Es
ya una costumbre que bien entrado el verano nuestros amigos Lourdes y Antonio organicen
una cena en su casa, una vivienda familiar del barrio de Rabassa que habitan
desde hace medio siglo y que está acostumbrada a recibir múltiples visitas
porque sus dueños son personas generosas y acogedoras. La casa y su desahogado
patio conforman un espacio idóneo para disfrutar de las veladas estivales, que
en otros distritos son plúmbeas y abrasadoras pero que aquí se tornan frescas y
placenteras. Hará unas tres semanas que nos invitaron al grupo de amigos, desdichadamente
mermado este año por causa de las dolorosas e irrecuperables pérdidas de Susana
y Concha. En ocasiones, a esta sencilla celebración se incorporan otras
personas, que a veces son familiares y en otras conocidos que se alojan allí.
En este caso fue uno de los primeros, que pasaba unos días de vacaciones en la
ciudad. Nos dijo que desde hace años vive y trabaja en una parroquia del norte
de Galicia, aunque su conversación traslucía que se trata de una persona ‘corrida’,
que ha viajado y trabajado en lugares muy distintos, que conoce idiomas y hasta
que posee un carácter enérgico y brioso, un atributo atávicamente asociado a las
mujeres de tierra adentro, como ella.
Verdaderamente,
estos particulares ágapes podrían calificarse como veladas de o para maestros. Casi todos
hemos ejercido como tales: en la escuela, en el instituto y en la universidad,
y algunos hasta en los tres escenarios. En consecuencia, y no por arte de
birlibirloque, el tema educativo, sus gozos y sus sombras, sus problemáticas e insuficiencias, sus apremios
y fatalidades, son asuntos que suelen aflorar en las conversaciones. También sucedió
en esta ocasión, aunque más que un diálogo fue un monologo que
protagonizó la distinguida visitante, tal vez porque es la única que sigue en
activo de cuantos estábamos allí. Y aunque parece mentira, asombra la
velocidad con que pasan a un segundo plano las cosas del oficio que tanto nos ha ocupado y preocupado durante muchos años.
En términos generales, su intervención fue enfática, con un punto de radicalidad e intransigencia. Podría decirse que nos sorprendió oír en su boca pasajes impropios del discurso de personas que conocen mundo y que han bregado en contextos internacionales. En ellos incluyó retazos
montaraces y próximos al denominado ‘nacionalismo español’ y juicios categóricos,
impregnados de inexactitudes y de algún despropósito que, a mi juicio, no se
corresponden con la realidad que nos rodea. La mayoría optamos por dejar que la
conversación derivase en un casi monólogo porque lo contrario nos hubiese conducido
por derroteros poco recomendables para una reunión distendida, como se
pretendía. Quizás lo más llamativo de su perorata fueron las alusiones a la
supervisión del sistema educativo por parte de la Administración que, según
ella, está desnaturalizada y contaminada por una cultura que nos es ajena, que asegura
no entender –cosa difícil de creer, dada su contrastada competencia
idiomática–, y que no quiere aprender.
Más
allá de esos dislates, su larga disquisición ofreció hechos y anécdotas que evidencian
lo que históricamente ha sido una realidad en este país, que vuelve a estar de
actualidad. Hace años que en España se investiga muy poco, por lo que
lamentablemente apenas hacemos ciencia. Estamos perdiendo a pasos agigantados
el tren del progreso. Sin ir más lejos, días atrás, el prestigioso director del
Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC), Valentín Fuster,
reclamaba la creación de un Ministerio de Ciencia e Innovación y advirtió de
que, sin esta infraestructura, la investigación en España sería como “un coche
sin gasolina”. En este puñetero país, la derecha siempre se ha desentendido de
cuanto tiene que ver con la investigación y con la ciencia. Y la izquierda,
cuando ha gobernado, tampoco ha sabido consolidar unos buenos cimientos sobre
los que construir un sistema de ciencia y tecnología que nos ayude a despegar
definitivamente e incorporarnos de facto –no de apariencia o de derecho– al
núcleo duro de los denominados G8, G20, o G lo que sea.
Como
somos así, practicamos la inveterada costumbre de importar la ciencia producida
en otras latitudes pagando por ello pingües regalías, o royalties, como se les denomina ahora. El mundo educativo no es
ajeno a esta práctica. Mencionaré un solo ejemplo: hace décadas que la mayoría de las pruebas psicotécnicas
que se utilizan para evaluar las capacidades o las competencias de niños y
jóvenes son traducciones o adaptaciones de otras elaboradas para sus homónimos
de otras latitudes, generalmente anglosajonas.
