Sabemos
que las estadísticas son muy sufridas. Un ejemplo paradigmático que lo demuestra son las noches
electorales. En ellas, cuando concluye el escrutinio de los votos, con
independencia de la tipología o el alcance del proceso electoral,
todos los candidatos declaran recurrente y solemnemente que han obtenido
excelentes resultados, si es que no aseguran directamente, sin cortarse un
pelo, que son los ganadores de las elecciones, cosa obviamente imposible.
Además
de estas falacias, existen los denominados “espejismos estadísticos" que son cálculos obtenidos correctamente, sin errores metodológicos,
elaborados siguiendo protocolos intachables y que, sin embargo, producen
impresiones erróneas. Es lo que sucede,
por ejemplo, con la movilidad de la Semana Santa, que unos años cae en marzo y
otros en abril, afectando y alterando las comparaciones interanuales en temas
económicos, de consumo, laborales, etc. En la mayoría de las estadísticas, el
mes en el que cae la Semana Santa es peor que el mes similar sin ella, porque
al haber menos días laborables se produce y se vende menos. Pero en algunas
actividades económicas, como el ocio y el turismo, el mes con Semana Santa es
mejor que el mes equivalente sin ella. De modo que cuando al enjuiciar los datos
macroeconómicos se dice, por ejemplo, que el primer trimestre de este año ha
sido mejor que el del anterior se obvia a menudo que en aquél la Semana en
cuestión cayó en marzo, mientras que en el año actual se celebra en abril.
Viene
esta introducción a cuento de un reciente informe publicado por
el Instituto Nacional de Estadística (INE) en el que se constata, en
este caso sin falacias ni tapujos, el dato sorprendente –al menos para mí– de que
el suicidio es la primera causa de muerte externa en España. Está elaborado con
datos del año 2014 –ya se sabe que las estadísticas suelen estar desfasadas,
aún en la era de la cibernética– que indican que se produjeron 395.830
defunciones, 5.411 más que el año anterior. La mayoría de ellas (el 96,2 %)
fueron por causas naturales (fundamentalmente enfermedades, sobre todo cardiovasculares,
tumorales y respiratorias). Las causas
externas de mortalidad, que incluyen las caídas accidentales, ahogamientos,
golpes de calor, accidentes de tráfico y suicidios representaron el 3,8 % de
los fallecimientos en ese año, siendo, curiosamente, el suicidio la causa
más relevante con 3.910 decesos, casi 11 al día, una cifra que casi
duplica a los muertos por accidente de tráfico, ya de por sí un auténtico
disparate, como lo demuestra el hecho de que entre 2005 y 2014 el número de
víctimas mortales haya disminuido un 65%.
Es inevitable preguntarse, ¿hasta dónde se puede y se debe reducir esta
siniestralidad?
Poco o nada tiene que ver la mortandad
producida por el tráfico con la generada por los suicidios. Mientras la primera
la ocasionan causas aleatorias y carentes de intencionalidad, con frecuencia las
personas que se suicidan tratan de alejarse o eludir una situación de vida que les
parece imposible de manejar. El suicidio es el alivio que buscan a sus
sentimientos de vergüenza, culpabilidad, pérdida, soledad, rechazo, etc. Los comportamientos suicidas son propios de
personas en las que concurren uno o más factores como el trastorno bipolar, la depresión,
el consumo de alcohol o drogas, el trastorno de estrés postraumático, la
esquizofrenia, el trastorno límite de la personalidad y cuestiones
de vida estresantes, como problemas graves de carácter financiero o en las
relaciones interpersonales.
En
2014, España invertía en salud mental el 5 % del total del gasto sanitario,
lejos del 10% que dedicaban de media el resto de países de la Unión Europea. Se
estima que, en Europa, cuatro de cada diez personas padecerá una enfermedad
mental a lo largo de su vida. Por ello los expertos advierten de que la carga
social de patologías como la esquizofrenia, el trastorno bipolar y el autismo produce
más discapacidad y más años de vida perdidos por enfermedad que todas las
oncológicas, cardiovasculares y diabetes juntas.
Cuestiones
de impacto económico al margen, a juicio de quienes saben de este asunto parece
que queda un largo camino por andar hasta que podamos decir que los recursos de
la Red de Salud Mental consiguen razonablemente la recuperación de las personas
diagnosticadas con enfermedad mental grave y persistente en términos de calidad
de vida, proyecto vital, red social e inclusión, recortando radicalmente esa
sangría diaria de suicidas que nos afrenta, como lo hacen otras realidades
sociales.
A mí,
particularmente, me duele en el alma ver, como lo hago a menudo, personas con
comportamientos zombis siguiendo mecánicamente los pasos de los familiares que
las atienden. Me duele ver el deambular sin rumbo de sus deformados cuerpos y
semblantes, voluminosos, inexpresivos y ausentes. Me duele ver envejecer a
parientes que soportan cargas familiares
que los sobrepasan. Me duele y me exaspera ser testigo del riesgo en que viven muchos
de ellos, condenados a convivir bajo el mismo techo con familiares que pueden
acabar con sus vidas, aunque no sepan que lo están haciendo, que no les
permiten ni dormir tranquilamente en sus casas.
Me duele el desamparo de quienes han perdido su propio amparo, y hasta su egoísmo y su instinto de supervivencia Y me parece que no podemos permanecer impasibles ante semejantes sufrimientos y menos llegar a ser casi cómplices tácitos de tan irrevocables silencios.
Me duele el desamparo de quienes han perdido su propio amparo, y hasta su egoísmo y su instinto de supervivencia Y me parece que no podemos permanecer impasibles ante semejantes sufrimientos y menos llegar a ser casi cómplices tácitos de tan irrevocables silencios.
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