La semana pasada fue mi santo.
No es que en mi casa tengamos especial afición a celebraciones en las que no
creemos, pero como la onomástica coincide con la fecha variable del calendario en
que todo el mundo la celebra por estas tierras, además de con las fiestas
mayores del vecino municipio de S. Vicente del Raspeig y con la inmediata
romería de la Santa Faz, tenemos difícil eludir el festejo de la efemérides. Con esa excusa,
mi mujer, una de las personas que mejor me conoce, sabedora de que últimamente
leo poco, me obsequió con la última novela de Martí Domínguez, titulada La sega.
Un relato en valencià en el que la mirada de un niño, Goriet, guía al lector a
lo largo de una historia estremecedora, recreada magistralmente en una masía de
las tierras interiores de Castellón durante los años 40 y 50 del pasado siglo. Aunque
todavía no la he terminado leer, coincido con su autor en que es un relato de
miedos y de secretos que, paradójicamente, ayuda recuperar la memoria; no sólo
la memoria personal, sino también la memoria histórica de los años más oscuros
del franquismo.
Mi mujer acertó plenamente con
su regalo. La lectura me está produciendo un fuerte impacto y un sabor agridulce
que combina el agrado por rememorar y compartir innumerables escenas y detalles
en los que me reconozco, con acontecimientos luctuosos que se mezclan con los
anteriores, despertándome vivencias y sentimientos encontrados. Algunos de
ellos me enervan y me hacen rebelarme en un flashback imposible contra la enorme
injusticia y la barbarie que se narran que, aunque son figuraciones, no me
parecen nada ajenas a lo que realmente sucedió.
La sega, de Martí Domínguez |
Pese a todo, creo que la
novela me está reportando múltiples beneficios. Entre otros, el volver a reconocerme
en un territorio y en un paisaje que remedan perfectamente aquellos en los que
transcurrió mi infancia en los años 50. Un tiempo afortunadamente distante de la
represión rabiosa de la década anterior, aunque fueron años en los que todavía persistía.
Entonces, la gente de mi generación todavía fuimos testigos ciegos, sordos y
mudos de canalladas que aterraban a los ciudadanos en los pueblos y en las
ciudades.
Pero no sólo me reconozco en
una realidad sociopolítica cuyas características recuerdo con la vaguedad y la contradictoria
precisión que produce la lupa microscópica y desenfocada de la ingenuidad infantil.
También me identifico en el territorio que se describe en la novela, en sus paisajes
y costumbres que son muy cercanos a los míos (hasta geográficamente
considerados), en los útiles domésticos y en los aperos que me resultan tan
familiares; y hasta en los personajes, que comparten las virtudes y los
defectos, las miserias y los gozos, las simplezas y las extravagancias que
conocí. Me reconozco en un universo que me es intrínsecamente familiar y que inmortaliza
la infancia feliz que, pese a todo, viví en el pueblo, paradójicamente envuelta
en dramas y calamidades, en grave precariedad y en un silencio atronador que
entonces vivíamos y juzgábamos con varas de medir que hoy son inéditas y casi
inconcebibles.
Tanto me reconozco entre los
personajes que hasta llego a identificarme con Goriet, el niño protagonista.
Pese a su corta edad, es un chiquillo avispado, curioso, sensible,
perspicaz, atento a lo que a lo que sucede su alrededor y receptivo a los
sentimientos y pensamientos de sus congéneres. Esta paradigmática criatura
desgrana en sus diálogos intranarrativos un cúmulo de inquietudes, preocupaciones,
sentimientos, afectos y vicisitudes que exterioriza a través de su relato, que en
el fondo no hace sino concretar su percepción de un tiempo y de un país que no
entiende y que anhela que sea otra cosa, como lo ansían sus mayores.
Me identifico tanto con el
protagonista que hasta comparto con él una historia paralela, igualmente
extraordinaria. Su madre y su hermana escondieron mes y medio en el palomar de
su casa a Francesc Guàrdia, alias El Matemàtic, un guerrillero herido por la
Guardia Civil en una escaramuza. Mi propio padre, un personaje sin ribetes
novelescos pero que vivió una vida que da para escribir más de un relato,
también encubrió y alimentó durante muchos meses a un fugitivo político que
anduvo escondido en los años posteriores al fin de la Guerra Civil.
Desconozco exactamente la
historia de aquel hombre, también conocido en el pueblo con un sobrenombre, Biberón,
al que mi padre ayudó mientras permanecía oculto en un barranco próximo a las
tierras que él cultivaba diariamente, situadas a cuatro kilómetros del pueblo. Como
entonces la Guardia Civil menudeaba sus pesquisas por caminos y sendas, mi
padre almorzaba copiosamente en casa, de madrugada, y reservaba la comida que
llevaba para pasar el día para que se alimentase el emboscado. Me contó en una
ocasión que cada día la dejaba en un sitio diferente, que habían convenido
previamente, para no despertar sospechas ni entre los guardias civiles ni entre
otros posibles delatores. Así permanecieron ambos largos meses, uno fugitivo y
aterrorizado; el otro trabajando día tras día, de sol a sol, arriesgando su
integridad y la de su familia para ayudar, como lo hizo la familia de Goriet, a
una persona que no había cometido otro delito que tener convicciones y sentimientos
diferentes a los de los vencedores de la Guerra. Bastantes años después, cuando
me casé, ese hombre, el tío Biberón, me ofreció la mejor suite del Hotel Ritz
de Barcelona, en donde era maître, para que me alojase cuántos días quisiese.
Obviamente jamás visité el establecimiento, pero se lo agradecí como si lo hubiese hecho.
Acabaré la novela en pocos
días, y la releeré. Merece la pena hacerlo.
Gracias Vicente por tu reseña, realmente parece interesante, la pongo en mi lista. Besos
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