Otra
vez de regreso a las raíces. Esta vez para disfrutar del ‘torico’ de la cuerda,
una novedad instaurada hace escasos años que adquiere creciente popularidad por
momentos. Una importación de la vecina localidad de Chiva, en la que es un festejo
bicentenario. La globalización tiene, también, estas cosas, además de sus
conocidas maldades. Afortunadamente.
En
esta ocasión invitamos a nuestros parientes murcianos. Según lo previamente
acordado, el viernes, a media mañana, estaban en la puerta de casa. Cargamos en
su coche los bártulos y juntos nos dirigimos hacia Gestalgar. Apenas era la una
del mediodía y ya estábamos en Cheste haciendo unas compras y restaurándonos en
un pequeño negocio familiar en el que es habitual la comida casera, sabrosa y a
buen precio. Dimos buena cuenta del tradicional arroz al horno y otras
especialidades de la casa antes de dirigirnos al pueblo recorriendo el sinuoso
trazado de la CV-379, que sigue siendo el antiguo camino de carro, aunque ahora está
asfaltado.
Nos
esperaba una tarde magnífica, soleada y espléndida, antesala prometedora del
sábado del torico. Nos acomodamos en una casa gélida, como siempre, que nos
apresuramos a caldear prendiendo en la chimenea troncos de naranjo procedente
de huertas esquilmadas e improductivas. ¿Cuánta vida le queda a la huerta, pese
o gracias al goteo? La tarde transcurrió entre los combates contra el frío, la
disposición de camas y abrigos, las compras y
preparativos para la cena, el apresto de las brasas y los saludos habituales
a vecinos y conocidos.
Nos
sorprendió un inusitado programa de festejos, que incluía vaquillas y toro embolado
para esa noche. Y así se desarrolló. Puntualmente, a las doce (servidumbres de
seguros y permisos gubernativos), se dio suelta a dos vaquillas y, tras ellas,
a un toro embolado, para delicia de cuantos habían hecho el meritorio esfuerzo
de apostarse tras las barreras y acomodarse en los entablados. La noche era
algo más que fresquita, aunque no heladora, como otras que he sobrellevado. Por
otra parte, el ganado dio cierto juego, especialmente las vaquillas. El toro, realmente, no fue de especial
relumbrón; digamos que cumplió, sin más.
Nos
retiramos antes de que encerrasen al animal. Encontramos en casa un cobijo generoso,
que empezaba a estar caldeado y que nos permitió descansar a plena
satisfacción. Nos dormimos mientras escuchábamos en lontananza los gritos de
jóvenes y niños citando y alentando al toro. Después nos sobresaltó varias
veces el vocerío que acompaña habitual e intempestivamente la retirada de las
personas a sus respectivos domicilios. Todo hacía presagiar que se acercaba una
fecha señalada de las fiestas de San Blas: el día del ‘torico’, una jornada que
concita la concurrencia de un numerosísimo público forastero, que incluye gente
de Lodosa y Onteniente, dos localidades hermanadas y colaboradoras habituales
en este festejo.
A
las nueve de la mañana, una concurrida charanga -que no sé realmente cómo se ha
conformado, pero que es extraordinaria- abría el día con un pasacalle que, a
modo de ‘despertá’, recorrió las calles
del pueblo. Todo el mundo estaba en pie para presenciar la salida del primer toro,
programada para las diez. Las reses anunciadas pertenecían a la ganadería
de Fernando Machancoses, de Cheste, hierro prestigioso en las localidades de la
comarca e incluso más allá. Ganadero, por otra parte, descendiente de otros que
hace más de cincuenta años corrían sus reses en el pueblo. Divisa de acreditada
solera, por tanto.
A
las nueve y media estábamos en la plaza preparados y dispuestos para acompañar
a músicos y mozos en su camino hacia la carretera –ahora denominada avenida de
la Diputación- para presenciar la salida del primer ‘torico’. Un toro ensogado
con una cuerda que incorporaba vetas blancas y azules entrelazadas, como
corresponde a la novísima tradición instaurada en la villa.
