viernes, 22 de abril de 2016

Mi casa.

Otras veces he dicho que Carles Geli aseguró en cierta ocasión que “la única patria de Juan Marsé es la infancia”. Efectivamente, el propio autor, en una entrevista en la que presentaba una de sus novelas, Caligrafía de los sueños, reconocía que probablemente era la más autobiográfica, lo que equivale a aceptar implícitamente que las demás, de alguna manera, también lo son. Yo no escribo novelas, aunque concuerdo plenamente con Marsé y con Geli. Casi no me reconozco en otra patria distinta de mi infancia. Un territorio que preservo con los recuerdos, que a veces son vagos y desvaídos, y otras aparecen nítidos y precisos.

Así, con sorprendente claridad, conservo en mi retina la fisonomía de la casa de mis padres en el pueblo. Hace casi treinta años que la pisé por última vez, puesto que entonces fue derruida por completo y reedificada, y sin embargo soy capaz de evocar cada uno de sus rincones. A esa vivienda, situada en el número catorce de la calle Valencia, se accedía por una puerta de dos hojas, que no solía abrirse completamente, salvo en las noches bochornosas del verano. Lo habitual era utilizar para el paso una portezuela menor, dividida en dos mitades, inscrita en una de las hojas. Entonces, casi todas las puertas eran así. Seguramente por su funcionalidad dado que podía cerrarse con pestillo la parte inferior y dejarse entreabierta la superior. De ese modo se evitaba que entrasen o saliesen los niños y los animales domésticos, a la vez que se permitía a cualquier persona interesada en acceder o preguntar que pudiera asomarse al interior de la vivienda a través de la media hoja superior, que solía permanecer entreabierta durante todo el día, con la llave puesta en el cerrojo.

La portezuela que menciono daba acceso a una especie de zaguán amplio, que hacía las veces de tal y de comedor. El suelo, como el de toda la casa, era de yeso. Mi madre lo regaba y barría diariamente con pericia y esmero. Antes de barrer lo humedecía ligeramente haciendo salpicar aleatoriamente el agua que preparaba en cualquier barreño. Una vez limpio lo regaba sistemáticamente, como si estuviese dibujando un mosaico geométrico. Trazaba a pulso unas cenefas magníficas que perfilaba con el agua que caía de los utensilios que tenía para ese menester, que eran generalmente un porrón con el pitorro desportillado o un bote de hojalata con un agujero en el fondo. Eran auténticas grecas, dignas de figurar en un muestrario de tapicería, que a mi me gustaba emular de vez en cuando.

La cocina de mi casa
Entrando a la derecha estaba la habitación de mis padres, con una enorme cama de matrimonio que perteneció a mis abuelos y que ellos utilizaron mientras vivieron en el pueblo. Completaba el mobiliario un armario ropero en el que se guardaban las escasas ropas que teníamos, que incluían las mortajas de mis progenitores que no eran sino los respectivos trajes con los que se casaron, abiertos por detrás y preparados para facilitar las maniobras pertinentes llegado el caso. No olvidaré el momento en que mi madre me mostró esos atavíos y los correspondientes zapatos, indicándome su ubicación y funcionalidad, por si pasaba lo que nadie queríamos. Un comodín, con su espejo, un lavabo y dos pequeños silloncitos tapizados completaban el ajuar de la habitación, muy amplia y bien ventilada por dos ventanas desiguales que daban a las calles que delimitaban la casa.

En el mismo zaguán, a la izquierda había una pequeña habitación, franqueada por una vetusta puerta de cuarterones irregulares, que ajustaba a su marco tan deficientemente como la de la pieza anterior. Tenía una ventana que daba a la calle principal y estaba amueblada con una cama de cuerpo y medio -en la que dormíamos juntos mi hermana y yo mientras fuimos niños- , un baúl y la máquina de coser. A continuación, más hacia el interior, la entrada se ensanchaba para conformar una habitación abierta, una especie de rincón amplio, que incluía una chimenea enmarcada por dos alacenas que guardaban la mejor loza y la escasa cristalería de la casa, amén de otros pequeños utensilios y la documentación que debía preservarse. En esa zona estaba la mesa donde comíamos habitualmente, cubierta por un hule protector y situada bajo una lámpara que alumbraba con un foco central y tres apliques, todos de color verde. Alrededor de la chimenea  disponíamos nuestras pequeñas sillas en las noches de invierno. La familia al completo hacíamos la sobremesa sentados frente al fuego. Allí nos contábamos las anécdotas del día y mis padres nos “tomaban” las lecciones que nos habían encomendado en la escuela. Aquel fogón tenía el tiro defectuoso y cuando soplaba el viento hacía mucho humo. Era desagradable permanecer junto a él porque los ojos se tornaban llorosos y menudeaban las toses y las carrasperas, pero no quedaba otra alternativa puesto que era el único recurso para calentarnos.

