El
optimismo y el pesimismo son actitudes basadas en nuestra manera de percibir y
evaluar las situaciones vitales y sus resultados probables. Son actitudes que
aprendemos desde niños mediante la observación de las reacciones de nuestros
padres y de otras personas que son importantes para nosotros. También
escuchando sus comentarios frente a cualquier problema o circunstancia.
Conforme crecemos, nuestras propias experiencias refuerzan o debilitan esas
actitudes. Poco importa cuál de ellas aprendimos siendo niños porque ambas son
una elección personal cuando llegamos a la adultez. Nadie puede obligarnos a
ser optimistas, como ninguno puede impedir que seamos pesimistas. Mantenemos el
pesimismo o el optimismo con nuestra personal forma de pensar y de ver las
cosas. Y si en un determinado momento aprendimos a ser pesimistas, también
podemos en otro ejercitarnos en ser optimistas.
Sin embargo, estas consideraciones, que parecen tener exclusiva vinculación con las conductas personales,
son extrapolables a la dimensión social de los individuos. Lo que no deja de
ser algo sorprendente. Me explicaré. Recientemente he conocido una
investigación que ha analizado los diez idiomas más hablados del planeta. Ese
trabajo idiomático revela, como conclusión general, que los humanos usamos
mucho más los vocablos positivos que los negativos. Y, lo que es más significativo,
que no todas las lenguas son igualmente optimistas o pesimistas. Así, por
ejemplo, el español y el portugués son los idiomas más optimistas del
planeta, mientras que el chino y el coreano parecen ser algunos de los más pesimistas.
El
estudio al que me refiero es una tentativa para testar la llamada Hipótesis
de Pollyanna, una conjetura de dos psicólogos sociales estadounidenses, Jerry Boucher y
Charles Osgood, que en la década de los 60 del siglo pasado plantearon que los
humanos teníamos una tendencia universal a usar con mayor frecuencia las
palabras positivas que las negativas. Desde entonces su idea ha tenido tantos
defensores como detractores.
Peter
Dodds, líder de un equipo integrado por investigadores estadounidenses y
australianos, ha coordinado un trabajo que ha utilizado máquinas y algoritmos de
búsqueda y selección para reunir miles de millones de palabras extraídas de Twitter,
Google, subtítulos de películas, letras de canciones y libros en español,
inglés, chino, árabe e indonesio, entre otros. Asegura que han analizado los diez
idiomas más importantes del mundo y que en todos ellos han observado que las
personas usan más las palabras positivas que las negativas. Términos como
vacaciones, amor, beso o felicidad puntúan muy alto en todos; mientras otros,
como violencia, muerte o sufrimiento tienden a puntuar en los niveles más
bajos.
En la era del Big Data, los científicos han podido llevar a cabo su
trabajo con un torrente de datos que les ha permitido clasificar las lenguas
según su optimismo. Curiosamente, el castellano aparece en el primer lugar del
ranking, siendo tres las fuentes de palabras del español de Méjico utilizadas
en el estudio: Twitter, el buscador Google y los libros indexados
en Google Books. Al castellano, le sigue el portugués hablado en Brasil
y, tras él, el inglés extraído de los textos del periódico New York Times.
En el lado opuesto, los primeros puestos del ranking los ocupan el chino, el
coreano, el ruso y el inglés utilizado en las letras de las canciones.
Más
allá de que una u otra lengua sean estructuralmente más o menos optimistas, lo
que descuella en el estudio es que todas tienen un sesgo positivo, es decir,
cualquiera que sea la que elijamos, sus hablantes utilizan muchísimas más
palabras de connotación positiva que negativa. Hasta el punto de que en el caso
del castellano la relación es de nueve a uno, mientras en el chino la
proporción es de siete a tres.
Naturalmente,
la investigación ha sido cuestionada por otros científicos sociales, como no
puede ser de otro modo. Sostienen estos últimos que en las investigaciones
sociales basadas en encuestas los participantes tienden a dar valores positivos
en cualquier escala. Es lo que se denomina sesgo de aquiescencia. Naturalmente,
toda parva tiene su granza. En este caso, a juicio de esos científicos
críticos, la presunta universalidad de los resultados del estudio referenciado no
es otra cosa que un ‘sesgo experimental’. ¿Quién tiene razón? Bueno… ya se
verá.
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