Hace
tiempo que sostengo que vivimos en una sociedad intelectualmente descapitalizada.
En mi opinión, los poderes fácticos han logrado más que nunca uno de sus
principales objetivos: acallar las voces de los intelectuales, silenciar el
discurso de la discrepancia. En parte, por el efecto de sus premeditadas estrategias
para amordazar la discordancia molesta; en parte, por el silencio que se
autoimponen algunas gentes cómodas y timoratas. Casi siempre, se trata de una secuela
que es consecuencia de la penuria de voces cualificadas imperante en una
sociedad crecientemente huera, con identidades efímeras, donde nadie se percibe
ni se reconoce como intelectual.
De
la misma manera que hoy se hacen las revoluciones o se abortan los golpes de estado
con el teléfono, y no tomando los “palacios de invierno” o las emisoras de
radio y televisión, como se ha hecho tradicionalmente, también los
intelectuales han perdido su capacidad de influencia a través de la prensa y de
los medios tradicionales en beneficio de politólogos, analistas y tertulianos, que
se han adueñado en exclusividad de las cabeceras de los espacios televisivos y
de los medios por los que circula la información. Vivimos en una superinflación
informativa brutal que propicia que solo incidan en la opinión pública las
ideas que repiten machaconamente un puñado de tertulianos, ubicuos y
omnipresentes en los medios digitales (prensa, redes sociales, blogs, microvídeos,
radios, televisiones…), que ofrecen a los consumidores las ideas que comparten
y quieren oír. Esos medios elaboran sus programaciones con la taimada e
inconfesa intención de generar espacios de opinión con los que se identifiquen
los consumidores para fidelizarlos. Reinventan así la pescadilla que se muerde
la cola: yo te ofrezco lo que quieres oír y, justamente por eso, tú acudes a mi
para ratificarte en lo que piensas.
Vattimo,
con quien estoy esencialmente de acuerdo, argumentó que vivimos tiempos de
pensamiento débil –pensiero debole–, una arrolladora
corriente que, en mi opinión, no solo impregnó las últimas décadas del siglo
pasado sino que las transcendió y sigue campando a sus anchas. Triunfan, espero
que efímeramente, las visiones relativistas, fluctuando desde la posmodernidad a
la deconstrucción y viceversa, conformando una dramática crisis ideológica que inspira
los eclecticismos que se predican y practican en el mundo occidental desde hace
varias décadas.
Se
ha dicho, y concuerdo en ello, que en las épocas de normalidad democrática las
funciones de los intelectuales y los políticos no solo son necesarias, sino complementarias
y hasta contrapuestas. Debe reconocerse que el “oficio” de los primeros,
especialmente de quienes tienen vocación de llegar al gran público y capacidad para
amplificar sus mensajes a través de los medios de comunicación, es de relativa
comodidad, aunque también presenta asperezas. Su misión principal es elucubrar
sobre los principios y los errores que contribuyen a apartar la actividad
sociopolítica del curso deseable, desvelando y denunciando los despropósitos que
proponen o comenten quienes gestionan los asuntos públicos. Podría decirse que desempeñan
el papel de “pepitos grillos”, sacando a la luz y evidenciando los desvaríos de
la política y señalando el camino correcto, es decir, el que conviene al
conjunto de la ciudadanía porque sirve al interés general. Los políticos, acostumbrados a aguantar aluviones de críticas
sin inmutarse, suelen tildar esta actitud de ingenua porque, no en vano, saben
que para desarrollar su tarea lo recomendable es tener el corazón de piedra y
la piel de elefante.
Por
ello, habitan una posición diferente y contradictoria, que sintetiza y expresa
muy bien la tensión existente entre el discurso que defienden y la acción
política posible. Esa incongruencia esencial es lo que hace tan difícil que
cumplan con lo prometido y puedan eludir la decepción y el desencanto de sus
votantes. El político responsable tiene la obligación de extremar las cautelas
para que su acción no cercene la cohesión del conjunto de la sociedad. Tal
propensión al equilibrio le obliga a una actuación que debe compatibilizar el
cumplimento del programa con el que se presentó a las elecciones con las
exigencias y necesidades de los demás grupos políticos y sociales. Una pretensión
quimérica que a menudo le lleva a adoptar posiciones contradictorias, como
hemos tenido ocasión de comprobar recientemente en la política española.
No
es ocioso recordar que la clase política, cuando accede al poder, promete solemnemente
gobernar para todos. En cierto modo, ello equivale a enunciar una contradicción
en sus propios términos, porque se hacen tantas concesiones en aras a esa
hipotética voluntad de servicio público inspirado en el interés general, que se
acaban vaciando los programas electorales de ideología y de contenido. Sólo en
situaciones muy especiales –en las que se da una amplia hegemonía política
y un fuerte consenso respecto a la acción necesaria– la propuesta programática y la
acción posterior tienden a coincidir, pero son escenarios excepcionales que menudean
en la historia de cualquier país.
