domingo, 25 de septiembre de 2016

Cuentos.


Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.
(León Felipe, Llamadme publicano, 1950)

La costumbre de transmitir historias a los demás es casi tan antigua como el origen de la humanidad. En la Antigüedad y en la E. Media las historias y los cuentos cortos si bien no adaptados a la infancia, como ahora adoptaban el formato de leyendas que permitían difundir la importancia de los dioses y de las tradiciones, o fabular con la existencia de mundos imaginarios habitados por princesas, villanos y héroes. A través de símiles y relatos fantásticos, esas leyendas transmitían oralmente a las gentes la idea que se tenía (que algunos tenían, para ser más precisos) del bien y del mal. Sin embargo, con el advenimiento de la Edad Moderna eclosiona un tiempo nuevo que acoge nuevos fenómenos y acontecimientos. Uno de ellos es la inusitada importancia que cobra la infancia como categoría social. Alumbra ahora una preocupación especial por el niño y por la infancia, como concepto. Y esta nueva inquietud propicia que florezcan los cuentos infantiles propiamente dichos, que muchas veces no son sino adaptaciones de historias y cuentos tradicionales.

Con el paso del tiempo los cuentos infantiles han evolucionado cambiando los roles y las dinámicas de sus personajes, que se han alejado progresivamente de los cuentos de siempre, de hadas y princesas. Las nuevas narrativas se impregnan de nuevas preocupaciones como la transversalidad o la diversidad, del enfoque de género y de otros valores con mayor carga social y pedagógica. Porque, como asegura Cortázar, el cuento es un relato en el que lo que interesa es una cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una manera casi fatal hacia una desembocadura, hacia un desenlace determinado.

Son muchos los valores educativos que tienen los cuentos: estimulan la imaginación y la creatividad, despiertan la sensibilidad, ayudan a perfeccionar la expresión oral y escrita, incitan el interés por la lectura, preparan para la vida porque en ellos aparecen conflictos y problemas cotidianos, refuerzan el afecto y la confianza entre las personas que integran los grupos, ayudan a trabajar la educación en valores a través de sus personajes y de los hechos que en ellos suceden, etc., etc.

Concurso ‘Historias en Yo Mayor’
para contar relatos de adultos mayores.
(Foto: Colprensa / Vanguardia Liberal)
Como recuerda León Felipe, a lo largo de mi vida me han contado muchos cuentos. Unos fueron tales, mientras otros encuadran mejor en la celebérrima categoría de los llamados “cuentos chinos”. He tenido cierta habilidad para distinguir los segundos y, aunque no soy persona proclive a la ensoñación, me han interesado a veces algunos de los primeros, como el que relato a continuación.

Es proverbial la fama que tienen muchos profesores de ciencias de ser tacaños con el uso del lenguaje, siendo distintiva su propensión a economizarlo. Incluso algunos, como el que hoy mencionaré (a la sazón profesor de Física), tenía por norma no solo explicar poco las lecciones sino omitir adicionalmente su temática e incluso sus pretensiones. Según él, ese era precisamente el meollo de la cuestión que, a la vez, constituía la principal tarea de sus estudiantes: identificar sus propósitos y alcanzarlos. Actuaba así porque creía firmemente que se aprende para no olvidar, y no para recordar puntualmente lo que quiere oír determinado profesor el día que mandata el calendario de exámenes.

Habitualmente comenzaba sus explicaciones poniéndose de pie frente a los estudiantes, mirándolos fijamente y guardando un minuto de sepulcral silencio, que era más que suficiente para acallar por completo el runrún de sus conversaciones y los ruidos que producían con sus trasiegos de libros, bolígrafos y cuadernos.

Un día, cuando había transcurrido exactamente un minuto desde que entró en el aula, sin mediar palabra, colocó sobre la mesa una pecera de mediano tamaño. A continuación, abrió una bolsa de plástico y empezó a extraer de ella pelotas de pimpón que fue introduciendo en la pecera hasta enrasar su borde superior. Cuando lo hizo, lanzó la primera interrogación preguntando a los estudiantes si consideraban que la pecera estaba llena. La mayoría respondió afirmativamente.  