En la pared enfrentada a la puerta principal se abría un estrecho vano, que cerraba una alargada puerta de dos hojas, también de madera, que ajustaba mal, como todas. Bajando un pequeño escalón, se accedía a la cocina, por denominar así a una especie de terraza o ‘deslunado’ que se había cerrado con un tabique, en el que se abría una ventana acristalada por encima de una gran pila, hecha con una amalgama de cemento y pequeños cantos rodados en la que mi madre lavaba la ropa y nos lavaba a nosotros cuando correspondía, puesto que en aquella casa no había ducha ni nada que se le pareciese. Junto a ella, otra pila semiesférica y más pequeña, hecha del mismo material, se utilizaba para fregar los platos. Aquella reducida habitación multiusos, que apenas alcanzaba los ocho o diez metros cuadrados, incluía un poyo en el que descansaron sucesivamente fogones de brasas, hornillos de petróleo y hasta una cocina de gas butano con los que mi madre preparaba excelentes comidas porque era una buena cocinera. En la pared contigua, una pequeña puerta daba acceso a la despensa, un espacio realzado, angosto, oscuro y fresco donde se guardaban provisiones como el aceite, las legumbres o las jarras con las frituras de la matanza, así como el pan y otros condimentos y utensilios. Frente a la despensa, a la derecha, por un pequeño pasillo de apenas dos metros de longitud y cincuenta centímetros de anchura, se accedía a un exiguo cobertizo, individualizado, en el que estaba el único retrete que había en la casa.

Desde el zaguán, justo a la izquierda de la puerta de la cocina y salvando dos pequeños escalones, un pequeño dintel apoyado en el muro abría paso a un estrecho pasillo que conducía a lo que llamábamos la “otra casa”. Este era un espacio diáfano con entrada franca desde la calle, a través de una puerta de madera tipo almacén. Allí mi padre guardaba el carro y los aperos de labranza, así como los útiles necesarios para trabajar la tierra.

Por uno de sus extremos, mediante una escalera de tierra, empinada y rudimentaria, se descendía al sótano, que estaba ocupado por el corral. También aquella, como muchas de las demás, era una dependencia multiusos. Entrando a la izquierda, una vez franqueada la puerta de acceso, se amontonaban los troncos de leña que alimentaban la chimenea durante el invierno. A continuación, había unos gallineros en los que guardábamos las aves cuando eran pequeñas. Más adelante se llegaba al 'deslunado' que daba acceso al espacio privativo otros animales. A mano izquierda estaba la pocilga, donde se engordaba al cerdo que criábamos cada año. Junto a ella, en una especie de cercado lóbrego, mi madre confinaba a una legión de conejos que criaba exitosa y habitualmente. A la derecha, teníamos una habitación larga y oscura: la ‘garrofera’, en la que mis padres amenazaban con confinarnos cuando nuestras conductas no eran adecuadas. Realmente era el lugar destinado a almacenar las algarrobas desde el momento en que se cosechaban hasta que alcanzaban un precio razonable, que era cuando mi padre decidía insacularlas y venderlas. Junto a ella estaba la cuadra de los animales de labor, que se correspondía con la verticalidad del zaguán de la planta superior. Una pequeña trampilla en el techo permitía comprobar desde arriba si los animales estaban adecuadamente, sin necesidad de bajar a comprobarlo. Gallinas, pavos y alguna perdiz vagaban por todo el corral, picoteando cuanto les echaba mi madre en los comederos o directamente desde la ventana de la cocina. Cuando oscurecía, todos, sin excepción, subían a los palos elevados instalados en algunas de las paredes, que les permitían descansar a salvo de los ataques de roedores y otros depredadores.

La ‘cambra’, o piso superior remataba la casa. Era un lugar que ocupaba una superficie de más de cien metros cuadrados, prácticamente diáfano, aunque escalonado en alturas, como consecuencia de las sucesivas ampliaciones y adecuaciones de la vivienda que mi padre compró a la tía Zapatera en los años cuarenta. Se accedía a ella mediante una estrecha escalera, que arrancaba en un extremo del pequeño pasillo que comunicaba la vivienda con la zona reservada a los aperos. Había que remontar una quincena de escalones, cuya secuencia interrumpían una puerta estridente y un par de rellanos, para llegar arriba. Apenas se alcanzaba el piso superior y, a la derecha, sobre el hueco de la escalera, estaba el salador donde mi madre preparaba los jamones cada año. Salvando un pequeño escalón y avanzando en línea recta nos topábamos con unas jarras, unos sacos de harina, los cedazos y demás utensilios que tenía dispuestos para amasar el pan semanalmente, que llevaba a cocer al horno del tío Rafel.