Una
visión de esta naturaleza podría trasladar la idea de que considero que los
políticos son seres obtusos y egoístas. Y no es así, porque mayoritariamente ni
son una cosa ni la otra. Lo que sucede es que utilizan una dinámica de trabajo
radicalmente distinta a la que practican los intelectuales, que leen, se
documentan, piensan, pergeñan ideas, las maduran, las contrastan con otras
semejantes y contradictorias, ensayan hipótesis, tratan de verificarlas, etc.,
etc. Todo ello es un proceso que requiere tiempo y sosiego, algo que es
incompatible con las prisas de la sociedad actual, que son igualmente características
de la actividad política, en la que todo es perentorio y efímero. Al político
le interesa lo que dicen los periódicos esta mañana porque ayer no existe, y
mañana ya veremos. Decide continua e improvisadamente sobre asuntos
trascendentes que no conoce suficientemente. Y ello, si es mínimamente
responsable, le aboca a un permanente estado de inseguridad y desasosiego que
es inconcebible e inadmisible para cualquier intelectual, porque niega el auténtico
sentido de su trabajo.
Por
ello, reivindico enfáticamente la necesidad de rearmar la actividad de los
intelectuales y de darle visibilidad. No se trata solamente de reclamar la
acción crítica que toda sociedad precisa para embarcarse en un proceso de
mejora continua y de progreso, se trata, también, de plantar cara a un discurso
político dominante y único, manipulado por intereses egoístas y espurios. Lo
que se propone es utilizar los recursos disponibles para confrontar las
opciones progresistas con los postulados de quienes representan una fase del
capitalismo extremadamente tóxica, que pretende debilitar e incluso anular a
los actores sociales, que está socavando la esencia de la democracia y de los
derechos humanos.
Me
parece urgente construir un nuevo discurso que identifique las nuevas metas y que
proponga otras formas para las relaciones sociales y para la vida colectiva. Y ahí visualizo, justamente, el papel de los
intelectuales. Ellos son los que con su autoridad científica y moral deben recordarnos
el sentido de las interminables luchas que ha emprendido la humanidad para combatir
las iniquidades y conquistar la sociedad democrática. En mi opinión, son elementos
decisivos para que la ciudadanía entienda, se convenza y luche por recuperar el
sentido ético y solidario de la vida.
Europa
y el mundo entero están huérfanos de un liderazgo progresista. La capacidad que
tienen los poderes fácticos para manipular la opinión pública parece infinita.
Ahora mismo, se ha impuesto el convencimiento de que es imposible hacer nada. Triunfa
la idolatría por el club de los mil millonarios que integran Bill Gates o
Amancio Ortega, y por las megafortunas efímeras de primera generación vinculadas
a los pelotazos tecnológicos. Es más, incluso las facciones más progresistas de
los nuevos partidos políticos aspiran a convertir sus organizaciones en
formaciones más amables, más femeninas y más descentralizadas. Sinceramente,
creo que no es suficiente, debemos aspirar a más. Por ello, concuerdo con
quienes rechazan el deterioro y la violencia de una sociedad que se degrada
hasta límites intolerables precisamente en el momento histórico en que tenemos
los mayores recursos de que hemos dispuesto jamás para acabar con las carencias
materiales de los ciudadanos.
No
soy un ingenuo y conozco las múltiples contradicciones que afectan también a los
intelectuales, a sus intereses particulares y a su dimensión pública. También soy
consciente de su natural tendencia a enfrascarse en interminables discusiones y
enfrentamientos, a sucumbir a la crítica y hasta a la autocrítica feroz. Pero
no están los tiempos para disquisiciones inútiles, ni para egolatrías y vanidades.
Los intelectuales son imprescindibles para combatir las actuales crisis y los
crecientes abusos de los poderes fácticos, representados por un grupúsculo de
personas cada vez más reducido. Son uno de los instrumentos fundamentales para desnudarlos,
denunciarlos y construir el argumentario que apoye la recuperación del sentido
ético y cívico de la vida colectiva. El cómo desplegar su función en los
tiempos que corren es harina de otro costal. Habrá que volver a echar mano de
la imaginación y de la utopía para encontrar los medios y las estrategias
oportunas, como sucedió en el pasado.
Alguien
ha dicho que el único discurso auténtico que de verdad nos queda es la poesía. En
cierta medida concuerdo con esa opinión. Tal vez los únicos
intelectuales de este tiempo son precisamente los poetas, artífices de
un arte difícilmente convertible en un producto de masas porque exige tejer lentamente, con el pensamiento y con el alma; un arte que es, por su propia esencia, incorruptible.
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