no solo explicar poco las lecciones sino omitir adicionalmente su
temática e incluso sus pretensiones. Según él, ese era precisamente el meollo
de la cuestión que, a la vez, constituía la principal tarea de sus estudiantes:
identificar sus propósitos y alcanzarlos. Actuaba así porque creía firmemente
que se aprende para no olvidar, y no para recordar puntualmente lo que quiere oír
determinado profesor el día que mandata el calendario de exámenes.
Habitualmente
comenzaba sus explicaciones poniéndose de pie frente a los estudiantes,
mirándolos fijamente y guardando un minuto de sepulcral silencio, que era más
que suficiente para acallar por completo el runrún de sus conversaciones y los
ruidos que producían con sus trasiegos de libros, bolígrafos y cuadernos.
Un
día, cuando había transcurrido exactamente un minuto desde que entró en el
aula, sin mediar palabra, colocó sobre la mesa una pecera de mediano tamaño. A
continuación, abrió una bolsa de plástico y empezó a extraer de ella pelotas de
pimpón que fue introduciendo en la pecera hasta enrasar su borde superior.
Cuando lo hizo, lanzó la primera interrogación preguntando a los estudiantes si
consideraban que la pecera estaba llena. La mayoría respondió afirmativamente.
A
continuación, se agachó y tomó en sus manos una bolsa llena de canicas que
había dejado junto a su silla. Fue cogiendo un puñado tras otro, depositándolas
también en el interior de la pecera. Naturalmente, se deslizaban entre las
pelotas e iban ocupando los espacios vacíos que quedaban entre ellas. Cuando consideró
que no cabían más, preguntó de nuevo a sus alumnos si la pecera estaba llena, y
ellos repitieron que sí.
No
satisfecho con ello, cogió una bolsa con arena de playa que tenía dispuesta
junto a la que contenía las canicas y la vació dentro de la pecera. La arena ocupó
los espacios vacíos que quedaban entre canicas y pelotas de pimpón. El profesor
preguntó nuevamente si la pecera estaba llena. En esta ocasión los estudiantes
respondieron unánimemente que sí.
Finalmente,
tomó un termo y una taza que tenía sobre la mesa, llenó sucesivamente dos tazas
de café y las depositó en el interior de la pecera. Obviamente, el parduzco
líquido llenó los escasos espacios que todavía quedaban entre los granos de arena
y acabó mezclándose con ellos. Los estudiantes asistían a la demostración un
tanto perplejos, aunque, finalmente, optaron por quebrar la tensión profiriendo unas cortas y nerviosas risotadas. Cuando paulatinamente se fue apagando su
euforia, el profesor inició, por una sola vez y sin que sirviese de precedente,
la explicación de su lección, diciéndoles: “Hoy no os voy a hablar de Física
sino de Filosofía porque, aunque no lo parezca, la Física ha abierto nuevos y
vastos horizontes que han modificado los vetustos conceptos filosóficos. De
modo que esta pecera que cuando está llena de agua significa la vida para el
pez, ahora, con las cosas que contiene, representa también nuestra existencia”.
Los
estudiantes lo miraban desconcertados mientras él proseguía con su exposición afirmando
que las pequeñas pelotas de pimpón equivalían a las cosas auténticamente importantes
de la vida (la salud, la familia, los hijos, los amigos, etc.) Aseguraba que si
se conserva todo esto, aunque se pierda lo demás, podrá vivirse plenamente
porque la existencia tendrá un sentido perfectamente definido. Por otro lado, decía
que las canicas eran cosas que también importan, aunque no tanto, como el
trabajo, la casa, el coche, etc. Y, finalmente, la arena resumía todo lo demás,
es decir, las pequeñas bagatelas y las vicisitudes del día a día.
A
continuación remarcó la importancia de seguir el procedimiento adecuado para priorizar
las actuaciones, asegurando que, si hubiese colocado primero la arena en la
pecera, no hubiese tenido suficiente espacio para introducir las canicas y las
pelotas de pimpón. Solo se logra encajarlo todo procediendo de la manera
apropiada, apostilló. Por otro lado, aseguró que en la vida sucede algo parecido, de modo que si se
comprometen el tiempo y la energía disponibles en atender las cosas pequeñas, jamás
podrán acometerse las que son realmente importantes. Por tanto, es fundamental
prestar atención a aquello que es crucial para lograr la felicidad, como llevar
una vida saludable, dedicar tiempo a la pareja y a los hijos, practicar deportes
y aficiones, cultivar la amistad y la solidaridad, etc. No deben preocupar
demasiado los asuntos menores porque siempre se encontrará tiempo para limpiar la
casa, arreglar el armario, pintar la terraza o reparar la cisterna. En
síntesis, vino a decirles: “ocuparos primero de las pelotas de pimpón, de lo
que realmente importa, y estableced vuestras prioridades, porque el resto es solo
arena”.
Tras
el inusitado y largo discurso, calló y un espeso silencio se adueño de la
clase. Pocos segundos después, uno de los estudiantes levantó timoratamente la
mano pidiendo permiso para intervenir. Obtenida la autorización, formuló su
pregunta: “Profesor, ¿qué significa el café?”, dijo. Él lo miró
displicentemente, sonrió y le respondió. “Es una buena pregunta, pero sois
vosotros quienes debéis encontrar la respuesta. Cada cual que ensaye la suya”. Así concluyó aquella clase, y de este modo
acaba este cuento.
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