sábado, 9 de abril de 2016

Tiempo de miedos y secretos.

La semana pasada fue mi santo. No es que en mi casa tengamos especial afición a celebraciones en las que no creemos, pero como la onomástica coincide con la fecha variable del calendario en que todo el mundo la celebra por estas tierras, además de con las fiestas mayores del vecino municipio de S. Vicente del Raspeig y con la inmediata romería de la Santa Faz, tenemos difícil eludir el festejo de la efemérides. Con esa excusa, mi mujer, una de las personas que mejor me conoce, sabedora de que últimamente leo poco, me obsequió con la última novela de Martí Domínguez, titulada La sega. Un relato en valencià en el que la mirada de un niño, Goriet, guía al lector a lo largo de una historia estremecedora, recreada magistralmente en una masía de las tierras interiores de Castellón durante los años 40 y 50 del pasado siglo. Aunque todavía no la he terminado leer, coincido con su autor en que es un relato de miedos y de secretos que, paradójicamente, ayuda recuperar la memoria; no sólo la memoria personal, sino también la memoria histórica de los años más oscuros del franquismo.

Mi mujer acertó plenamente con su regalo. La lectura me está produciendo un fuerte impacto y un sabor agridulce que combina el agrado por rememorar y compartir innumerables escenas y detalles en los que me reconozco, con acontecimientos luctuosos que se mezclan con los anteriores, despertándome vivencias y sentimientos encontrados. Algunos de ellos me enervan y me hacen rebelarme en un flashback imposible contra la enorme injusticia y la barbarie que se narran que, aunque son figuraciones, no me parecen nada ajenas a lo que realmente sucedió.

La sega, de Martí Domínguez
Pese a todo, creo que la novela me está reportando múltiples beneficios. Entre otros, el volver a reconocerme en un territorio y en un paisaje que remedan perfectamente aquellos en los que transcurrió mi infancia en los años 50. Un tiempo afortunadamente distante de la represión rabiosa de la década anterior, aunque fueron años en los que todavía persistía. Entonces, la gente de mi generación todavía fuimos testigos ciegos, sordos y mudos de canalladas que aterraban a los ciudadanos en los pueblos y en las ciudades.

Pero no sólo me reconozco en una realidad sociopolítica cuyas características recuerdo con la vaguedad y la contradictoria precisión que produce la lupa microscópica y desenfocada de la ingenuidad infantil. También me identifico en el territorio que se describe en la novela, en sus paisajes y costumbres que son muy cercanos a los míos (hasta geográficamente considerados), en los útiles domésticos y en los aperos que me resultan tan familiares; y hasta en los personajes, que comparten las virtudes y los defectos, las miserias y los gozos, las simplezas y las extravagancias que conocí. Me reconozco en un universo que me es intrínsecamente familiar y que inmortaliza la infancia feliz que, pese a todo, viví en el pueblo, paradójicamente envuelta en dramas y calamidades, en grave precariedad y en un silencio atronador que entonces vivíamos y juzgábamos con varas de medir que hoy son inéditas y casi inconcebibles.

Tanto me reconozco entre los personajes que hasta llego a identificarme con Goriet, el niño protagonista. Pese a su corta edad, es un chiquillo avispado, curioso, sensible, perspicaz, atento a lo que a lo que sucede su alrededor y receptivo a los sentimientos y pensamientos de sus congéneres. Esta paradigmática criatura desgrana en sus diálogos intranarrativos un cúmulo de inquietudes, preocupaciones, sentimientos, afectos y vicisitudes que exterioriza a través de su relato, que en el fondo no hace sino concretar su percepción de un tiempo y de un país que no entiende y que anhela que sea otra cosa, como lo ansían sus mayores.

Me identifico tanto con el protagonista que hasta comparto con él una historia paralela, igualmente extraordinaria. Su madre y su hermana escondieron mes y medio en el palomar de su casa a Francesc Guàrdia, alias El Matemàtic, un guerrillero herido por la Guardia Civil en una escaramuza. Mi propio padre, un personaje sin ribetes novelescos pero que vivió una vida que da para escribir más de un relato, también encubrió y alimentó durante muchos meses a un fugitivo político que anduvo escondido en los años posteriores al fin de la Guerra Civil.

Desconozco exactamente la historia de aquel hombre, también conocido en el pueblo con un sobrenombre, Biberón, al que mi padre ayudó mientras permanecía oculto en un barranco próximo a las tierras que él cultivaba diariamente, situadas a cuatro kilómetros del pueblo. Como entonces la Guardia Civil menudeaba sus pesquisas por caminos y sendas, mi padre almorzaba copiosamente en casa, de madrugada, y reservaba la comida que llevaba para pasar el día para que se alimentase el emboscado. Me contó en una ocasión que cada día la dejaba en un sitio diferente, que habían convenido previamente, para no despertar sospechas ni entre los guardias civiles ni entre otros posibles delatores. Así permanecieron ambos largos meses, uno fugitivo y aterrorizado; el otro trabajando día tras día, de sol a sol, arriesgando su integridad y la de su familia para ayudar, como lo hizo la familia de Goriet, a una persona que no había cometido otro delito que tener convicciones y sentimientos diferentes a los de los vencedores de la Guerra. Bastantes años después, cuando me casé, ese hombre, el tío Biberón, me ofreció la mejor suite del Hotel Ritz de Barcelona, en donde era maître, para que me alojase cuántos días quisiese. Obviamente jamás visité el establecimiento, pero se lo agradecí como si lo hubiese hecho.

Acabaré la novela en pocos días, y la releeré. Merece la pena hacerlo.

1 comentario:

  1. Gracias Vicente por tu reseña, realmente parece interesante, la pongo en mi lista. Besos

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