domingo, 22 de febrero de 2015

Ajedrez.

Me he propuesto escribir un post sobre el ajedrez. El jueves pasado, Patricia, la persona que nos recibe amabilísimamente todos los jueves en el club de ajedrez, me invitó a hacerlo. La verdad es que no sé por dónde empezar. Pero, bueno, empezaré diciendo que conocí este juego (?) allá por los años 67-68 cuando, recién llegado a Alicante, veía jugar a Juanito Quereda, al señor Ramírez, a Dionisio Recio, a Pedro Viñes y a otros ilustres contertulios en el Club Amigos de la UNESCO, uno de los escasísimos focos de cultura y ‘rojerío’ que había en Alicante. Aquel fue mi primer contacto con el ajedrez, un juego que ni sabía de qué iba, ni entendí entonces porque, por más que miraba el tablero, era incapaz de enterarme de lo que pasaba en él. Luego, con el transcurrir del tiempo, conocí las piezas y sus movimientos, pero no pasé de ahí.

El siguiente hito en mi aproximación a este entretenimiento lo tengo asociado a mi suegro. Un jugador aficionado, de cierto nivel, que ganó algún que otro campeonato local y provincial cuando los torneos se celebraban en el local que había encima de la Cafetería Ivory, en la Rambla y, después, en los salones del Club Taurino, cuando estaba radicado en la avenida de la Constitución, que entonces se conocía como avenida de José Antonio, anteriormente rotulada con los nombres de Buenaventura Durruti, José Zorrilla y, antes, calle del Ataúd, porque en ella estaba asentado el gremio de los enterradores. Posteriormente supe de la afición de mi cuñado Paco, no sé si estimulada por complacer a mi suegro o por alguna motivación intrínseca. De la misma manera que ignoro si el interés de mi sobrino Javier, su hijo, se lo indujo su padre, los recuerdos de su abuelo que le contó su madre o una afición propia, y ajena a cuanto digo.  

Magnus Carlsen, campeón del mundo (2014).
He tenido que esperar más de cuarenta años para volver a interesarme por el ajedrez que, en este momento de mi vida, es una distracción y un aprendizaje que comparto con mi esposa. Ella ha sido la impulsora de esta situación, porque quiere intentar materializar una vieja aspiración que no ha podido satisfacer a lo largo de su vida: emular un poco a su padre, familiarizándose con algunas de las habilidades que siempre le admiró. Por mi parte, uno de mis mayores anhelos es darle buena vida a mi mujer y por ello, aunque confieso que tengo aficiones más acendradas, decidí acompañarla a tomar estas clases. Busqué y encontré el mejor sitio posible: el Club Ajedrez Alicante, una sociedad con solera, en el que he conocido a Patricia y a Álex, nuestro joven profesor.

Ciertamente, nos acompañó la suerte con el maestro que nos asignaron. Un joven treintañero con una melena espectacular, que cubre un cerebro portentoso, y que tiene una disposición magnífica y una paciencia infinita para ayudarnos a aprender lo que a nuestras entendederas les cuesta lo suyo. Recuerdo las primeras escaramuzas que nos ofreció para introducirnos en un proceso de inmersión ajedrecística asombroso. En las primeras clases, advertimos de inmediato su capacidad -no sé si connatural o aprendida- para hacer y deshacer movimientos, para hilvanar y deshilvanar partidas, para obnubilarnos, confundirnos y volvernos locos en pocos minutos, desorientándonos hasta perder cualquier referencia sobre dónde estábamos y sobre nuestro punto de partida. Debo decir que, afortunadamente, al final nos devolvía las referencias y conseguíamos abandonar su clase en paz con él y con nosotros mismos.

Aquellas primeras fases de nuestro aprendizaje, que cumplimentamos hace más de un año, fueron algo inusitado e increíble a nuestra edad. Nosotros, que no nos preciamos demasiado, aunque somos conscientes de poseer ciertas capacidades y una cultura media, que hemos sufrido y gozado de decenas de miles de horas de formación, sin comerlo ni beberlo, estábamos ante una propuesta de aprendizaje inaudita, inaprensible, alucinante.

No sé si Alex conoce algo de la pedagogía sistémica o de algún enfoque didáctico similar, pero la practica, a sabiendas o sin saberlo. Porque nada permitía aventurar que, tras semanas de casi volvernos locos, de salir de las clases ebrios, porfiando por aprender los movimientos de las piezas, por conocer las aperturas, por saber algo del medio juego y comprender algunas claves para resolver los finales, lograríamos entender mínimamente lo que  este ‘chavalote’ quería enseñarnos.

Tras un año de compartir las tardes de los jueves con él –y con otros compañeros de clase- la realidad es que no sólo hemos aprendido a colocar adecuadamente las piezas en el tablero o a realizar algunas aperturas con nombre propio, también sabemos –o casi- desplegar pausadamente el medio juego y hemos aprendido a desarrollar con éxito algunos finales. En suma, hemos empezado a entender de qué va ese juego y a conocer algunos de sus entresijos. Hasta sabemos dar mates con los caballos, los alfiles o las torres. Verdaderamente, hemos aprendido muchísimas cosas.

Pero, por encima de todo ello, lo que ahora sabemos es que es un juego magnífico, con unas potencialidades educativas inconmensurables. Es una excelente noticia que recientemente la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados haya decidido instar al Gobierno a implantar el programa Ajedrez en la Escuela en el sistema educativo español, de acuerdo con las recomendaciones del Parlamento Europeo. La verdad es que hace décadas que debería haberse adoptado esa iniciativa porque, inequívocamente, es un entretenimiento que ayuda a conformar el pensamiento. Como casi todos los demás, pero éste de una manera muy especial.

El ajedrez, más allá de los estereotipos, es un juego que ayuda a comprender la propia vida. Facilita imaginar el futuro, actuar con comprensión, analizar las conductas propias y ajenas, entendiendo sus relaciones de controversia o complementariedad. Ayuda a prever escenarios posibles, intuir celadas, aprovechar las ventajas y sacar provecho de las debilidades del adversario. Enseña a pactar y a cerrar los procesos tras una evaluación ponderada de las circunstancias. Adiestra en perseguir objetivos contumazmente, con sistemática y metodología. Incita a ser imaginativos, a conjeturar situaciones posibles e imposibles. Ayuda a cultivar el pensamiento abstracto hasta límites increíbles y a practicar la memoria incansablemente, aprendiendo decenas, centenares de partidas, reproduciéndolas mecánicamente, logrando imaginarlas hasta durmiendo. El ajedrez también nos enseña a asombrar al adversario, a sorprenderle hasta en sus convicciones, a no darnos jamás por vencidos y a respetar siempre al contendiente, por pequeño que sea.

Y, ¿dicen que es un juego? Pues… ¡Qué lástima que no lo hayamos descubierto antes!

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