Previamente
a su suelta, mi cuñado y yo adoptamos las necesarias precauciones, situándonos en
la parte posterior de un tractor estacionado en la avenida. Allí, sorteando con la mirada los cogotes de algunos
inoportunos espectadores -seguramente expertos en situarse en el lugar que no
deben- presenciamos la carrera de un magnífico ejemplar, cuyo comportamiento
evidenciaba que había sufrido en otras ocasiones la doma de la cuerda. Pasó
ante nosotros raudo y veloz, precediendo a los mozos, a quienes había dado
alcance apenas 70 u 80 metros después de iniciar su carrera desde el camión en
que estaba recluido, que se hallaba estacionado junto a los pilones de la
carretera.
En
el cruce de la avenida de la Diputación con la calle Miguel Hernández, torció
camino del pueblo y fue amarrado en la primera posta, junto al kiosco, para
delicia de los habitantes de las casas vecinas. Desde allí siguió su recorrido
por la calles de la Acequia y de la Fuente hasta alcanzar la parte alta del
pueblo, calles de la Paz, Verónica, etc. y el conjunto de estaciones previstas
para transitar y hacer los parones oportunos en las postas preparadas a tal
efecto. Una carrera perfecta, sin incidencias notables, al gusto de la
concurrencia. Un éxito.
A
este primer toro le siguieron otros dos. El primero, de menor volumen, pero
también con buena presencia. Un toro con protecciones en sus astas que corrieron
los mozos de Onteniente, que lo bregaron a su particular usanza. Una tradición ancestral, allá por el siglo XVII, que tiene la particularidad del
enfundado de las astas del animal con cuero para evitar percances mayores. También
ellos hicieron su recorrido sin incidencias y a satisfacción de propios y
extraños.
Finalmente,
la conducción de la carrera del tercer toro correspondió a los jóvenes
visitantes de Lodosa que, fieles a su tradición decimonónica, dejaron ir al
animal a su libre albedrío mientras manejaban hábilmente la soga evitando que
embistiese a cuantos encontró a su paso. Esta modalidad hace que a veces las
carreras se circunscriban a una parte muy limitada del circuito. Así sucedió en
este caso, para satisfacción de quienes se encontraban apostados en esas calles
y disgusto de quienes esperaban su paso por otras. En síntesis, más allá de leves
e inevitables percances, tampoco en este caso se produjo incidente o lesión de
importancia. Eran las dos de la tarde y había concluido una sesión taurina más
que satisfactoria.
Daba
comienzo entonces una segunda parte festiva, que puso al pueblo en estado de
efervescencia a partir del mediodía. Calles repletas de gente,
establecimientos llenos de compradores, bares a reventar, juventud por doquier,
niños vociferando, corriendo y divirtiéndose, madres y padres gozándolo más que
sus hijos. Viejos ilusionados y dicharacheros comentando y criticando el
anecdotario del día y asistiendo incrédulos a tamaña agitación. Todos celebrando
con regocijo la ebullición del pueblo, la revitalización de una comunidad
que dormita en más de las cuatro quintas partes del año. ¡Qué gloria!
Hay
que descubrirse ante la Peña Taurina de Gestalgar que integran un puñado de
jóvenes que organizan, promocionan y financian estos festejos, consiguiendo así insuflar una hálito de vida y de esperanza a una población progresivamente
mortecina y exánime. Iniciativas como estas le hacen recobrar el pálpito, siquiera un par de veces al año. Animo a estos jóvenes a perseverar en un esfuerzo que
merece la pena, de verdad, porque logra revivir el vigor de un pueblo y de su gente. Una experiencia que reconforta y retrotrae a otros
tiempos, no sé si mejores, en los que diariamente fue lo que hoy solo es posible en días como estos.
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