Por
otro lado, desde que los medios de comunicación y la literatura científica
empezaron a ser permeables a la influencia exterior, se ha incrustado en
nuestro léxico una extensa terminología que utilizamos en conversaciones, discursos,
lecciones y textos. Unas veces son términos que, por esnobismo, acriticismo o
vaguería, copiamos y utilizamos indiscriminadamente, sin detenernos a comprobar que existen otros equivalentes en nuestro idioma. Es el caso de test, break, question, subject, feedback,
gym, etc. Otras, son términos inexistentes en inglés que los hispanohablantes
nos inventamos con nuestra proverbial ‘alegría’, como footing, zapping, parking, crack, linkar, loguearse, etc. En otras
casos, se trata de vocablos con poca, nula y a veces imposible correspondencia
con los específicos del castellano. Me refiero a palabras como empowerment, background, procastination,
suport, lecturer, serendipity,
flashcard, y otros muchos, que se han
incorporado al lenguaje coloquial y a las comunicaciones académicas induciendo
errores y traspolaciones que chirrían estrepitosamente.
La
persona a la que me refería –y a
la que casi olvido, llevado de mi incontinente discursear– decía que, pese a poseer
sólidos fundamentos de lengua inglesa, desconocía el sentido que ahora se atribuye en nuestro léxico profesional a términos
como rúbrica (rubric), empoderamiento
(empowerment), programaciones (lesson plans), aprendizaje
semipresencial (b–learning)
y otros muchos, cuyo significado y funcionalidad entendía perfectamente en su
formulación original. Aseguraba que los inspectores le obligan a utilizarlos
en sus programaciones y también consignar en ellas los objetivos que deben alcanzar
día a día cada uno de sus alumnos. Unas programaciones que, según explicaba,
más que tales parecen vademécums como los prospectos que
acompañan a los medicamentos. Ella simplificaba y esperpentizaba semejante
manera de entender la supervisión, que ridiculizaba con acritud y con razón.
Porque la retórica vacua y artificiosa que a menudo impregna parte del
discurso pedagógico que se utiliza en las Facultades y en las Administraciones es
más el resultado del contagio, espontáneo e ingenuo, del léxico generado por
una literatura profesional sobrevalorada y foránea (que a menudo se adopta sin criterio
ni ponderación), que la consecuencia de un proceso analítico, reflexivo y sopesado. Tal actitud es tan indecuada como la de aferrarse a la castiza prosopopeya de sostenella y no enmendalla, que exhibimos cuando nos erigimos en adalides defensores de las esencias patrias frente
a cualquier innovación o mejora. Ambos son talantes inoportunos que deben encontrar
su contrapunto en alternativas basadas en el trabajo cualificado y desarrollado
con tesón, rigor e inteligencia.
Añadiré
un pequeño epítome para justificar el casi olvidado título de la entrada, que quizá resulte innecesario porque el lector avezado habrá deducido
perfectamente su pretensión. Procrastinar es un término que incluye el
diccionario de la RAE, proveniente del latín procrastinare (pro,
adelante, y crastinus, referente al
futuro), que a veces se utiliza como sinónimo de postergación o posposición. Podría
definirse como la acción o el hábito de retrasar actividades o situaciones que
deben atenderse, sustituyéndolas por otras actuaciones más irrelevantes o
agradables.
Hace
un par de décadas que Neil Fiore publicó en Estados Unidos The now habit: A strategic program for overcoming procrastination and
enjoying guilt-free play, (Versión en castellano, Hazlo ahora: Supera la procrastinación y saca provecho de tu tiempo. Ed.
Alienta, 2011), considerado el manual de referencia para combatir la
procrastinación. Un hábito nada novedoso, que probablemente ha existido siempre, y que,
curiosamente, no concita unanimidad a la hora de acordar un vocablo común para definirlo. Así, mientras los anglosajones tildan de procrastinators –procrastinadores– a quienes aplazan sus tareas importantes, nosotros nos decantamos por llamarles vagos
u holgazanes. Y no se pueden hacer sinónimas ambas expresiones. Pongamos un ejemplo: si debo atender dos obligaciones y abandono una para
dedicarme a la otra –bien porque me gusta, porque me interesa más o por
cualquier otro motivo– lo que hago es procrastinar respecto a la primera para
atender la segunda. A la sazón no sería correcto decir que
estoy vagueando u holgazaneando porque sencillamente no es ese mi comportamiento.
Quienes han estudiado la procrastinación aseguran que los que la practican regularmente sufren un importante desgaste emocional porque la conducta ‘procrastinadora’ es muy estresante y genera sentimientos de culpa. Obviamente, existen diferentes estrategias para combatir tal disfunción, pero abordarlas escapa a lo que me había propuesto hoy. Tal vez otro día me ocupe de ellas porque ahora lo que realmente me apetece es procrastinar ese asunto.
Quienes han estudiado la procrastinación aseguran que los que la practican regularmente sufren un importante desgaste emocional porque la conducta ‘procrastinadora’ es muy estresante y genera sentimientos de culpa. Obviamente, existen diferentes estrategias para combatir tal disfunción, pero abordarlas escapa a lo que me había propuesto hoy. Tal vez otro día me ocupe de ellas porque ahora lo que realmente me apetece es procrastinar ese asunto.
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