jueves, 19 de febrero de 2015

Palabras.

El optimismo y el pesimismo son actitudes basadas en nuestra manera de percibir y evaluar las situaciones vitales y sus resultados probables. Son actitudes que aprendemos desde niños mediante la observación de las reacciones de nuestros padres y de otras personas que son importantes para nosotros. También escuchando sus comentarios frente a cualquier problema o circunstancia. Conforme crecemos, nuestras propias experiencias refuerzan o debilitan esas actitudes. Poco importa cuál de ellas aprendimos siendo niños porque ambas son una elección personal cuando llegamos a la adultez. Nadie puede obligarnos a ser optimistas, como ninguno puede impedir que seamos pesimistas. Mantenemos el pesimismo o el optimismo con nuestra personal forma de pensar y de ver las cosas. Y si en un determinado momento aprendimos a ser pesimistas, también podemos en otro ejercitarnos en ser optimistas.

Sin embargo, estas consideraciones, que parecen tener exclusiva vinculación con las conductas personales, son extrapolables a la dimensión social de los individuos. Lo que no deja de ser algo sorprendente. Me explicaré. Recientemente he conocido una investigación que ha analizado los diez idiomas más hablados del planeta. Ese trabajo idiomático revela, como conclusión general, que los humanos usamos mucho más los vocablos positivos que los negativos. Y, lo que es más significativo, que no todas las lenguas son igualmente optimistas o pesimistas. Así, por ejemplo, el español y el portugués son los idiomas más optimistas del planeta, mientras que el chino y el coreano parecen ser  algunos de los más pesimistas.

El estudio al que me refiero es una tentativa para testar la llamada Hipótesis de Pollyanna, una conjetura de dos psicólogos sociales estadounidenses, Jerry Boucher y Charles Osgood, que en la década de los 60 del siglo pasado plantearon que los humanos teníamos una tendencia universal a usar con mayor frecuencia las palabras positivas que las negativas. Desde entonces su idea ha tenido tantos defensores como detractores.

Peter Dodds, líder de un equipo integrado por investigadores estadounidenses y australianos, ha coordinado un trabajo que ha utilizado máquinas y algoritmos de búsqueda y selección para reunir miles de millones de palabras extraídas de Twitter, Google, subtítulos de películas, letras de canciones y libros en español, inglés, chino, árabe e indonesio, entre otros. Asegura que han analizado los diez idiomas más importantes del mundo y que en todos ellos han observado que las personas usan más las palabras positivas que las negativas. Términos como vacaciones, amor, beso o felicidad puntúan muy alto en todos; mientras otros, como violencia, muerte o sufrimiento tienden a puntuar en los niveles más bajos.

En la era del Big Data, los científicos han podido llevar a cabo su trabajo con un torrente de datos que les ha permitido clasificar las lenguas según su optimismo. Curiosamente, el castellano aparece en el primer lugar del ranking, siendo tres las fuentes de palabras del español de Méjico utilizadas en el estudio: Twitter, el buscador Google y los libros indexados en Google Books. Al castellano, le sigue el portugués hablado en Brasil y, tras él, el inglés extraído de los textos del periódico New York Times. En el lado opuesto, los primeros puestos del ranking los ocupan el chino, el coreano, el ruso y el inglés utilizado en las letras de las canciones.

Más allá de que una u otra lengua sean estructuralmente más o menos optimistas, lo que descuella en el estudio es que todas tienen un sesgo positivo, es decir, cualquiera que sea la que elijamos, sus hablantes utilizan muchísimas más palabras de connotación positiva que negativa. Hasta el punto de que en el caso del castellano la relación es de nueve a uno, mientras en el chino la proporción es de siete a tres.

Naturalmente, la investigación ha sido cuestionada por otros científicos sociales, como no puede ser de otro modo. Sostienen estos últimos que en las investigaciones sociales basadas en encuestas los participantes tienden a dar valores positivos en cualquier escala. Es lo que se denomina sesgo de aquiescencia. Naturalmente, toda parva tiene su granza. En este caso, a juicio de esos científicos críticos, la presunta universalidad de los resultados del estudio referenciado no es otra cosa que un ‘sesgo experimental’. ¿Quién tiene razón? Bueno… ya se verá.

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