Me
he propuesto escribir un post sobre el ajedrez. El jueves pasado, Patricia, la
persona que nos recibe amabilísimamente todos los jueves en el club de ajedrez,
me invitó a hacerlo. La verdad es que no sé por dónde empezar. Pero, bueno,
empezaré diciendo que conocí este juego (?) allá por los años 67-68 cuando,
recién llegado a Alicante, veía jugar a Juanito Quereda, al señor Ramírez, a
Dionisio Recio, a Pedro Viñes y a otros ilustres contertulios en el Club Amigos
de la UNESCO, uno de los escasísimos focos de cultura y ‘rojerío’ que había en
Alicante. Aquel fue mi primer contacto con el ajedrez, un juego que ni sabía de
qué iba, ni entendí entonces porque, por más que miraba el tablero, era incapaz
de enterarme de lo que pasaba en él. Luego, con el transcurrir del tiempo,
conocí las piezas y sus movimientos, pero no pasé de ahí.
El
siguiente hito en mi aproximación a este entretenimiento lo tengo asociado a mi
suegro. Un jugador aficionado, de cierto nivel, que ganó algún que otro
campeonato local y provincial cuando los torneos se celebraban en el local que
había encima de la Cafetería Ivory, en la Rambla y, después, en los salones del
Club Taurino, cuando estaba radicado en la avenida de la Constitución, que
entonces se conocía como avenida de José Antonio, anteriormente rotulada con
los nombres de Buenaventura Durruti, José Zorrilla y, antes, calle del Ataúd,
porque en ella estaba asentado el gremio de los enterradores. Posteriormente
supe de la afición de mi cuñado Paco, no sé si estimulada por complacer a mi
suegro o por alguna motivación intrínseca. De la misma manera que ignoro si el interés de mi sobrino Javier, su hijo, se lo indujo su padre, los recuerdos de
su abuelo que le contó su madre o una afición propia, y ajena a cuanto
digo.
Magnus Carlsen, campeón del mundo (2014). |
He
tenido que esperar más de cuarenta años para volver a interesarme por el
ajedrez que, en este momento de mi vida, es una distracción y un aprendizaje que
comparto con mi esposa. Ella ha sido la impulsora de esta situación, porque
quiere intentar materializar una vieja aspiración que no ha podido satisfacer a
lo largo de su vida: emular un poco a su padre, familiarizándose con algunas de las
habilidades que siempre le admiró. Por mi parte, uno de mis mayores anhelos es
darle buena vida a mi mujer y por ello, aunque confieso que tengo aficiones más
acendradas, decidí acompañarla a tomar estas clases. Busqué y encontré el mejor
sitio posible: el Club Ajedrez Alicante, una sociedad con solera, en el que he
conocido a Patricia y a Álex, nuestro joven profesor.
Ciertamente,
nos acompañó la suerte con el maestro que nos asignaron. Un joven treintañero
con una melena espectacular, que cubre un cerebro portentoso, y que tiene una
disposición magnífica y una paciencia infinita para ayudarnos a aprender lo que
a nuestras entendederas les cuesta lo suyo. Recuerdo las primeras escaramuzas
que nos ofreció para introducirnos en un proceso de inmersión ajedrecística asombroso.
En las primeras clases, advertimos de inmediato su capacidad -no sé si connatural
o aprendida- para hacer y deshacer movimientos, para hilvanar y deshilvanar
partidas, para obnubilarnos, confundirnos y volvernos locos en pocos minutos, desorientándonos
hasta perder cualquier referencia sobre dónde estábamos y sobre nuestro punto
de partida. Debo decir que, afortunadamente, al final nos devolvía las
referencias y conseguíamos abandonar su clase en paz con él y con nosotros
mismos.
Aquellas
primeras fases de nuestro aprendizaje, que cumplimentamos hace más de un año,
fueron algo inusitado e increíble a nuestra edad. Nosotros, que no nos preciamos
demasiado, aunque somos conscientes de poseer ciertas capacidades y una cultura
media, que hemos sufrido y gozado de decenas de miles de horas de formación,
sin comerlo ni beberlo, estábamos ante una propuesta de aprendizaje inaudita, inaprensible,
alucinante.
No sé si Alex conoce algo de la pedagogía sistémica o de algún enfoque didáctico
similar, pero la practica, a sabiendas o sin saberlo. Porque nada permitía
aventurar que, tras semanas de casi volvernos locos, de salir de las clases
ebrios, porfiando por aprender los movimientos de las piezas, por conocer las
aperturas, por saber algo del medio juego y comprender algunas claves para
resolver los finales, lograríamos entender mínimamente lo que este ‘chavalote’ quería enseñarnos.
Tras
un año de compartir las tardes de los jueves con él –y con otros compañeros de clase- la realidad es que no sólo hemos
aprendido a colocar adecuadamente las piezas en el tablero o a realizar algunas
aperturas con nombre propio, también sabemos –o casi- desplegar pausadamente el medio juego y hemos aprendido a desarrollar con éxito algunos finales. En suma,
hemos empezado a entender de qué va ese juego y a conocer algunos de sus
entresijos. Hasta sabemos dar mates con los caballos, los alfiles o las
torres. Verdaderamente, hemos aprendido muchísimas cosas.
Pero,
por encima de todo ello, lo que ahora sabemos es que es un juego magnífico, con
unas potencialidades educativas inconmensurables. Es una excelente noticia que
recientemente la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados haya
decidido instar al Gobierno a implantar el programa Ajedrez en la
Escuela en el sistema educativo español, de acuerdo con las recomendaciones
del Parlamento Europeo. La verdad es que hace décadas que debería haberse adoptado
esa iniciativa porque, inequívocamente, es un entretenimiento que ayuda a conformar el
pensamiento. Como casi todos los demás, pero éste de una manera muy especial.
El
ajedrez, más allá de los estereotipos, es un juego que ayuda a comprender la propia
vida. Facilita imaginar el futuro, actuar con comprensión, analizar las
conductas propias y ajenas, entendiendo sus relaciones de controversia o
complementariedad. Ayuda a prever escenarios posibles, intuir celadas,
aprovechar las ventajas y sacar provecho
de las debilidades del adversario. Enseña a pactar y a cerrar los procesos tras
una evaluación ponderada de las circunstancias. Adiestra en perseguir objetivos
contumazmente, con sistemática y metodología. Incita a ser imaginativos, a conjeturar
situaciones posibles e imposibles. Ayuda a cultivar el pensamiento abstracto
hasta límites increíbles y a practicar la memoria incansablemente, aprendiendo
decenas, centenares de partidas, reproduciéndolas mecánicamente, logrando
imaginarlas hasta durmiendo. El ajedrez también nos enseña a asombrar al adversario,
a sorprenderle hasta en sus convicciones, a no darnos jamás por vencidos y a
respetar siempre al contendiente, por
pequeño que sea.
Y, ¿dicen que es un juego? Pues… ¡Qué lástima que no lo hayamos descubierto
antes!
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