A continuación, se agachó y tomó en sus manos una bolsa llena de canicas que había dejado junto a su silla. Fue cogiendo un puñado tras otro, depositándolas también en el interior de la pecera. Naturalmente, se deslizaban entre las pelotas e iban ocupando los espacios vacíos que quedaban entre ellas. Cuando consideró que no cabían más, preguntó de nuevo a sus alumnos si la pecera estaba llena, y ellos repitieron que sí.

No satisfecho con ello, cogió una bolsa con arena de playa que tenía dispuesta junto a la que contenía las canicas y la vació dentro de la pecera. La arena ocupó los espacios vacíos que quedaban entre canicas y pelotas de pimpón. El profesor preguntó nuevamente si la pecera estaba llena. En esta ocasión los estudiantes respondieron unánimemente que sí.

Finalmente, tomó un termo y una taza que tenía sobre la mesa, llenó sucesivamente dos tazas de café y las depositó en el interior de la pecera. Obviamente, el parduzco líquido llenó los escasos espacios que todavía quedaban entre los granos de arena y acabó mezclándose con ellos. Los estudiantes asistían a la demostración un tanto perplejos, aunque, finalmente, optaron por quebrar la tensión profiriendo unas cortas y nerviosas risotadas. Cuando paulatinamente se fue apagando su euforia, el profesor inició, por una sola vez y sin que sirviese de precedente, la explicación de su lección, diciéndoles: “Hoy no os voy a hablar de Física sino de Filosofía porque, aunque no lo parezca, la Física ha abierto nuevos y vastos horizontes que han modificado los vetustos conceptos filosóficos. De modo que esta pecera que cuando está llena de agua significa la vida para el pez, ahora, con las cosas que contiene, representa también nuestra existencia”.

Los estudiantes lo miraban desconcertados mientras él proseguía con su exposición afirmando que las pequeñas pelotas de pimpón equivalían a las cosas auténticamente importantes de la vida (la salud, la familia, los hijos, los amigos, etc.) Aseguraba que si se conserva todo esto, aunque se pierda lo demás, podrá vivirse plenamente porque la existencia tendrá un sentido perfectamente definido. Por otro lado, decía que las canicas eran cosas que también importan, aunque no tanto, como el trabajo, la casa, el coche, etc. Y, finalmente, la arena resumía todo lo demás, es decir, las pequeñas bagatelas y las vicisitudes del día a día.

A continuación remarcó la importancia de seguir el procedimiento adecuado para priorizar las actuaciones, asegurando que, si hubiese colocado primero la arena en la pecera, no hubiese tenido suficiente espacio para introducir las canicas y las pelotas de pimpón. Solo se logra encajarlo todo procediendo de la manera apropiada, apostilló. Por otro lado, aseguró que en la vida sucede algo parecido, de modo que si se comprometen el tiempo y la energía disponibles en atender las cosas pequeñas, jamás podrán acometerse las que son realmente importantes. Por tanto, es fundamental prestar atención a aquello que es crucial para lograr la felicidad, como llevar una vida saludable, dedicar tiempo a la pareja y a los hijos, practicar deportes y aficiones, cultivar la amistad y la solidaridad, etc. No deben preocupar demasiado los asuntos menores porque siempre se encontrará tiempo para limpiar la casa, arreglar el armario, pintar la terraza o reparar la cisterna. En síntesis, vino a decirles: “ocuparos primero de las pelotas de pimpón, de lo que realmente importa, y estableced vuestras prioridades, porque el resto es solo arena”.

Tras el inusitado y largo discurso, calló y un espeso silencio se adueño de la clase. Pocos segundos después, uno de los estudiantes levantó timoratamente la mano pidiendo permiso para intervenir. Obtenida la autorización, formuló su pregunta: “Profesor, ¿qué significa el café?”, dijo. Él lo miró displicentemente, sonrió y le respondió. “Es una buena pregunta, pero sois vosotros quienes debéis encontrar la respuesta. Cada cual que ensaye la suya”.  Así concluyó aquella clase, y de este modo acaba este cuento.

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