A la izquierda quedaba una zona diáfana que comunicaba directamente con la calle a través de un pequeño balconcito. Y a su derecha se abría una pequeña ventana, muy rudimentaria, que cerraba mal y que iluminaba una estancia de ocho o diez metros cuadrados, que fue mi habitación los últimos años que viví en aquella casa. Esta planta la remataban dos piezas dispuestas en ambos extremos. El suelo de la  de la izquierda aparecía parcialmente cubierto por una lona, que recogía el agua de las goteras que se filtraban desde el tejado. Probablemente se habilitó esta solución provisionalmente por la flojera de los recursos existentes para repararlas, aunque acabó siendo una chapucilla estructural. La amplia dependencia del lado opuesto, a la que se accedía mediante tres escalones, estaba justamente encima de la pieza que acogía los aperos en la planta inferior. Allí mi padre guardaba la alfalfa seca con la que alimentaba a los caballos y mulos. También era el desván donde se confinaban la mayoría de los cachivaches desechados.

En las casas de los pueblos este lugar, la ‘cambra’, era un espacio casi mítico para los niños. Era el sitio idóneo para idear y materializar nuestras mejores barrabasadas. También allí, entre las mazorcas y los sacos de trigo, año tras año, encontrábamos el día de Reyes lo poco que nos dejaban la noche anterior. En esa estancia ensayé con mi triciclo la mayoría de los ‘temerarios’ recorridos que tracé con él en la calle. Allí me aposté centenares de veces con el tirachinas y abatí decenas de gorriones de los tejados. Allá pasé infinidad de siestas, habiendo huido taimadamente del confinamiento a que me sometía la buena de mi madre, que pretendía obligarme a descansar en la cama que había en la habitación de la planta baja. Allí leí centenares de tebeos, que vendía el tío Sabater en sobres promocionales de cincuenta céntimos. Allí urdí algunos de los pensamientos más inconfesables y allí encontré los mejores escondrijos para mis primeros cigarrillos y vergonzantes secretos. Fue, junto a la cambra de la casa de mi abuela Malena, el ecosistemas más perfecto que pude imaginar. Creo que habité aquella vivienda por espacio de unos diez años y, sin embargo, viva lo que viva, siempre será mi casa.

4 comentarios:

  1. En el primer paràgraf afirmes que no escrius novel·les, però tal volta hauries de plantejar-te desdir-te d'aquesta afirmació i començar a escriure'n....
    M'ha agradat la teua descripció, en llegir-la és com si jo mateix hagués viscut en esta casa, tal volta perquè també em vaig criar en una casa de llaurança. A cada instància que descrius jo anava buscant el paral·lelisme amb la meua i, encara que diferents, com no podia ser d'altra manera, tenen tants elements i usos comuns que per això m'ha resultat fàcil imaginar-la.
    La lectura del tercer paràgraf m'ha transportat immediatament al primer llibre que vaig llegir en valencià, d'un monovorenc afincat a Barcelona, Antoni Ròdenas Marhuenda; el llibre en qüestió era algo així com "Azorin i el país meu" i en ell es feia una descripció que aleshores em va sorprendre per la seua genialitat. Conta l'autor que determinat carrer del poble era envaït diàriament per nombrosos ramats de cabres que eixien a pasturar al monte i que deixaven el carrer perdut de cagarrutes, i que de prompte, de darrere de les persianes eixia un exercit de dones carregades amb poals d'aigua i, amb palmellades rítmiques i ràpides buidaven el seu contingut sense deixar-ne ni una gota.... Magistral descripció de com regaven el carrer les dones abans d'agranar, per no alçar polseguera. Quasi com ta mare.

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  2. Gràcies, Joan, pels teus comentaris. La gent de la nostra generació compartim moltíssimes coses, entre d'altres, històries de vida que s'assemblen com a gotes d'aigua salvant les naturals diferències amb que les matisen els contextos en els quals es van desenvolupar. Moltes d'elles, les seues anècdotes i les seues aventures, els seus drames i els seus èxits, han sigut pastura de l'oblit. L'escriptura, entre altres utilitats, m'ajuda a recordar, a no oblidar allò que ara o abans em sembla o em va semblar interessant, curiós i, a voltes, fins i tot valuós. Gaudisc fent-ho i, a més a més, conserve la memòria, un element sense el qual difícilment imagine la qualitat de les persones. Una abraçada.

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  3. És cert , el teu relat novel·lat ens transporta a una infància amb tants aspectes similars.
    jo tenia predilecció per la fusteria del meu avi, la del poble , Moixent. Amb la catifa de serradures , l'olor a madera i resina.
    Lo d'amagar-se a llegir piles de tebeos, buscar mores al Regolf, les guerres d'arca a pedrada limpia...mà mare renegant resignada de lo poc "nena" que era...
    Gràcies per portar-nos a d'infància.
    Carme

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  4. Excelente descripción de “tu casa”. Es una retrato a lo Antonio López, es algo que va más allá de la simple fotografía. Tu relato me ha permitido rememorar el tiempo compartido con nuestras respectivas familias en las estancias que tan magníficamente has retratado, con minuciosidad filtrada por tus sentimientos y emociones. Molt bé xiquet

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