Dicen
que la ‘soleá’, el conocido palo del cante jondo, la inventó la cantaora gitana La Andonda, esposa de El Fillo, apodo con que se conoce en los
ambientes flamencos a Francisco Ortega
Vargas, de Puerto Real, un reconocidísimo cantaor que fue celebre en la
Sevilla de mediados del siglo XIX. Pero hoy no quiero referirme ni a este cante
ni a la lírica popular andaluza, que también incluye una combinación métrica
llamada así, que popularizó entre otros Manuel Machado. Hoy quiero compartir
algunas reflexiones sobre una nueva epidemia que, según sostienen estudios
internacionales, asola estos días las sociedades occidentales: la soledad.
Hace
más de 50 años que se estudia este sentimiento. Actualmente es una especialidad
en auge. Los psiquiatras aseguran que la soledad patológica es una experiencia
tan dolorosa y aterradora que la gente haría cualquier cosa para evitar algo
que es muy difícil de definir y complicadísimo de medir. Sus causas son tanto
de índole genética como ambiental y, por otro lado, establecer la diferencia
que la separa de la depresión y de otros trastornos parece que tampoco es
sencillo. Lo evidente es que la soledad es una percepción subjetiva. No se
trata de constatar lo aislada que se encuentra una determinada persona sino
como se siente ella, como vive su propio aislamiento. Es el eterno dilema que
existe entre lo que uno desearía tener y lo que siente que tiene.
Son
varios los trabajos científicos que aseguran que en el mundo occidental una de cada
cuatro personas se siente extremada y patológicamente sola. La soledad emerge
así como una vieja dolencia renovada que podemos padecer cualquiera, sin distingos
de ninguna clase. Puede afectar a los niños, a los jóvenes, a las personas de
mediana edad o a los viejos. Nadie escapa de ella por edad, morfología, condición
social o posición económica, afectando por igual a ocupados que a desocupados. Por lo que dice la comunidad
científica parece que la soledad no tiene sexo, aunque las mujeres la reconocen
más fácilmente. También parece que los adolescentes y los ancianos de más de 80
años son quienes más solos se sienten.
Está
demostrado que la mayoría de las personas no somos solitarias por naturaleza
sino que tenemos cierta inclinación natural a la socialización. Ahora bien, todos
nos hemos sentido en alguna ocasión involuntariamente solos, necesitados de
entablar relación con los demás. Algo que es normal cuando sucede
circunstancialmente. Otra cosa es que ese sentimiento transitorio estimule un
retraimiento progresivo, que dificulte cada vez más la interacción con las otras
personas. Hasta el punto de que al final acabemos renunciando a esa relación porque
tememos más el dolor que produce, la vergüenza, el rechazo o la traición que la
propia soledad. Podemos tener familia, amigos, un gran círculo de seguidores en
las redes sociales, etc., pero a veces llegamos a un punto en que nos hemos
desvinculado de todos. Y ello, cuando desgraciadamente sucede, tiene
importantes consecuencias.
Según
dicen quienes saben, parece que la soledad eleva los niveles de cortisol (hormona
que propicia el estrés), de la misma manera que incrementa las resistencias a
la circulación sanguínea y disminuye nuestras capacidades para la inmunidad. De
hecho, un reciente estudio ha evidenciado que incrementa las probabilidades de
muerte en el mismo porcentaje que lo hace la obesidad, es decir, cuando se está
solo patológicamente las posibilidades de encontrar la muerte se incrementan en
un 26% con relación a quienes se sienten acompañados. Por otro lado,
psicológicamente, las personas solas viven angustiadas y deprimidas, adoptando actitudes
hostiles hacia los demás. Es decir, sus relaciones sociales son negativas y ese
sentimiento es correspondido reactivamente en más de una ocasión. Pero, aún hay
más, la soledad es una enfermedad que no descansa, que no deja dormir y que nos
agota. El cerebro de quienes se sienten solos les hace percibir el entorno como
algo hostil y, en consecuencia, permanecen constantemente en alerta. Por ello,
no consiguen descansar adecuadamente y agotan sus fuerzas, reduciendo
drásticamente la autoprotección frente a las infecciones víricas y otras
enfermedades crónicas.
Por
desgracia la gente que padece la soledad suele hablar poco de ella, y menos
compartir sus estados de ánimo. La soledad sigue siendo una condición mal comprendida
socialmente que, además, conlleva cierta carga de estigmatización. Sin embargo,
debería estar reconocida como un problema de salud pública y recibir más
atención por parte de los sistemas de salud y por las estructuras asistenciales
(centros médicos, residencia de ancianos, servicios sociales, etc.).
Parece
que la ciudad sin límites de Internet no es tampoco la solución, aunque es
innegable que algunas personas solas se empecinan en prestarle más atención que
a cualquier otra cosa real de su propia vida. Muchos quieren mirar y ser vistos
a través de la pantalla que les garantiza la conexión con los otros desde el
presunto anonimato y el control de la situación. Se busca compañía sin correr
el riesgo de ser descubierto o exponerse, sin que te pillen deseando algo o te
vean en un penoso estado de necesidad o carencia. En Internet puedes contactar
o esconderte, ocultarte o mostrar a tu antojo la versión más refinada de ti
mismo. Por ello, a muchos Internet les hace sentirse seguros. Les gusta el
contacto que ofrece, la pequeña emulación de miradas positivas, los “me gusta”
de Facebook, o los “favoritos” de Twitter, las pequeñas herramientas diseñadas
para atraer la atención y alimentar el ego de los usuarios. Ciertamente, la
disposición de quienes están solos para ser bobos es tremenda, tanto que
divulgan en la red sin recato alguno información privativa, que deja rastro de
sus intereses y opiniones, que empresas lucrativas convertirán en lechos de
negocio para sus propios intereses en un futuro inmediato.
Así pues, contrariamente a lo que pudiera pensarse, no parece que las redes
sociales sean una solución o al menos un pequeño paliativo para la soledad
porque, si bien en teoría habilitan nuevas vías para relacionarse con los
demás, sin embargo, lo que realmente hacen es propiciar relaciones superficiales
que jamás lograrán sustituir a las conexiones reales. Eso sin olvidar que, según
dicen, la soledad desencadenada por la exclusión virtual es tan dolorosa como
la que surge de los encuentros en la vida real.
Así pues, el corolario parece sencillo: no podemos
resignarnos a que haya tantas ausencias porque, al final, todos acabaremos siendo
víctimas de ellas.
por suerte nunca he sentido esa sensacion de soledad. escribes unos articulos excelentes.pero si , eso de tener delante un ordenador me hace ser un poco mas atrevida
ResponderEliminar