Cada
vez que me echo a la cara el rostro cetrino de este hombre, su amplia y
abombada frente, las pobladas cejas que rematan sus ojos rehundidos, tristes y circundados
por las considerables bolsas que acogen el nacimiento de las arrugas que se le
escapan por sus rabillos; cada vez que advierto su nariz prominente
y rotunda, sus orejas abatidas, como las que encuadran los rostros de la gente
que ha vivido mucho, su blanquecina y poblada barba, la arqueada comisura de sus
labios dibujando ese rictus que expresa algo inaprensible y triste; cada vez que observo su cuello espigado surgiendo
de una camisa normalmente desabrochada y arropada por una chaqueta fruncida e
informal; cada vez que tengo delante una fotografía de esta persona no puedo
evitar sobrecogerme, abrumado por el formidable respeto que me infunde la inmensa
labor que ha desarrollado. La suya ha sido y es una tarea ardua, callada y
eficiente, mal remunerada y, sin embargo, vituperada y perseguida.
Dr. Luis Montes |
Luis
Montes Mieza es su nombre. Alguien a quien se ha aludido con algunos de los peores
sustantivos que pueden encontrarse en el diccionario, como nazi o doctor
muerte. Un médico al que se ha responsabilizado de cometer cuatrocientos
homicidios por sedaciones ilegales, acusación falsa, de la que fue absuelto por los
tribunales. Un hombre que no logra apartar de su rostro la imagen del
sufrimiento, el propio y el compartido, como consecuencia de su vivir involuntariamente
atormentado por causa de la atroz persecución que ha sufrido por parte de quienes no han cejado
de acosarlo, denigrarlo y difamarlo, aunque pese a su empecinamiento no han
logrado quebrar su firmeza y sus convicciones.
En
las últimas décadas, pocas personas han soportado en este país asedios y
represalias que alcancen la brutalidad de los que ha debido aguantar un
ciudadano que hoy preside la Asociación Derecho
a Morir Dignamente, cuya vida se rige por dos principios irrenunciables que confieren dignidad a las de los demás: vivirla con integridad y perderla razonablemente.
Este
país retrógrado, casposo y carca acabó con el mejor de sus proyectos y con la
trayectoria del excelente grupo de profesionales que el doctor Montes dirigía
en el Hospital Severo Ochoa, de Leganés (Madrid). A todos les aplicaron, sin
piedad, procedimientos de represión arbitrarios y furibundos, impropios de un
Estado democrático. El integrismo de las autoridades madrileñas destituyó a
jefes de servicio, médicos, supervisores, etc. No se detuvieron ante nada: ni frente
a los daños personales, ni frente a los quebrantos morales. Destrozaron
personas, familias, profesionales, servicios públicos y cuanto fue menester
para conseguir sus propósitos.
Tanto
en la Comunidad de Madrid, como en el País Valenciano, el búnker del PP ha
hecho valer, como acostumbra, su presunta infalibilidad, la convicción de estar
en posesión de la verdad absoluta. Una vez más demostraron que el error es un
término que no va con ellos, y por eso tampoco está en su diccionario. Y mucho
menos contemplan sucumbir a la debilidad de rebajarse a pedir perdón por los
perjuicios o el daño que producen sus errores, algo que objetivamente es
imposible desde su perspectiva única. En este caso, dañaron a sabiendas, se
encarnizaron para lograr sus propósitos y, cuando se les puso en evidencia, ni
mostraron arrepentimiento (virtud tan cristiana, por otra parte), ni han pedido
perdón y, lo que es peor, a los responsables de tales desatinos no les ha
costado nada haberlos llevado a cabo. Al contrario, han obtenido suculentas
prebendas por los servicios prestados, colocados en canonjías alejadas de los
espacios públicos en los que produjeron los desmanes.
Y es
que lo que se jugaban en el envite era muy importante. Por un lado, estaba el
negocio, es decir, se privatizaba la sanidad madrileña a manos llenas y había
que distraer la atención de la ciudadanía mientras se construían seis
hospitales cuya gestión se confiaría a la iniciativa privada. Por otro, se
dirimía una cuestión primordial, de fondo: la gestión directa de la propia vida
por parte de los ciudadanos. El establishment
era plenamente consciente de que lo que el doctor Montes y su equipo estaban
haciendo en Leganés era gravísimo: mostraban a la sociedad española que los
ciudadanos tenían derecho y podían decidir sobre su propia muerte; la vida
dejaba de ser un don recibido, como sostiene la doctrina eclesiástica. Por fin,
los ciudadanos alcanzaban el derecho a intentar gestionarla lo mejor posible,
en lugar de confiarla a manos de terceros. Lo que el doctor Montes y sus
colaboradores proponían era configurar una sociedad “potencialmente suicida”, como
él mismo ha dicho. Todos sabemos que una sociedad de esa naturaleza es
absolutamente ingobernable porque supone un ejercicio de libertad supremo. A
eso la derecha de este país le teme pavorosamente y no está dispuesta a
consentirlo. Probablemente, ese fue el mayor delito que cometieron estos
profesionales: apuntar a un objetivo inalcanzable que las fuerzas vivas estaban
resueltas a impedir a cualquier precio.
Hoy,
después de lo que ha pasado, de lo que ha peleado y de lo que ha sufrido el
doctor Montes me emociona verlo presidir la Asociación
Derecho a Morir Dignamente y reivindicar un marco jurídico, equiparable al que
existe en Holanda y otros países, que instaure en el ordenamiento español el
derecho de los pacientes a rechazar cualquier tratamiento (el único reconocido
actualmente), a planificar las propias voluntades y a la universalización de
los cuidados paliativos, así como una ley de muerte a petición o muerte
voluntaria, que lo engloba todo.
Mi
simpatía por el doctor aumenta todavía más cuando reivindica para todos los ciudadanos
que logren morir como lo hacen los médicos. El asegura, sin sonrojarse, que en
tanto que médico tiene dos ventajas: maneja las drogas mejor que la mayoría de sus
conciudadanos y tiene amigos que también son expertos en ello. Por eso asegura,
sin rubor, que probablemente se morirá mejor que los demás y ello le parece tremendamente
injusto porque considera que no hay derecho a que alguien se muera mejor que otro
por el hecho de ser médico o por tener un cuñado anestesista.
Sé
que este es un tema escabroso y polémico que eludimos cuanto podemos pero, por
más que escondamos la cabeza debajo del ala, antes o después nos afectará, a
nosotros y a todos, también a quienes tenemos cerca y queremos. Por eso admiro lo
que representa el doctor Montes y también el trabajo silencioso y duro de los
muchos doctores Montes que ayudan a la gente a morir en los hospitales o en sus
casas. Se han ganado de sobra un lugar de privilegio, que reivindico, y el reconocimiento de la
ciudadanía que debiéramos testimoniarles cuanto antes, sin esperar a que estén muertos.
Suscribo totalmente tus palabras y reflexiones.Un gran hombre.Mi reconocimiento.Diego
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