Si
hay una película que ha triunfado en España en 2014, sin duda, ha sido La isla mínima. Alberto Rodríguez ha
logrado contar magistralmente un retazo de la España de comienzos de los 80. Dos
policías, ideológicamente opuestos, son enviados desde Madrid a un remoto
pueblo del sur, localizado en las marismas del Guadalquivir, para investigar la
desaparición de dos chicas adolescentes. Lo que sigue es un thriller ambientado en una comunidad
anclada en el pasado, que enmarca el enfrentamiento de los policías con un
asesino cruel y con sus propios fantasmas.
Hay
múltiples razones para admirar esta película. Una trama sobresaliente, unos protagonistas
excepcionales e increíblemente interpretados y, de manera especial, un aspecto
que no es banal: una ambientación magnífica, que refuerza el hilo argumental y merece
mención destacadísima. Primordialmente al comienzo del film, algunas escenas son
objetivamente asombrosas. Imágenes
encefálicas, conseguidas gracias a una ‘drónica’, limpia y fractal fotografía, que
ofrecen estructuras y personalidades peculiarmente destacadas.
Tanto
me han impactado esas escenas que he indagado en algo que desconocía, el
paisaje fractal. Eso que se ha definido como la representación de un panorama,
real o imaginario, producida mediante procedimientos fractales. No voy a caer
en la pedantería de reproducir lo que dice la wikipedia sobre semejantes artilugios. Ciertamente, después de reparar
en docenas de estas imágenes, uno acaba concluyendo que aunque a primera vista
muchos paisajes parecen naturales, si los observas repetidamente, defraudan
porque son intemporales, eluden los efectos de la geología y la climatología y,
por tanto, son artificiosos, como los muñecos de látex o los exvotos. Hoy, que
casi existe de todo, podemos encontrar programas informáticos que generan paisajes
fractales logradísimos, como MojoWorld,
de Kenton Doc Mojo Musgrave y Terragen, de Matt Fairclough.
Esa
curiosidad por la fractalidad me ha llevado a conocer detalles de lo que se
conoce como Armonía fractal de Doñana y
las marismas del Guadalquivir. Un trabajo que resume un paseo genial -esta
vez de verdad- por las formas armónicas esculpidas por el barro, el tiempo y el
agua en las marismas. Una iniciativa del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
(CSIC, lo pongo así para recordarlo,
porque no sé cuanto le queda de vida) que integran una exposición divulgativa,
un libro y un blog que se pueden visitar (http://armoniafractal.blogspot.com.es/).
Héctor
Garrido, a través de originales y magníficas fotografías aéreas, nos acerca el
apasionante y complejo mundo de la geometría fractal que incorporan las formas
de la naturaleza. Lleva veinte años fotografiando las marismas porque es
fotógrafo de la Estación Biológica de Doñana. Y en sus vuelos con avioneta ha
hecho miles y miles de retratos de esas realidades. Cuando Alberto Rodríguez empezó
a construir la estética de su película utilizando algunas imágenes de Garrido
que encontró en Internet ni sabía que estaba enfrentándose a la punta del
iceberg ni que, además, ya lo conocía. Un ejemplo más de las casualidades de la
vida, que son muchas.
El
cineasta ha utilizado más de medio millón de esas espectaculares imágenes
aéreas, algunas de las cuales son emblemáticas del film. La isla mínima se ha rodado en la isla Mayor del Guadalquivir, un
territorio de 15.000 hectáreas que es un laberinto con cientos de kilómetros de
caminos, muchos de los cuales no conducen a ninguna parte. Los rebuscados paisajes
que aparecen en la película compiten en protagonismo con la trama y conforman
lo que Garrido denomina armonía fractal: el lenguaje de la naturaleza. Él tiene
una peculiar teoría. Defiende que desde pequeños nos enseñan la geometría
euclidiana, es decir, la de las líneas rectas y curvas perfectas: el cuadrado,
el triángulo, el rombo, el círculo, el diámetro o el radio. Formas artificiales
que, al final, son las únicas a las que recurrimos para construir o reconstruir
la realidad. Pero, según él, la naturaleza no sabe escribir con esa gramática, de
la misma manera que el ser humano tampoco sabe hacerlo con la específica de la
naturaleza que, en pequeñas o grandes dimensiones, repite siempre los mismos
patrones. Y no parece que le falte razón porque las ramificaciones que aparecen
en las fotografías de Garrido se pueden trasladar a escala menor. Por ejemplo, a
un árbol y sus ramas, que a su vez se multiplican en otras más pequeñas, e
incluso a los nervios de cada una de sus hojas. Sin ir más lejos, las venas o
los haces nerviosos del cuerpo humano son también estructuras fractales.
Marisma de San Fernando, Cádiz. |
Garrido
llega a defender que nuestro pensamiento es fractal en origen, cuando nacemos,
como lo es el de los animales. Es la educación la que nos cincela el cerebro
para que acabemos pensando y comunicándonos con otro lenguaje más artificioso y
desnaturalizado. Esa razón explicaría por qué nos gustan tanto las estructuras
fractales, aunque no sepamos la causa concreta. De alguna manera, es como si
nuestro cerebro entendiese intuitivamente lo que ve, pese a que los procesos
educativos formales hayan intentado borrarle machaconamente esas referencias naturales.
Y creo que no le falta razón. El texto de Francisco Márquez explicando la
fotografía adjunta, corrobora lo que digo: Garabatos
de gigante, laberinto de plastilina, serpientes de agua, puzle de esperanza… Los
cuentos existen.
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